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Estética de la arquitectura




Traducción de

Francisco Campillo

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Roberto Masiero

Estética de la arquitectura

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 136


Colección dirigida por

Valeriano Bozal


Léxico de estética

Serie dirigida por Remo Bodei

Título original: Estetica dell'architettura

© by Società editrice il Mulino, Bologna, 1999

© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-206-5

Índice

Introducción

I. De lo sagrado a lo bello. La sensibilidad arcaica

II. Analogía y simetría. La época clásica, de Pitágoras a Platón

III. Euritmia y sublimidad. El Helenismo, desde Aristóteles a Plotino

IV. El universo simbólico. La Edad Media desde San Agustín a Santo Tomás

V. El nuevo mundo y la historia. El nacimiento de la Modernidad

VI. Razón y sentimiento. Entre empirismo, sensualismo e Ilustración

VII. Habitar el espíritu en el siglo diecinueve. La arquitectura en las estéticas idealistas

VIII. Empatía y ornamentación. La autonomía «científica» de la forma

IX. Vanguardias y restauración. Las estéticas arquitectónicas entre las dos guerras

X. Después de la Vanguardia, en democracia. Las estéticas del consumo

XI. Atopía y nootécnica. Las estéticas de lo superfluo. De lo postmoderno a...

Bibliografía


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Introducción

El hombre ha sido siempre un productor de cultura: produce artificialidad, construye el mundo construyéndose a sí mismo; y la arquitectura es parte sustancial de esta artificialidad.

Hasta mediados del siglo dieciocho, la estética se configuró como una reflexión sobre la percepción sensible y lo bello; con la obra de Baumgarten y de Kant pasó a ser una disciplina autónoma. Desde entonces puede hablarse también de una estética de la arquitectura, que ha preocupado a los filósofos y ha caracterizado la historia, la teoría, la crítica e incluso el hacer arquitectónico mismo.

En un primer momento, la estética indagó las relaciones entre la percepción sensible y el conocimiento, para después transformarse en filosofía de las bellas artes y, por tanto, en un cuestionamiento sobre la obra de arte y sus múltiples aspectos. En el curso de su historia se ha visto las caras con la teología, la psicología y el psicoanálisis, con la antropología, la sociología, la semiótica y la lingüística. Se ha confundido con la crítica social y con la política.

Ya que la estética se pregunta por los sentidos y las sensaciones, debemos establecer de qué modo éstos se encuentran relacionados con la arquitectura. Por cuanto se refiere a los sentidos, la relación es obvia: siendo la arquitectura uno de los modos en los que hacemos artificial el mundo, y siendo el mundo el lugar donde actúan nuestros sentidos, resulta inevitable una estrecha vinculación entre los sentidos y el producto arquitectónico. Podría tan sólo precisarse que, entre aquéllos, la vista ocupa un lugar privilegiado. Más complejo resulta el análisis de la relación entre las sensaciones, entendidas como estados de conciencia producidos por un estímulo interno o externo al sujeto, y la arquitectura. La gama es, sin duda, amplia y de difícil definición. Por ejemplo, la arquitectura puede producir sensaciones de bienestar o malestar, de fascinación, de estupor, de admiración, de curiosidad y otras muchas más; llegando incluso a esas formas particulares del «sentir» que pueden provocar sensaciones de identidad o pertenencia, tradicionalmente impregnadas de tintes políticos.

Jamás se ha intentado una investigación sistemática de la relación entre las sensaciones y la arquitectura, si bien alguna de ellas ha venido a resultar central en la interpretación estética de este arte. Es el caso de lo sublime, con todas las sensaciones vinculadas al mismo: la magnitud, el miedo, el sentimiento de angustia, etc. Por otra parte, los arquitectos, aun no recurriendo necesariamente a la estética como disciplina a la hora de realizar sus proyectos, sí han sabido siempre dominar las sensaciones que su arquitectura producía. Esto se convirtió en algo particularmente significativo, a veces incluso programático cuando, desde el siglo dieciocho en adelante, comenzaron a decaer las normativas impuestas por la idea de naturaleza o por la de tradición.

Además de las relaciones entre los sentidos, los sentimientos y la arquitectura, deberemos tener también en cuenta las que se establecen con las otras artes, tal y como éstas se han venido configurando históricamente.

No hay lugar a duda de que los temas que estructuran las reflexiones sobre las demás artes se encuentran también presentes en la estética de la arquitectura, si bien con sus particulares variantes, como es obvio. El arte puede entenderse como imitación, creación, expresión y/o lenguaje, reflejo, producción de imágenes o de estilos, conocimiento, educación; en su dimensión ornamental o también formativa. Todas estas definiciones pueden igualmente aplicarse a la arquitectura.

En las muchas reflexiones sobre la arquitectura que nuestra cultura ha elaborado, topamos también con conceptos y problemas que la propia estética debe afrontar en clave exquisitamente filosófica: la relación entre forma y contenido, con una vertiente particularmente significativa en arquitectura, la existente entre forma y función; la relación entre racional e irracional, traducida a las dualidades razón-sentimiento, razón-intelecto, razónintuición, razón-experiencia; la relación entre lo natural y lo artificial, de la cual deriva la existente entre arte y técnica; la relación, por último, entre lo bello y lo feo, que antes de ser un tema estético fue en la cultura occidental un tema ontológico-teológico.

De la dualidad bello-feo emerge uno de los tópicos centrales de la relación entre estética y arquitectura: la cuestión de la proporción, entendida como solución al problema de la belleza. La proporción fue pensada en la cultura occidental como forma cosmológica de la belleza, y es importante hacer notar cómo se encuentra estrechamente vinculada a la metafísica. Por la misma razón, geometría y metafísica tendieron a asumir un valor veritativo dado su isomorfismo cósmico.

