Cubierta

ROSA VENTRELLA

BENDITO SEA EL PADRE

Traducción de Mónica Herrero

Edhasa

Bari, en la década del setenta. Rosa vive con sus dos hermanos, su padre y su madre en un barrio pobre de la ciudad. Aunque la niña por entonces apenas lo perciba, la casa reproduce la violencia que impera afuera. El padre, un señor de aspecto angelical y porte elegante, es en rigor un tirano; aquel que puertas adentro gratifica con humillaciones y castigos. Cuando Rosa crece lo sufre en carne propia. Quedarse ahí es morir un poco cada día.

Por eso al conocer a Marco se abraza a él como a una tabla de salvación. Huyen a Roma, se casan. El sueño dura poco: ese matrimonio es una tiranía de cuño nuevo, el marido ejerce sobre ella una crueldad similar a la que vivió su madre. Se ve en un callejón sin salida, cuando le anuncian la muerte del padre. Debe volver a su antigua ciudad, enfrentar el pasado: la atracción que sintió entonces por un hombre mayor que ella y dejó pasar; la amistad prohibida con una prostituta, el odio al padre que todavía la consume. Debe buscar ahí las claves de un presente que no le da descanso, de un círculo vicioso que no consigue romper.

Como en Susurros de belleza, su aclamada novela anterior, en Bendito sea el padre Rosa Ventrella huye de las simplificaciones para adentrarse en el terreno ambiguo y vertiginoso de las emociones amorosas. Narra la historia emocionante y dura de una mujer marcada por la violencia masculina, y por las huellas perdurables que engendra.

Al mismo tiempo, su escritura se rinde a la voluntad de conjurar ese daño, de hallar el difícil atajo donde la felicidad plena sea posible.

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Índice

11 de diciembre de 2002

Acepté volver a ver a Marco en nuestro restaurante preferido en Testaccio.

“Tengo que hablarte”, me dijo y no pude decirle que no.

Atravieso el centro a paso lento, zigzagueando entre los músicos ambulantes, los mercados navideños, tratando de revolver entre los pensamientos, de ubicar los momentos de mi vida en los que he sido verdaderamente feliz. En un callejón, los acordes de un piano inundan el aire con notas tristes que recorren mis entrañas y, luego, vuelven a salir. Me detengo a observar la fachada del restaurante. El techo refleja la luz y encandila como si fuera de oro; sobre las paredes blanqueadas a la cal, la puerta azul y las ventanas redondas parecen una boca y dos ojos pequeños. Espero para entrar porque siento en el estómago un nudo duro y seco, un dolor vago, antiguo y nuevo. “Rosa, se acabó —me digo mirándome detenidamente en la ventana—. No eres tu madre. Supiste decir basta”.

No soy más Rosa, tampoco Rosè. Ahora soy Rose. Entonces, todo cambia. Marilyn me llamaba Rose. Un día, hacía mucho tiempo, me había dicho que era un nombre refinado, que le recordaba ciertos salones elegantes.

Cuando lo vuelvo a ver, esperándome en una mesa apartada, me parece reconocer lo que alguna vez me condujo hacia él. Reencuentro en su cuerpo los troncos nudosos de los olivos de nuestra tierra, esa madera dura que hunde las raíces en la arcilla pedregosa. Se ha vestido bien para reunirse conmigo. Ha peinado los cabellos hacia atrás para liberar la frente espaciosa y tiene un perfume bueno, distinto del de costumbre. También me arreglé con cuidado, poniéndome un viejo vestido floreado que ya me va ajustado, alisándome el cabello y calzando un par de zapatos nuevos. En realidad, sin motivo verdadero. Quizá, aunque los amores terminen, merecen el mejor vestido. Lo miro y siento el vértigo del salto al vacío, como cuando en la niñez sueñas que caes a un precipicio sin fin y buscas en vano aferrarte a un punto de apoyo. Un amor no se arregla como un juguete roto.