Puede también añadirse que en arquitectura operan elementos, o categorías, de interés estético fundamental: habilidad, talento, creatividad, imaginación, invención, ideación, prefiguración, proyecto, autenticidad, verdad, etc.; así como cabe decir que en arquitectura la relación entre signo, significado y el concepto de estilo asume un valor paradigmático.

Los temas cruciales de la relación entre la arquitectura, las artes y la estética son: la cuestión del adorno, que conduce a auténticos dilemas ontológicos; el problema de lo necesario y lo superfluo; las relaciones entre materia y forma, entre natural y artificial, entre razón y sentimiento.

Es evidente que la arquitectura exhibe muchas de las maneras de la estética, pero también presenta aspectos propios, con frecuencia en conflicto con la dimensión estética misma. En arquitectura se prima lo útil frente a lo inútil, mientras que la estética posterior a Kant formula muy claramente el principio de la sustancial libertad de propósito de las artes. En tal caso, o la arquitectura no es arte, o bien no será cierto que el carácter fundamental de las artes resida en su superficialidad.

Las así llamadas bellas artes, concebidas por la modernidad y perseguidas por la contemporaneidad, tienden a liberarse de la finalidad, para convertirse en objetos de contemplación, objetos de museo, lugar de una sacralidad laica. La arquitectura, que, vanidosamente, ambicionaría sin duda esa libertad, se encuentra inevitablemente vinculada a un propósito funcional: el del uso y el de su ser, siempre y en cualquier caso, construcción. No es objeto de museo, si bien puede ser ella misma museo; parece estar destinada a ser objeto de una percepción con frecuencia desatenta.

Construir constituye en el arte un poner en conjunción elementos variados según la voluntad del artista, o según un efecto pretendido, o como consecuencia de una reflexión sobre los modos y las formas. Construir es, en cambio, en arquitectura, edificar (incluso cuando la arquitectura sólo se piensa o se imagina), y depende de leyes que no pueden ser alteradas: las propias leyes de la construcción. En las artes la casualidad es puesta en juego incluso cuando se niega; en arquitectura, por el contrario, el azar debe ser siempre sometido a control.

El rigor viene a ser para las artes una suerte de opción, pertenece, por así decirlo, a una biografía que se hace obra; en arquitectura la exactitud pertenece a la arquitectura misma, al hecho de que en la misma persiste el principio de necesidad.

En la obra de arte la dimensión proyectiva es lábil, puede ir, desde la propia autonegación –el proyecto de no tener proyecto–, hasta una cierta hiperdeterminación proyectiva. En arquitectura el proyecto se convierte en algo central, ya que aquélla es siempre sinónimo de control y síntesis de una multiplicidad de variables pertenecientes a la estética, a la técnica, a la economía, a la política, etc. Realmente, puede decirse que en arquitectura nos encontramos con una primacía del proyecto sobre la ejecución. Los humanistas dirían, como dijeron de la pintura, que la arquitectura es una cuestión mental.

Hasta la segunda mitad del siglo veinte, el artista era quien realizaba la obra: incluso el músico era quien había realizado la obra, aunque no fuera casi nunca su ejecutor. El arquitecto, en cambio, no realiza la obra, sino que la proyecta y controla su desarrollo.

A partir de la segunda mitad del siglo veinte, han sido muchos los artistas que han adoptado las maneras de los arquitectos, proyectando su obra y haciéndola realizar por otros. Tal actitud es representativa de la actual hibridación entre las artes y de una modificación radical no sólo de los paradigmas estéticos, sino también de la función misma de las artes en la sociedad. Si las artes son reflexión en torno al significado que tienen el hacer y el pensar, esta trituración de sus límites recíprocos, esta extensión del valor artístico a fenómenos y objetos que ya no son internos al sistema tradicional de las artes (aquél –para entendernos– basado en la pintura, escultura, arquitectura, música, poesía y extendido después al cine), esta estetización de lo real se convierte inevitablemente en signo de una profunda (quizá radical) transformación de los modos de pensar el mundo y producirlo. Posiblemente, la extensión de la lógica de la arquitectura a las otras artes y, por el contrario, la absorción de una estética totalizadora por parte de la arquitectura son el signo de que la tradicional división entre natural y artificial se ha superado con la totalización de lo artificial; en esto, la arquitectura, la más artificial de las actividades humanas, no puede sino asumir un valor particular, no puede sino situarse más allá del arte y, al mismo tiempo, ser el arte total. Tales fenómenos constituyen además la señal de la superación de la división económico-política entre artesanado e industria, que reguló las filosofías (e ideologías) desde la segunda mitad del dieciocho (justo cuando nació la estética) hasta el debate actual sobre lo postindustrial y lo postmoderno.

La estética ha tratado siempre de delimitar un territorio específico para la arquitectura, denominándola arte mimético o no mimético, arte plástico, arte mecánico, arte que somete la materia, arte objetivo, arte primordial, arte funcional, arte ético, arte para la vida, arte de la abstracción. Una de las definiciones ha gozado de especial fortuna en la cultura del siglo veinte: la arquitectura es el arte del espacio. Elaborada de modo sistemático por Schmarsow en 1894, propone la definición de las artes a través de su relación con los sentidos.

Considerando las muchas definiciones de arte (como creación, como expresión, como reflejo, como conocimiento, como lenguaje, como modo de concretar un contenido en una forma), cada una de ellas puede presentar una particular matización a la hora de aplicarlas a la arquitectura, viniendo así a confirmar la legitimidad de una reflexión estética, pero vetándole cualquier pretensión normativa, debido a la imposibilidad de determinar el cómo del proyecto o de la obra.