Es triste el final de una historia, ese hilo sutil que se deshace…

 

Para hablar de ella, de Giulia, es para lo que nos hemos reunido. ¿Cómo se organiza un hijo luego de una separación? El fin de semana con el papá, las vacaciones de verano, las fiestas de Navidad. ¿Todas las raíces muertas que los rodearon también a ellos, a los hijos, dejan marcas? Las raíces con que mi padre nos envolvió se hicieron coriáceas, invadieron todo, dieron vida a otros árboles ya estériles, áridos y rotos. Pues bien, así me siento ahora. Un árbol estéril, solitario. ¿Qué decías, papá? ¿Que nos parecíamos? Los mismos ojos, los mismos pómulos salidos de la carne y alma de pez, negra, negra como un pozo profundo. Solo se lo confesé a ella, a Marilyn, “Mi padre le levanta la mano a mi madre”, como si en el fondo toda mi vida estuviera condensada en ese momento primigenio. Si intento cerrar los ojos, me parece estar todavía allí, atrapada en el estrecho agujero de mi infancia. Y escucho voces, el parloteo de las comadres, los perjurios, las maldiciones, las plegarias apagadas. Quizá esas voces forman parte de mi pasado, de mi presente y de mi futuro.

Por unos instantes hablamos de Giulia, Marco y yo.

—Me parece que lo tomó bien —digo.

—Sí, siempre fue muy madura —dice.

Problema resuelto. ¿Las raíces que la envuelven de pronto han caído? ¿La han liberado? ¿Murieron con nuestra historia? Es el fin de todo. Nos hemos salvado.

Luego está el silencio, que confirma el hecho de que solo ella, nuestra hija, queda para relacionarnos. Todo lo demás está olvidado, diluido, podrido. Contemplo el líquido de color ámbar en la copa. Lo pidió él, un vino generoso, dulce y muy alcohólico. Hay un brillo en el centro, como si adentro resplandeciera una llama. Marco se da vuelta incómodo para observar las otras parejas sentadas en las mesas cercanas, pero yo permanezco contemplando ese brillo, inmóvil, absorta, hipnotizada por la luz. En este lugar brindamos en nuestra primera salida juntos después del casamiento, brindamos en nuestro décimo aniversario y ahora al final. De repente, siento la mente y el cuerpo agotados. No puedo decir qué me debilitó en particular, han sido tantas cosas, algunas pequeñas, otras grandes, recuerdos, más o menos fragmentarios y, ahora, la suma de todo, pesa sobre mis nervios expuestos.

—Tengo que irme.

—Pero, ¿cómo? ¿Ya? ¿No tomas nada más? Aquí los dulces son buenísimos.

Sé que son buenísimos; es también mi restaurante favorito. Era nuestro lugar del corazón, ¿lo has olvidado? Pero ahora no sirve de nada recordar.

Sin recuerdos, sin dolor.

La otra noche, Giulia tiró una fotografía. El espectro de la otra yo, la que he decidido sepultar, la que se quedó niña, todavía con los cabellos con un corte al estilo príncipe valiente y las rodillas puntiagudas, me hizo volar hacia ese momento. Allí estaba, el retrato de nuestro día especial. Estás hermosa, Rosa. Hermosa y joven. Estás del brazo de Marco y ríes, porque el destino te parece un regalo y no pesa. A tu lado, tu madre y tu padre, y ríen también. Son todos ligeros como plumas. Tienes un vestido de casamiento bellísimo como una nube blanca igual que la nieve. Tu padre tiene su mejor traje y se ha peinado el cabello con una larga raya a la derecha.

Ahora me siento casi vieja y ese retrato pertenece al pasado. Toco en mi frente las primeras arrugas y veo la piel del rostro lustrosa y violácea, como el manchón de un maquillaje fallido. Vuelvo a pensar en esa foto mientras me preparo para dormir. Del encuentro con Marco no me ha quedado nada. Contemplo inmóvil la pared frente a la cama, los muebles y los cuadros proyectan sobre mí cortes y sombras.

Es casi medianoche cuando suena el teléfono. Me preocupa escuchar la voz de mi hermano Salvo. No hablo con él desde hace dos años, de la última vez que Marco y yo fuimos a Bari. Desde entonces, nunca un llamado.

—Hola.

Él se demora, tose, luego la voz se torna áspera, quebrada por el llanto.

—¿Qué pasó? —me tiemblan las manos y me cuesta respirar.

—Mamá —tartamudea.

—Mamá —repito en voz baja. Una pregunta, una invocación, una plegaria.

—Dicen que tuvo un ictus.