Estos son los temas principales de la compleja relación entre estética y arquitectura, que intentaré examinar siguiendo las vicisitudes de la historia de las ideas y, en parte, de la arquitectura en tanto una de las artes. El recorrido se llevará a cabo por el camino de los signos de las transformaciones y las metamorfosis de la cultura occidental, dentro de una estructura textual que pretende ser la usual, tal y como ha sido formulada por la historiografía general. En definitiva, hemos adoptado, aun siendo conscientes de su debilidad epistemológica intrínseca, la subdivisión entre mundo antiguo, moderno y contemporáneo.

No podía prescindir de las imágenes arquitectónicas para acompañar este texto. He seleccionado una para cada capítulo. He elegido lo que es más representativo para la cultura historiográfica y el sentir común. Son máscaras (fantasmas, si se prefiere) de aquello que lo obvio esconde, la infinita variedad tanto del arte como de la arquitectura.

Doy las gracias a mi mujer por sus valiosos consejos y por las fatigosas lecturas y relecturas; a Luciano Franvalanci por las reflexiones teóricas y críticas que le debo, a Giorgio Pigafetta por todo el trabajo que hemos realizado juntos sobre cuestiones de la historia y la estética de la arquitectura, ya desde el lejano 1982. Inevitablemente presentes en este libro están las huellas de su pensamiento y su trabajo. Finalmente, agradezco a Remo Bodei sus muchos consejos.


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I

De lo sagrado a lo bello. La sensibilidad arcaica

La palabra arquitectura deriva del griego architektonía. Se compone de archi-, partícula preposicional que denota superioridad, preeminencia, excelencia, y tektonía, que significa construcción. Arch-e´ designa lo que es en principio: es lo que se encuentra en las profundidades mitológicas y proféticas del origen; pero es también lo que se impone por principio, porque es evidente, lógico, elemental. Se refiere a una primacía de grado (poder, reino, dignidad) y de tiempo (inicio, principio).

El hombre es constructor: construye pensamientos, razonamientos, lenguajes, cosas, técnicas. Al construir pone en acción el arch -e´ de lo que es por principio razonable y tecnológicamente posible, pero también lo que tiene calidad, grandeza, esplendor, para poder evocar o representar aquello que está en el inicio del tiempo. Al invocar un arch -e´ se refiere, sobre todo, a lo que existe intemporalmente, incluso cuando se refiere al tiempo mismo, a los lugares, a las necesidades, a los sistemas económicos, a las ideologías. En el mundo griego con el término architektonía no se designaba cualquier construcción: el constructor de casas era llamado oicodómos y la palabra téct -on se refería al obrero especializado, al artesano, al herrero con más frecuencia que al carpintero, con el valor genérico de constructor.

La palabra téct -on deriva de la raíz √*tak, de la que nacen palabras como técnica, techo, tectónico, tejido. Habla de un hacer y también de un componer: así sucede en sánscrito con taksan, carpintero; en el persa antiguo con takhsh, fabricar; en griego con t e ´ych -o, fabrico, produzco, te^ychos y toîchos, construcción, muro, protección, pared.

La misma raíz genera también tíkt -o, que significa procreo, produzco, genero. También en ella tienen su origen las palabras latinas te + ge + re y texe + re. Te + ge + re (griego stégein) significa cubrir, recubrir y proteger. Da lugar a tegumen, que significa cubierta, cobertura, pero también vestido, armadura, yelmo, casco, estera, bóveda, protección, techo. Se convierte en toga, el hábito usado por los romanos en ciertos actos civiles o religiosos. Abitum es la palabra para vestido –tejido, generalmente–, pero también para vivir en un sitio, tener un domicilio propio. El latín ha + bito deriva, a su vez, de ha + be + o, tener. Vivir es un tener, un tener un techo propio, un tener ciertas costumbres, un tener un modo de ser.

A partir de te + ge + re se forma la palabra t-ectum, techo (griego stégos y tégos), lo que realiza la acción o efecto de cubrir gracias a un acto técnico que es por su propia naturaleza un ensamblaje, un poner y mantener juntos, unir. Se presume que, «en su origen», la construcción para habitar no era sino un conjunto de ramas entrecruzadas con el fin de cubrir un refugio ocasional.

De la raíz deriva también el término griego tektonikós, lo que concierne al arte de la construcción, y el latino tecto + + cus, que se refiere a cualquier cosa de estructura sólida.

Si te + ge + re significa cubrir y proteger, texe + re significa urdir, entrelazar, tejer, confeccionar, y asume el valor alegórico de orden, unión, proporción de las partes.

La arquitectura es, siguiendo este juego etimológico, un arte, una técnica para construir cosas excelentes, cosas fundamentales . A través de la construcción, que es un entretejer, urdir, unir, ordenar ciertas partes entre sí, el hombre habita la tierra, le da y toma su forma.

El arquitecto es arch -e téct -on, detenta, por tanto, el poder mitológico y lógico, arch -e´ , sobre la técnica. Es responsable de la misma. A él cabe la obligación de saber cómo se realiza la construcción y cuál es su significado. Debe dominar la técnica, indicando a los constructores cómo la obra debe ser llevada a cabo. Pone orden; pero para tal fin debe tejer tramas, poner trampas, hacer redes, esconder maquinaciones, urdir engaños; es un estratega, es una de las muchas caras de Ulises.


Son muchos los fines de la arquitectura y muchos los modos en que es entendida; y muchos los términos que, una vez sometidos a examen, pueden ayudar a comprender las maneras en que la arquitectura es comprendida y, por tanto, su esteticidad, antes de que haga acto de presencia la objetivación de lo bello y su ontologización.

Por ello, haremos referencia, con la ayuda de la lingüística comparada y de la antropología cultural, a esas palabras que designan la casa, el templo, la ciudad: en definitiva, el habitar, en el marco de esas culturas a las que tradicionalmente llamamos indoeuropeas. Entre ellas se encuentra, obviamente, la cultura griega, que representa en nuestro esquema interpretativo el lugar de formación de la cultura occidental.