Cuelga poco después. No consigue continuar. Tampoco lo consigo y permanezco con el teléfono suspendido en el aire por algunos minutos, antes de llevar la mano a la boca para no gritar. Antes que nada, sin embargo, los aspectos prácticos. Advertir a Giulia y hablar con Marco. Tengo que partir enseguida. Me conecto con el sitio de Trenitalia y todavía me tiembla la mano. Consulto cuál es el primer tren que me sirve para llegar a Bari lo antes posible. Una y cuarenta. Quizá puedo conseguirlo, pero debo llamar ya a Marco para que pase a llevarse a Giulia. Me arreglo el cabello una infinidad de veces antes de discar su número y no me preocupo ni siquiera por el tono con el que me responde. Frío. Distante. Desarmado. No lo sé. No tengo ganas de pensarlo en este momento. Tengo otra cosa en la cabeza. Debo ir con mi madre.

“Debería haberlo hecho antes”, me recrimino, mientras saco del armario un poco de ropa y un par de libros. No sé si lograré leer durante el viaje, pero de todos modos los coloco por costumbre en la valija. “Soy una egoísta, tal como él. Carne podrida fétida”.

—Dicen que tuvo un ictus —retomo las palabras de Salvo—. Un ictus —murmuro de modo reiterativo.

“Mañana, mamá. Mañana estaré contigo”, me digo para consolarme, pero el pensamiento viaja a la velocidad de un auto de carrera y cada conjetura, cada hipótesis, termina siempre enfrentándose con el peor final.

Tendré que llamar a papá, pero no lo logro. No sabría qué decirle.

Siento frío y calor al mismo tiempo. El pensamiento de perder a tu madre es un gusano que por gran parte de nuestra vida no hace daño. Está ahí escondido en algún rincón, luego se presenta como una mano rugosa y anillada de gemas afiladas. Te roza la carne, te pone los pelos de punta, te interrumpe con un peso casi insoportable, te aprieta el pecho y, al final, vuelve a esconderse en ese rincón, en ese lugar remoto. Y un día descubres que no hay más tiempo. Esta palabra me sacude.

Tiempo.

Cada esfuerzo que hago para abrazar el futuro me proyecta con fuerza hacia mi pasado. El tiempo es una espiral, un hechicero tramposo, un hijo de puta. Hablo con el espejo, pero no soy quien lo hace. Es el miedo. Lo siento, lo respiro atemorizada. No sé más si la voz es mía o si llega de algún lugar, de un mundo subterráneo que gira al revés. El miedo se desliza bajo las piedras mazzaras de la casa de mi infancia, sube al igual que un sopor marino. ¿Por dónde comienzo? ¿En qué punto de mi pasado? Porque, en realidad, no comienzo por cuando nací. Encrucijadas, descarrilamientos, ramificaciones. Sin darme cuenta, estoy perdida en mi propia historia.

Rosa Ventrella nació en Bari, Italia.

Se graduó en Historia Contemporánea y es profesora de Letras y novelista. Sus dos primeros libros, Il Giardino degli Oleandri (2013) y Innamorarsi a Parigi (2015), fueron un suceso en Italia. La consagración internacional le llegó en 2018, con la publicación Storia de una familia perbene, y con Susurros de belleza (Edhasa, 2021) que se tradujo a doce idiomas.

Edhasa

Limbo

Nos queda siempre en el fondo del corazón la añoranza de un momento,

de un verano,

de un instante fugaz

en el que la juventud se cierra como una gema.

IRÈNE NÉMIROVSKY

2

Había sido idea de mamá pasar a saludar a nuestro padre en su nuevo puesto de trabajo. Coser redes de pescar podía pensarse como un asunto de mujeres, pero muchos padres de familia se rebuscaban la vida dedicándose a ese oficio secular. Papá había aprendido a hacerlo de niño, gracias a su nonna, que debía de haber sido una mujer verdaderamente admirable, dado que había logrado sembrar algo en uno como él. El recodo de San Vito podía definirse como un increíble lugar de encuentro, cruce milenario, puerta de ingreso a mi barrio, el San Nicola, la parte más antigua de Bari. Un amontonamiento de casas diminutas y blancas.

Para esa visita sorpresa, mamá había renovado su vestuario, permitiéndose una falda floreada adquirida con la primera semana de paga de papá. Le llegaba a las pantorrillas, era estrecha en las caderas y exaltaba su cintura delgada. Se vistió de prisa, afanándose para encontrar las medias finas de nylon y el lápiz labial que no usaba nunca. Dio un vistazo rápido al espejo ahumado de la habitación. Era hermosa y los ojos de ese verde infinito tenían el poder de iluminarle el rostro. Siempre pensé que había una luz especial dentro de ella, mientras que, por el contrario, yo me he sentido siempre opaca, refractaria a cualquier impulso. Oscura como la brea.

—Verás qué contento se pone tu padre. Le daremos una linda sorpresa.

Se detuvo otro instante, esta vez frente al secreter donde estaba la foto de su matrimonio. Se volvió contemplativa y yo creía saber por qué. Cada vez que la cabeza le jugaba la mala pasada de reflexionar sobre esa foto, el cómo y el cuándo se había convertido en la señora Abbinante, de todo lo demás y de cada día de su vida, olvidaba el fango, remontándose a ese punto en su pasado en que todo le había parecido hermoso. Entonces, los ojos se le iluminaban por un momento, en realidad muy breve, y volvía a ser Agata y nada más.

—¿Después nos compras mazapán? —pidió Salvatore.

Ella dejó la foto, el secreter y los recuerdos, y volvió a ser nuestra madre.

—Entonces, ¿me compras mazapán? —insistió él golpeteando con el pie el piso.

—Bueno —respondió ella—, pero compramos dos pastas que deberán dividirlas en tres. —Se sentía en el deber de recalcar ese orden y de indicar el número también con la mano, porque sabía que a Salvatore no le resultaba agradable el altruismo. Luego se miró una última vez en el espejo. Los rulos color miel le revoloteaban sobre la frente y los ojos le brillaban. Se alejó de la habitación balbuceando, luego se inclinó para esponjar los almohadones del diván y levantó a Michele abrazándolo con ternura.

—¿Estamos todos listos, no es cierto?

También yo me miré unos instantes en el espejo, deteniéndome sobre las mejillas pronunciadas. Nonno Antonio me decía que tenía un aspecto salvaje, pero que el tiempo mitigaría mis rasgos angulosos. Mamá me había puesto una cinta rosa entre los mechones oscuros, un truco para decirles a todos que su hija debía ser considerada todavía una niña. A pesar de las piernas largas, de los pezones turgentes que asomaban bajo la blusa, de “mis cosas”, que ya desde hacía algunos años habían comenzado a mancharme la ropa interior.

Cuando salimos a la calle, el sol nos golpeó de lleno en plena cara. La casa nueva era un lugar oscuro y húmedo, y las pocas ventanas no alcanzaban para iluminar los ambientes. Seguramente, las frecuentes bronquitis de Michele empeorarían. Sin embargo, a pocos metros de ese tugurio, se podía admirar la vista maravillosa de la catedral, con su fachada limpia y clara y el gran espacio sagrado.

Mamá saludó a la vieja Nannina, que gimoteaba al sol en la puerta de su casa. En su abanico de cartón estaba representada la efigie de san Roque en compañía de su fiel perrito. Me lanzó una mirada severa. No era de extrañar. La vieja comadre siempre estaba enojada por algo. Si no era por el calor, entonces era por el frío. Por la sopa que no le había salido bien o por cualquier insignificancia de la cual eran culpables sus hijos varones. Cuando mamá se detenía a saludarla, ella levantaba el rostro y mostraba su contrariedad chasqueando la lengua. Eso significaba muchas cosas y, no menos importante, quería decir que tampoco ese día sus hijos le habían dado alguna satisfacción. Mamá se quedó unos pocos minutos conversando con ella, porque estaba impaciente por ver a nuestro padre de nuevo en ropa de trabajo. ¿Esperaba quizá hacerlo feliz con su falda nueva y los cabellos bien peinados?

Caminábamos rápido a su lado entre las callejuelas sombrías. Cada tanto, mamá saludaba con un ademán a este o aquel pasante. Michele me apretaba la mano y Salvatore nos seguía a algunos metros de distancia silbando alegremente. El sol me hacía estremecer cada centímetro de la piel, emperifollada como estaba en esa ropa que me quedaba estrecha en las caderas y los muslos. Estreché a Michele junto a mi brazo y continué andando pegada a la pared fresca de una casa. La sombra que proyectaban los rayos se había reducido a una franja sutil, una mancha de brea sobre las blancas calles empedradas. Debía ser casi la hora del almuerzo. Algunos vendedores ambulantes se desplazaban perezosos con sus carretas a pocos metros del atrio de la iglesia. Se detenían después de algunos pasos y se aclaraban la voz para preparar a los pasantes para el efecto sonoro de su timbre metálico y artificial, listo para ensalzar las virtudes de las sardinas, de los limones, de la focaccia rellena. Mamá se detuvo a mirar los bollos. El vendedor la encuadró con algo sensual en sus labios. Los ojos sutiles y alargados escrutaron su pecho, perlado por pequeñas gotas de sudor.