¿Cómo llamaban los indoeuropeos a su habitar y qué «pensaban» y «sentían» sobre tal habitar los indoeuropeos? Tres raíces indoeuropeas designan a su vez tres maneras distintas de habitar: √geu, √*keu y √dem.

La raíz √geu sirve para formar el griego gy´p -e que significa vivir en un hueco. Tal raíz se usa para hablar de elementos curvos, cóncavos o convexos, existentes en la naturaleza, por ejemplo, una caverna o una garganta (entendida bien como órgano anatómico, bien como formación orográfica). De la misma raíz nacen también palabras como el avéstico gufra, que asume el carácter de lo profundo y misterioso, o el sánscrito gur, que se refiere a esconder. La raíz √geu servirá, por tanto, para formar palabras vinculadas a un habitar estacional o a habitáculos ocasionales propios de pueblos nómadas. Cuando tales pueblos se establezcan, la raíz √*keuse utilizará para indicar construcciones provisionales, accesorias, incómodas.

En la cultura de las poblaciones estables aparecen palabras derivadas de la raíz √*keupara referirse a habitáculos hundidos, creados a partir de un accidente anteriormente existente, un agujero, sobre el que se ha de apoyar una techumbre de pieles o de ramaje. El significado fundamental de la raíz √*keues el de cubrir, envolver, y designa, a diferencia de √geu, una actividad, un acto.

Exhibe, en cualquier caso, el valor de algo plegado que, al plegarse, define un espacio en el que encerrarse y encerrar, cubriendo con una superficie redondeada. Es por ello que en el ámbito de aplicación de esta raíz encontramos nociones como las de técnicas para redondear un objeto, las referentes a jarras y recipientes variados de contornos curvos o las de hundir en el terreno.

Al cotejar ambas raíces encontramos entre las palabras derivadas de ellas muchas coincidencias. En lo referente a las intenciones, lo que resulta significativo es el desplazamiento de la raíz √*keuhacia el ámbito de lo artificial, un cambio hacia el campo de la fabricación de productos (por ejemplo, vasijas o tazas con líneas curvas) que nos hacen también considerar como posible una derivación hacia el término cúpula¸ a través del término copa. La cúpula es vista como una taza puesta del revés.

Pero también nos interesa otro aspecto de las posibles derivaciones de la raíz √*keu. En su familia léxica está presente el valor de la altura, la emergencia, que podría hacernos pensar en una analogía con la raíz √geu, con esa raíz que remite a algo ya presente en la naturaleza. En realidad, el factor orográfico asume para estas poblaciones nómadas un valor importante no sólo debido al hecho de que tales elevaciones sirvan para identificar lugares determinados o para divisarlos desde lo alto, es decir, para defenderse, sino también porque se conciben como elementos que, en oposición a la llanura, desempeñan una función activa. Resulta significativo el hecho de que la misma raíz, aplicada al cuerpo humano y animal, tienda a representarlos en el acto de doblarse. De tal modo, la raíz √*keu, indica al mismo tiempo lo que emerge, el esfuerzo de doblar y expresa «una carga de potencialidad dinámica no sólo desde el punto de vista extrínseco, físico, sino también desde su aspecto intrínseco, mágico, ya que para la sensibilidad indoeuropea la punta (...) representa vitalidad y se convierte en símbolo del crecimiento (...) como empuje hacia adelante, en tanto constituye la forma más adecuada para abrirse camino, para salir a la luz, penetrando y atravesando con facilidad cualquier obstáculo, la forma que reúne en sí las cualidades idóneas para la velocidad»1.

Es de este modo como a una interpretación fundamentalmente etnográfico-constructiva, basada en las necesidades y el medio, debemos añadir otra, que en absoluto invalida la primera, de naturaleza mágicolingüística. El tímpano, como la cúpula, no son sólo modos de cubrir un espacio y resguardarse de lo externo; en ellos encontramos tanto los valores de la flecha como los del arco. Y quizá no sea casualidad que el término arco se use en español e italiano, lenguas de indudable matriz indoeuropea, para nombrar al mismo tiempo un arma y una estructura propia de la construcción.

También de la raíz √*keunacen palabras que conservan el significado de esconder, como el griego key´th -o o el godo hird, que tiene el valor de tesoro. Sobre la cuestión del esconderse, resulta de gran interés la comparación con otra raíz, √kel, que expresa la idea de habitación, pero que tiene como valor fundamental el esconder. De √kel deriva el sánscrito cala, cabaña, casa, estancia; el griego kaliá, cabaña, y el latín cella, así como con el término griego kaly´pt-o , que significa cubro y también velo y manto, y el latín c-elo, cubro, escondo. Pero también nos encontramos con el latín co + lor, color, tamiz que cubre un objeto, así como con el gaélico colum, piel. Tales términos pueden valer también como cáscara, envoltorio o revestimiento protector. El habitar viene a ser, por tanto, un esconder y un cubrir, lo cual presenta connotaciones enigmáticas. Pensemos en esta extensión de significado que se produce entre celda, lugar donde me escondo, y color, superficie que cubre, al comprobar el uso constante del ocre rojo en el rito sepulcral de las tribus europeas y el ocre de los primeros templos dóricos. El rojo implica, sin duda, la voluntad de disimular el estado de inercia del muerto, vertiendo en él la «sangre», que fue tiempo atrás su principio vivificador, para así sustraerlo de los ataques de fuerzas mágicas hostiles.

De este modo, la raíz √kel se convierte también en parte de la terminología propia del reino de los muertos, como sucede en el godo halja, infierno, y en la antigua lengua nórdica con hel, reino de los muertos.