“No quiero focaccia. Quiero mazapán”.

La voz de Salvatore generó un efecto distorsivo, como un croar de sapo. Mamá agradeció con los ojos al vendedor y reanudó su camino. A la distancia, algunas amas de casa cargaban bolsas llenas de huevos. Arrastraban los pies cansados por el bochorno y se ventilaban el cuello con pañuelos bordados. Mocosos pequeños con las rodillas despellejadas corrían zigzagueando entre las mujeres y los viejos. Viejos que sostenían la pesada carga de chaqueta y sombrero para no traicionar su elegancia fuera de moda.

Cuando llegamos al recodo de San Vito, percibí una suerte de vértigo. Estaba con calor, tenía hambre y a las sensaciones físicas se les unía toda una serie de sensaciones íntimas, pequeñas y apenas insinuadas. Sensaciones tortuosas, que se manifestaban en el medio de pensamientos positivos, y lentamente los sustituían y se volvían el único pensamiento: ¿cuánto duraría esa armonía?

Papá estaba inclinado sobre una enorme red de pescar. Con el torso desnudo, la piel oscura parecía brillante. Saludó con un ademán rápido de cabeza, luego, antes de inclinarse de nuevo con la mirada hacia la red, miró de reojo a mamá. Ella sonreía y dirigía los ojos a la izquierda y a la derecha para deleitarse con el panorama. Botes azules y rojos se sacudían perezosos, movidos por el ligero reflujo de las olas, fragmentos deshilachados de algas rozaban los pies y hacían cosquillas a la piel. Más allá, el mar estaba uniforme y calmo. Una gigantesca mancha de aceite. Algunos pescadores apretaban las redes con las manos secas y nudosas, liberando pequeños peces, calamares y algunos cangrejos.

—¿Has visto qué calor hace hoy? —preguntó mamá, acercándose a su marido. Solo buscaba su mirada y quizá una sonrisa. Tengo la ropa nueva. Tengo las medias finas, finas. Y también el lápiz labial. Cómo eres hermosa, Agata. Dios, qué hermosa eres. Cómo son lindos nuestros hijos. Qué lindo verlos aquí. Hubiera sido tan fácil. En cambio, papá solo hizo un ademán afirmativo. Un ademán rápido, indiferente. Los pescadores se miraron de reojo y él dejó caer la red por unos instantes. Alzó los ojos hacia los dos que tenía enfrente, reprobándolos de modo severo, luego hizo deslizar el palillo que tenía entre los labios hacia la otra parte de la boca y retomó el trabajo.

—Ahora es mejor que regresen a casa —dijo secamente. Un tono seguro, concluyente, que no dejaba espacio para ninguna réplica.

—De acuerdo, nos vemos después entonces —dijo mamá avergonzada y él asintió. Alcanzó a mis hermanos para invitarlos a regresar a casa. Estaban con los pies metidos en el agua tibia y las manos exploraban las grietas de las rocas para encontrar algún cangrejo. Pasé a pocos centímetros de mi padre y él me miró, observó los cabellos adornados por la cinta y el rostro oscuro. Cuando me miraba así, era capaz de cargarme con una culpa extraña irreconocible. Esbocé una media sonrisa y empecé a darle la mano a Michele, con el aliento corto, como si esa sola mirada tuviera el poder de degradarme.

Dejamos el recoveco y avanzamos con cierto afán, mamá y yo casi tocándonos, en la extraña simbiosis química que nos unía, ambas movidas por la prisa de regresar a casa. Pasamos frente al muelle. Se oía el ruido de los botes pequeños a remo que soltaban los cabos de amarre para hacerse a la mar. A poca distancia, un pescador de larga barba gris y dos ojos profundos se acercaba con su barcaza. Se estaba preparando para dejar los remos y abalanzarse hacia adelante para lanzar un cabo alrededor del amarradero. Antes de hacerlo, nos vio pasar y saludó a mamá con un ademán de cabeza.

“Buen día, señora”, dijo inmediatamente después con una voz cavernosa. Se veía que había pasado muchas horas en silencio, las cuerdas vocales vibraban con dificultad. Ella saludó en respuesta, pero ese simple gesto de cortesía la hizo apurar el paso. Era como si, de repente sintiera demasiados ojos encima. Todos excepto aquel que para ella era el que más contaba. Ya en casa, se desvistió de prisa, se puso un delantal floreado y se ató el cabello en un rodete. Con las palmas, se limpió la boca definitivamente de los últimos vestigios de labial y se ocupó de la cocina como si un aliento maligno le soplase el cuello.

—Rosè, agarra cebollas y zanahorias. Córtalas correctamente. Sabes que a tu padre le gustan los pedazos pequeños.

—Sí, mamá.

Yo tenía ganas de llorar, de decirle que la entendí, pero las palabras me temblaban entre los labios, se morían en la garganta. No lograba esconder el efecto que me hacía su expresión, la boca que, cuando apenas reprimía las lágrimas, se contraía en una mueca poco natural. Y ni siquiera el efecto que me hacían las paredes descascaradas, las sillas desportilladas, el piso ennegrecido, la huella de un mundo consumido que me dejaba marcas. Aunque solo tenía trece años, entendía algunas cosas. Corté las zanahorias con gestos meticulosos y lentos, esperando así que el tiempo retrasara su curso, que cada cosa estuviera en su lugar, antes de romperse de nuevo. Luego agarré dos cebollas, ignorando las lágrimas que me ardían en los ojos mientras las cortaba. La sopa estaría buena y sabrosa.

—Faltarían solo dos papas —murmuré, para tener ocupados los pensamientos.

—Tendremos las papas la semana próxima. Papá tiene un nuevo trabajo. Estamos en verano. Vaya a saber cuántas redes de pescar deberá coser.

De vez en cuando, me asomaba a la puerta para curiosear lo que pasaba en la calle. Salvatore y Michele se divertían tirando piedras en las blancas calles empedradas. Había poca gente en las calles a esa hora. El calor los había hecho huir a todos y la aparente armonía se había transformado en un desierto de soledad.

—¿Qué miras? —preguntó mamá tocándome el hombro.

Su mano estaba fresca, la piel suave.

—Sería bueno poder nacer de nuevo —murmuró—. Hombres. Si tuviera que nacer de nuevo, quisiera ser un hombre. Como Salvatore y Michele —concluyó con firmeza. Su apretón leve dejó mi hombro e inmediatamente después se volvió de nuevo evasiva.

El caldo hervía en la olla y liberaba vapores calientes. Mamá se secó el cuello con un paño y se levantó la enagua hasta la cintura. Las piernas firmes y suaves. Yo la observaba mientras los labios le temblaban bajo su acostumbrada sonrisa complaciente. No lograba dejar de mirarla, algo en su rostro me lo impedía.

“Huyamos. Tú y yo. Lejos de aquí. Lejos de todos”. Ese pensamiento había arraigado en mí desde hacía algún tiempo, pero era uno de esos pensamientos que te hacen compañía en los momentos tristes. Carente de cuerpo, aunque su consistencia aumentaba, se volvía una emoción carnal, un dolor sordo, como un aguijón, un dolor de muelas. Algunas veces lo sentía, en cambio, como un gusano que me roía la mente y me hacía ir de aquí para allá en la cama, abrir y cerrar la ventana, dar vuelta la almohada, esperando que me abandonara.

—Esta vez, con un poco de buena suerte, in ‘da a’ sta casa ci stiamo per sempre. Aquí en esta casa nos quedamos para siempre —dijo con los dientes apretados. Parecía que estuviera hablando consigo misma. ¿Cómo se podía pensar que nuestro padre echaría raíces, que fabricar redes de pesca finalmente le resultara?—. Y quizá esta vez logramos comprar un hermoso televisor. Para mirarlo todos juntos por la tardecita.

—Sería hermoso —me limité a responder.