Estamos ahora ante la raíz más importante, √dem. Ésta plantea notables problemas a los lingüistas, sobre todo al cruzarse en el camino con otra raíz, √dom. Pero pienso que en este lugar deberíamos obviar las cuestiones propias de los especialistas y centrarnos en otras de carácter más general. La raíz √dem origina el griego dómos y el latín do + mus, que significan casa. Tal raíz implica ya la idea de construcción. Así encontramos el griego dém -o , que significa precisamente construyo. Se refiere en particular a las construcciones de madera y aparece, sin duda, en el momento en que los indoeuropeos empezaron a diseminarse partiendo de Centroeuropa para convertirse en sedentarios en otros lugares, en el momento, en definitiva, en que comenzaron a fabricar construcciones de leña duraderas. Son muchas las palabras y los significados que nacen a partir de estas dos raíces, particularmente el de domar: podemos ver su huella (si bien por derivación indirecta) en dominar y domesticar. Por otra parte, puede interpretarse la acción de construcción expresada por √dem como una acción dirigida sobre todo a someter la materia a la voluntad del hombre a través de técnicas específicas. Nos remite a una serie de acciones como «abatir los árboles necesarios, cercenar sus ramas, torcerlas, darles forma y cortarlas en ciertos puntos, fijarlas en el sitio exacto y acoplarlas la una con la otra...». Crear el esqueleto de una casa es «desde el principio hasta su culminación un esfuerzo realizado en oposición a la naturaleza, como un pequeño drama desarrollado entre ésta y el hombre»2.

Consideremos las siguientes formas derivadas y analógicas del español procedentes de las raíces √dem-dom: dominio, domar, doméstico, domicilio, demiurgo, democracia, o el italiano duomo. Esta última se usa por elisión o por antonomasia de Domus Dei, casa de Dios; pero presenta otra derivación en el francés dôme, cúpula. Uno de los conceptos fundamentales para comprender la cultura griega y, por tanto, toda la cultura occidental, es el vinculado a la palabra d ^e-mos, concepto territorial y político, que designa una parte de territorio y el pueblo que allí habita.

La arquitectura, al ocupar el espacio, crea el lugar, es decir, permite la identificación, no sólo de los sujetos, sino también de los espacios; convierte en determinado (reconocible) lo indeterminado, en distinto lo indistinto de la naturaleza.

En el contenido de las palabras analizadas figuran también las técnicas, los materiales y las formas; por ejemplo, se refieren a un cierto entrecruzamiento o asumen el significado de techo o de ángulo. La palabra no habla sólo de la cosa, sino también de la lógica que la regula y de las relaciones que se establecen entre la cosa misma y quien la crea, entre el producto y el productor.

Sale a la luz, de este modo, esa extraña relación entre el cubrir, recubrir, velar, colorear, construir y esos otros aspectos inferiores, subterráneos (ancestrales y primigenios) que dotan de matices extremadamente problemáticos a otro de los grandes temas de la estética de la arquitectura, el de la decoración o el ornamento.

Dos aspectos parecen relevantes: la artificialidad de la arquitectura y su aspecto litúrgico, exorcizante, ritual, social. Ambos resultan, sin duda, «evidentes» en el mundo arquetípico que estamos intentando evocar; no obstante, a pesar de difuminarse en la progresiva desmitificación y desacralización de la cultura occidental, esos valores quedan como residuo, como inconsciente, o como tensión irracional en relación a la arquitectura y, por tanto, en su percepción y/o su reflexión estética.

Todo se entremezcla con la dimensión sacra. Para hablar de lo que él llama el hombre religioso, Mircea Eliade identifica una oposición fundamental entre lo sacro y lo profano. Para el hombre religioso, «el espacio no es homogéneo; los espacios consagrados tienen una forma, mientras los profanos son amorfos». La oposición sacroprofano adquiere valores ontológicos: lo real es sólo aquello que ha sido consagrado y que por ello tiene forma; lo que queda al margen es caótico. Lo real es aquello que aparece como manifestación de lo sagrado en una realidad profana. Este paso de lo amorfo, del caos, a lo que tiene forma, acontece por un acto divino que funda el mundo y que el hombre religioso reproduce. Se trata de una experiencia primitiva, que opera constituyendo un «aquí» y un «otro lugar», un punto fijo, un centro y, por tanto, una orientación. Se trata de una auténtica lucha contra el caos que el hombre lleva a cabo al calificar el espacio. Es evidente que todo acto relativo a la toma de posesión de un espacio, construir una casa, un templo, una ciudad asume un valor cosmogónico ritual.

¿Cómo tiene lugar la sacralización del espacio? Es necesaria una ceremonia, un suceso que justifique tal sacralización: un acontecimiento inesperado, un evento propicio, un signo ocasional o producido; y, por consiguiente, una delimitación, una circunscripción que ponga orden, que posibilite una orientación, que establezca el dentro y el fuera, el sí y lo otro, el orden y el desorden. Se crea, de este modo, un mundo consagrado, análogo al kósmos, que permite la comunicación con los dioses, y otro caótico, distinto, extraño.

El hombre religioso quiere vivir en el kósmos, en la totalidad del universo, en el orden; sus técnicas de caracterización, orientación, construcción, reproducen miméticamente la obra de los dioses. Recordemos que el término mímesis significaba originalmente la expresión de los sentimientos y la manifestación de las experiencias a través del movimiento, el sonido y la palabra. Se refería, por tanto, fundamentalmente a la choreía, la danza del grupo, la de los ritos dionisíacos. Los antiguos griegos disfrutaron desde el principio de dos tipos de arte, uno expresivo, conjunto de poesía, música y danza; el otro constructivo, formado por la arquitectura integrada con la escultura y la pintura.

Nietzsche obtuvo, a partir de la diferencia entre arte expresivo (activo) y constructivo (contemplativo), aquella otra entre lo dionisíaco y lo apolíneo, entre el mundo de lo orgiástico y el del orden. En realidad ambos tendían a alcanzar un único sentido: una idéntica mímesis envolverá la reflexión sobre todas las artes, tanto del hacer como del copiar. Mím -esis deriva de mímos, aquello que imita. Probablemente el sacerdote imitaba en su danza ritual animales o sucesos, lo cual asumía un cierto valor mágicoapotropaico, preparaba para sentirse en unidad con las fuerzas de la naturaleza, tenía función catártica, y procuraba satisfacción y placer. Era, en definitiva, un fenómeno de una radicalidad «estética» casi absoluta.

Volvamos al hombre religioso y a su relación con el espacio, con la arquitectura. Si cada una de sus acciones pretende subrayar su propia pertenencia al kósmos a través de la identificación de un espacio sagrado, la puerta se convertirá entonces en lugar de paso de lo sacro a lo profano; la columna será el axis mundi, columna que sostiene la carpa celestial poniendo en comunicación tierra y cielo (dando lugar al espacio); el templo será imago mundi. Será el lugar donde se haga visible la orientación, en tanto es «cuadrado», tiene cuatro direcciones, direcciones que siguen el movimiento del sol, simbolizado a su vez por el rectángulo; será omphalós, ombligo del mundo, lugar de la toma de decisiones que separándose de ese mundo se otorga fundamento.

El templo no es sólo imago mundi, es también reproducción (pero no representación) en la tierra de un modelo trascendental; es copia de un arquetipo celeste, el cual santifica sin cesar el mundo porque lo representa y lo contiene.

No puede dejar de reconocerse con Eliade la profunda conexión existente entre lo sagrado, la delimitación y definición del espacio, y la arquitectura. También en este caso, encontramos confirmación en las palabras: templo deriva de templum y éste de témenos, recinto, lugar separado, dedicado a los dioses; a su vez derivado de témn -o, corto, separo, divido. Tal y como nos enseña Varrón, en su significado primitivo indicaba un fragmento de espacio aislado que el augur delimitaba con su varilla a fin de circunscribir el perímetro dentro del cual interpretar el vuelo de los pájaros.

El paso del mundo prehistórico al histórico viene caracterizado por una progresiva normalización de lo sagrado. Su terror dionisíaco se convierte, lenta pero inexorablemente, en piedra, se hace monumento.

¿Se oculta algo de ese terror en esas piedras perfectamente talladas?, ¿hay algo antes de la posibilidad misma de que el tiempo sea imago mundi? Dicho en otros términos: ¿Apolo, orden y medida, esconde dentro de sí a Dionisos?, ¿persisten en las formas bellas signos de lo tremendo?, ¿cuando se piensa en lo bello no será quizá necesario pensar antes en lo sagrado?

No hay tribu sin tótem; no hay sacrificio sin víctima. El tótem es el lugar del sacrificio, pero también memoria de un sacrificio original. La tribu, al erigir uno de ellos, toma posesión de un lugar indicando su centro, ha permitido que el espacio tomara forma para la comunidad. Antes de que fuera alzado, el totem había sido un animal asesinado. La sangre habría dado color a la piedra del sacrificio, la habría «adornado» cubriéndola. Adornar deriva, según Curtius, de la raíz √var, cubrir, que se encuentra en sánscrito en la palabra varna, color. En la punta del tronco se colgarían posiblemente los restos de las víctimas, sus cabezas, cuernos, esqueletos. De su ser centro del mundo, el tótem se convierte también en un modo de cercar, de sacrificar el espacio. Multiplicándose se hace «entorno», se hace témenos, claro sagrado, construcción, templo. Entre tótem y tótem, en la horizontal del cielo, se coloca el arquitrabe, o sea, la viga «primera»; los restos del sacrificio se convierten en capiteles, que significa «lo que está en la punta», pero también caput, cabeza. Entre los arquitrabes y el fuste un ábaco, unas armillas y en medio el equino. El ábaco es la tablilla para contar; las armillas los brazaletes concedidos a los guerreros que habían demostrado su heroísmo matando a muchos enemigos.

En la parte superior del totem nos encontramos con el trofeo. En griego trópos significa estilo, inversión, torsión y está conectado con el significado de trofeo, el cual se plantaba en el punto del campo de batalla donde las hordas vencedoras se daban la vuelta para comunicar a gritos la victoria a quienes se encontraban en la retaguardia: por fin se podía dar la espalda al enemigo. Ahí se alzaban los trofeos, maniquíes compuestos con brazos, armas y yelmos de los enemigos masacrados. Eran concebidos para satisfacer a los espíritus y prevenir la ira de las divinidades: cada asesinato, aunque sea bélico, necesita de un rito de justificación y restitución analógica, un resarcimiento por aquello que se le ha quitado a la vida, a la naturaleza, a la existencia, a los dioses. De esta manera nace lo sagrado. La muerte de los enemigos se ve transformada, invertida, de asesinato en sacrificio.

El equino, elemento a modo de almohada que acopla al ábaco el fuste de la columna, deriva del griego echînos, erizo. El erizo es en la tradición persa –y es sabido lo mucho que los griegos deben al Oriente– el consejero escuchado por los hombres, que reencuentran gracias a él el sol y la luna, desaparecidos durante un tiempo. Es el inventor de la agricultura, es la síntesis y el héroe civilizador, vinculado a los comienzos de la sedentarización de los antiguos nómadas.

Alrededor tenemos los frisos, o sea, el trabajo de los frigios, pueblo del Asia Menor considerado como el inventor del arte del bordado, el mismo que se usa en las vestimentas litúrgicas. Y como cubierta encontramos el techo de dos aguas y el tímpano, también él lleno de valores simbólicos. Tímpano es el mismo término usado para nombrar la membrana interna del oído, derivado de t ´yptein (batir, golpear), que da lugar también a las palabras tipo y timbre. Era también un instrumento sagrado, usado en el culto a Cibeles, compuesto por una piel seca estirada en un pequeño bastidor rodeado de campanillas.

Nos encontramos de nuevo con la relación entre arquitectura y música. Debemos recordar que «ni siquiera el nacimiento de la propia música es concebible sin una muerte en forma de sacrificio; el uso de la flauta de hueso, de la lira de tortuga, del tímpano revestido con la piel de toro, se impone con la idea de que la fuerza sobrecogedora de la música deriva de la transformación y la superación de la muerte»3.

Gran difusión alcanzan los sacrificios vinculados a la cimentación de las obras: «una casa, un puente, un dique de contención perdurarán sólo si bajo ellos descansa una vida destruida»4.

Para los griegos

(...) el ritual del sacrificio prepara y culmina una expedición militar. Se realiza un sacrificio preparatorio en la partida, con adornos y laureles antes de la batalla, como si se tratara de una fiesta. Los sacrificios con descuartizamiento introducen la acción sanguinaria, que para Homero es érgon (fuerza, potencia). Ya en el campo de batalla se erige después una señal, el tropaîon, como testimonio sagrado y perenne; a esto le sigue el solemne enterramiento de los muertos, que ni siquiera el vencedor puede negar al vencido. Las exequias son casi tan importantes como la batalla misma, incluso más duraderas: sobre ellas se cimienta el «monumento » que allí queda5.

Aquellos templos, que aún hoy parecen ser signo del sentido del orden y la medida, que en su majestuosa sobriedad parecen encontrarse «más allá del tiempo», no son, quizá, sino restos de terribles ritos ancestrales, formas memoriales de sucesos crueles, de cabezas cortadas y conservadas, como el cráneo de un buey, de víctimas cuyos restos se colgaban en lo alto de estacas dirigidas al cielo. Eran quizá objetos culturales, depósitos macabros de trofeos y eran también decoración: la decoración como testimonio de la gloria y de la fama. No olvidemos que el término decorar tiene además como derivados al sánscrito dacas, gloria, y al griego dóxa, fama.

Aquellos templos estaban pintados con ocre rojo, no tanto porque se hallase fácilmente en la naturaleza o porque fuera «agradable» a la vista, sino porque eran «resto» de la sangre del sacrificio. Aquellos templos no son, quizá, sino sublimaciones de lo tremendo.

Lo sagrado precede y funda lo bello.

Imaginemos un primer hombre –por supuesto, jamás ha existido– que quiere transformar la selva (el caos) en claro (el orden): se trata de su supervivencia. Recorre el bosque buscando «direcciones». Es nómada. El héroe «penetra en el universo caótico poblado por seres monstruosos (...) Combate contra los monstruos, fija la posición de las montañas y los ríos, da nombre a los seres, transformando, por consiguiente, el universo en una imagen simbólicamente regulada»6. Cazador y recolector, conoce su territorio y a sí mismo a través de sus desplazamientos. Descubre el fuego y lo domina. Construye instrumentos animando con el gesto técnico lo inanimado y lo inerte. «La flecha no existe sino gracias al tiro del arco y a todas las imágenes de movimiento que sugiere; el ágora es algo distinto de una superficie vacía, en cuanto la sociedad encuentra en él el espacio del que parten los caminos de su integración universal»7. Domestica el tiempo y el espacio, los hace humanos, escenario en el que el hombre domina la naturaleza. Representa. «El primer momento de la evolución en que aparece la figuración es aquel en que el espacio de un hábitat se separa del caos externo». Con el primer habitáculo aparece la primera representación, y es una representación rítmica, expresión del cuerpo y decoración, nacida dentro de un recinto, perímetro de seguridad, refugio, en el que tienen lugar los ritmos socializadores, en el que se imitan los ritmos de la naturaleza construyendo la abstracción, tomando posesión del espacio y del tiempo. El hábitat que ha permitido «la creación de un ambiente eficiente desde el punto de vista técnico, la creación de formas de encuadre en el sistema social y la identificación de un orden a partir de un punto dado en el universo circunstante», se hace ciudad. El pensamiento cosmogónico, a través del cual se expresaba una sabiduría tendente a la búsqueda de una explicación que aplacase «en el hombre la angustia de existir como creador del orden, solo en el centro del caos natural»8, se hace metafísica, es decir, forma lógicoracional del pensamiento, del mismo modo en que se construye el templo, símbolo del universo controlado. Ese templo es recinto (témenos) y rhythmós, integración del espacio-tiempo, lugar donde la estética funcional de la mano se hace estética social. El ritmo de la naturaleza, una vez dominado, se hace cultura, así como la inercia de la materia se hace forma y arquitectura.

El código de las emociones estéticas, fundadas en propiedades biológicas comunes a la totalidad de los seres vivos, el de los sentidos, que permiten una percepción de los valores y de los ritmos, se hace construcción y visión. El primer hombre ha, de este modo, discriminado orden y desorden. La angustia de ser creador de orden le asoma al horror vacui.

Recolecta los frutos de cada estación, los junta, los ordena secuencialmente. Uno encima del otro, o seguido del otro. Al igual que su andar, tendrán una dirección, una secuencia, un ritmo, un lleno y un vacío, un número. Aprende ordenando numéricamente. Ese orden, nacido para crear claros en la selva y hacer previsible el futuro, es ornamento, y en el ornamento nacen las matemáticas y la geometría. De este modo se humanizan el espacio y el tiempo; de este modo el vivir será un construir, que creará al mismo tiempo lenguajes, instrumentos y símbolos.

Todo lo que hemos escrito hasta ahora denota un valor religioso, ético, político, gnoseológico; pero, para gozar de una auténtica dimensión estética, debe plantearse con fuerza el problema de lo bello. Se debe, por tanto, pasar de lo sacro a lo bello, del primado de la naturaleza al de la cultura, y ello acontece en el mundo griego. Aquí lo terrible, sublimándose, se hace bello.

Notas al pie

1 G. Buti, La casa degli Indoeuropei, Florencia, 1962, p. 50.

2 Ibídem, p. 77.

3 W. Burkert, Homo necans. Antropologia del sacrificio cruento nella Grecia antica, Turín, 1981, p. 46.

4 Ibídem, p. 46.

5 Ibídem, p. 51.

6 Cfr. A. Leroi-Gourhan, Il gesto e la parola, Turín, 1977.

7 Ibídem, p. 364.

8 Ibídem, p. 385.


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II

Analogía y simetría. La Época Clásica, de Pitágoras a Platón

Hay una cuestión que se encuentra en el origen de la reflexión occidental sobre la arquitectura: la naturaleza de la cabaña primitiva. El materialismo tradicional, al preguntarse sobre el origen de la civilización, responde con este sencillo esquema: en un primer momento el hombre vive en una condición casi ferina, conviviendo con el resto de los animales. De modo casual (o por un don divino, como sucede por ejemplo en el mito de Prometeo) tiene lugar el encuentro con el fuego y, tras un primer instante de terror, el hombre comprende que puede utilizarlo para calentarse, para mantener alejadas a las fieras, para cocinar los alimentos, fundir los metales, transformar el barro en cerámica, construir utensilios. El hombre descubre entonces la utilidad de estar en compañía, de la convivencia y de tener un lenguaje que elaborará mediante formas convencionales. Construye la vivienda para él y la ciudad para todos. Se hace civil. Se hace homo faber, y la arquitectura asume un papel central en la historia de la evolución humana. Da comienzo el progreso, dirigido siempre hacia estadios cada vez más superiores de civilización.

Este esquema, que encuentra sus orígenes tanto en Demócrito como en Anaxágoras, adquirirá gran predicamento con Aristóteles. Será después retomado por la cultura latina, propensa a posturas, por así decirlo, «ilustradas», sobre todo con Lucrecio, Luciano, Varrón y Cicerón. Vitruvio dedicará a este tema el segundo libro de su De Arquitectura, llevando a cabo la descripción de la primitiva cabaña y, por tanto, de la arquitectura arquetípica1.

Más adelante estudiaremos las implicaciones estéticas de la sistematización que de la arquitectura hace Vitruvio; por el momento nos basta con llamar la atención sobre el proyecto antropológico que regula esta argumentación y sobre el hecho de que tal esquema se convertirá en lugar común en la antigüedad, en el Humanismo y más adelante aún, llegando hasta mediados del dieciocho e influyendo en todas las posiciones teóricas y críticas de corte clasicista. La «naturalidad» de tal proyecto, unida a su racionalidad, permitirán su asunción con valor normativo.

A partir de ese estado de cosas surge también otro tema fundamental, el de la mímesis. Será también Demócrito quien explique los inicios de la civilización humana sosteniendo que el hombre toma como modelo al animal: de la araña aprende a tejer y a coser, de la golondrina a construir su casa, xàta mím -esis2; esa mím -esis que da paso a la habilidad técnica, y que Vitruvio, al haber adoptado un punto de vista etnográfico, podrá aplicar no sólo a la naturaleza, sino también a sus semejantes. El hombre aprende imitando a la naturaleza y a sus semejantes.

La historia de la arquitectura coincide con la historia de la civilización, historia caracterizada por el paso de lo necesario a lo superfluo. El acto de construir una casa no estaría así en función sólo de la protección o la defensa, sino también del mejoramiento de la vida, de la eliminación o reducción de la fatiga, de la búsqueda del placer hacia formas de vida cada vez más refinadas y elegantes. Quizá fuera al responder a la necesidad, construyendo sus defensas, poblando la tierra, reconociéndose distinto a la naturaleza, cuando el hombre se dotó de lenguaje y pensamiento. Su carácter «terrible», en el sentido señalado por los trágicos griegos, radica en su no pertenencia a la naturaleza, a pesar de su dependencia respecto a ella: el hombre toma de la naturaleza, para después intentar resarcirla con lo sagrado, con los ritos, con los templos.

Así nos habla Sófocles en el Coro de su Antígona :

Portentos, muchos hay; pero nada es

Más portentoso que el hombre.

El hombre

Descubrió las leyes de la vida dentro de la ciudad,

Construyéndose una defensa contra la lluvia y el invierno

de modo que aprendió

el uso del lenguaje

y el movimiento veloz del pensamiento

La arquitectura humana es lenguaje y pensamiento, es desnaturalización.

La imagen de la cabaña primitiva encuentra su primera «figura» en el templo griego. La aparición del templo –en particular del dórico– con sus formas y su lógica marca el origen de la subjetividad occidental y con ella de un dualismo formado por términos lógicamente extremos, como identidad y diferencia, lo igual y lo distinto, el sí mismo y lo otro, transformados en un sistema lógico. Para comprender la estética de la arquitectura griega es necesario dar sentido a la aparición de esta subjetividad o, si se prefiere, del lógos occidental. Éste viene determinado por la separación entre percepción sensible (aísthesis) y pensamiento (noûs)3 , por el hecho de que lo registrado por los sentidos se considera engañoso, mientras que la verdad es propiedad del pensamiento, que, a través de la lógica, se estructura de modo autónomo. Las matemáticas, por ejemplo, son un instrumento para contar, algo propio de la experiencia sensible; pero en los griegos se convierte en un sistema lógico que tiende a hacerse autorreferencial. Nace así la geometría.

La autonomía del pensamiento frente a la percepción sensible opera de modo que lo bello deja de encontrar su propia dimensión en la «simpatía», en el experimentar algo gracias a las sensaciones compartidas con lo existente (significando aquí sym-pathé -o sufrir, experimentar con), o con el carácter terrible de lo sagrado, tal y como sucede en el mundo primitivo, pasando ahora a objetivarse en el pensamiento.