El ruido de la sopa que hervía me volvió a la realidad. En nuestra tercera casa, en la cocina que de mudanza en mudanza se reducía cada vez más. El estofado se volcó sobre el anafe y mamá resopló antes de arreglarse los cabellos y limpiar el desorden. Mientras, Salvatore y Michele habían dejado de jugar y se habían puesto a correr en dirección a la iglesia, sus risas nos llegaban filtradas por la distancia. Luego se escuchó el llamado de papá, un silbido profundo y sonoro, difícil de no reconocer. Los pantalones negros, aclarados por el salobre, estaban doblados hasta los tobillos y las mangas de la camisa blanca arremangadas hasta los codos. Avanzaba a paso seguro, mientras Salvo y Michele le rondaban alrededor como abejas con la miel. Cuando estuvo a la altura de la ventana, me saludó con una sonrisa ligera, plegando un ángulo de la boca hacia lo alto. Luego entró en casa, encendiendo un cigarrillo. Una de esas figuras en blanco y negro que admiraba sobre la pantalla de televisión de la vecina, cuando nos reuníamos en las noches de invierno mirando algún viejo film estadounidense. Yo adoraba a James Dean y, aunque era muy diferente de papá, veía en él la misma mirada socarrona y única que lo volvía amable y detestable al mismo tiempo.

Cuando la mano de él se posó en el hombro de mamá, ella estaba limpiando de nuevo la cocina. Casi se asustó. Se dio vuelta para mirarlo y le sonrió. Había algo que ardía entre ellos, visible, palpable. Salvo y Michele entraron acalorados.

—Vayan a lavarse la cara y las manos —los sermoneó mamá. Obedecieron no demasiado contentos, mientras ella terminaba de colocar el pan y el queso sobre la mesa y retiraba el vino de la heladera.

—¿Preparaste estofado? Me gusta —dijo papá apoyando el cigarrillo en el cenicero. Ella asintió y sirvió la sopa. Inmediatamente después llegaron también los niños.

—Entonces, Rosè, ¿cómo estuvo el día? —Y se dio vuelta hacia mí mordiendo su primer bocado. Comenzaba siempre a comer antes de que mamá se sentara a la mesa. Ella se ubicó e hizo una señal a los hijos para que se santiguaran antes de comenzar.

—Harás que se vuelvan dos mujercitas —la amonestó. Retomó el cigarrillo y dio una profunda calada antes de regresarlo al cenicero. Se sirvió vino y lo tomó todo de un trago y luego se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Bien —respondí tragando un gran pedazo de zanahoria que, por poco, no se me atraganta. Sin embargo, era evidente que papá ya había olvidado la pregunta. Me miró un instante mientras le hablaba, luego dirigió los ojos hacia otro lugar, corrió la silla e inclinó el torso en dirección a mamá. Era un gesto que yo odiaba y temía, el preludio de uno de sus arranques o una simple advertencia. Nadie podía saberlo antes de que comenzara. Mamá se pasó la servilleta por los labios, apoyó ambas manos sobre la mesa y continuó mirando el plato todavía humeante.

—Así que hoy querías venir a ver cómo es que se fabrican las redes de pesca, ¿no es cierto? —Las palabras estaban acompañadas por una especie de mueca furiosa.

Mamá asintió elevando la mirada solo por un instante, luego volvió a inclinar la cabeza. Quería evitar una discusión.

—Deberías saber que en el muelle solo hay hombres. Y, además, ¡qué hombres! —Bebió otro sorbo de vino. Cuando estaba enojado, los hermosos rasgos del rostro se le contraían en un rictus poco natural, se volvían afilados y duros, y traicionaban su verdadera edad.

—Pero, ¿qué piensas? ¿Que mis compañeros de trabajo son todos modelos? ¿Señores serios, con las manos limpias y los ojos en su lugar? ¿Eh? ¿Qué piensas? —Cerró la mano con el puño y la levantó en medio del aire. Ella hizo un gesto de no, con fuerza.

Salvo y Michele dejaron el tenedor y curvaron la espalda, casi hasta tocar el plato con el mentón. Yo hice lo mismo, pero con el rabillo de los ojos miraba a mi padre. Lo espiaba. El rostro, los cabellos, la boca, una secuencia perfecta de detalles conocidos que cada vez, sin embargo, se me escapaban, se me hacían confusos, como cosas con contornos esfumados, bordes que perdían su definición. En los momentos en que la furia lo asaltaba, buscaba de imaginármelo de niño, cuando era inofensivo, inocente, cuando las sombras y los relámpagos le daban miedo también a él.

—Por favor, Giuseppe, basta. Quería solo ir a saludarte.

—Quería venir a saludarme. ¿La escucharon? —comenzó a decir rotando el índice en el aire.

Pensé en la serenidad frívola con la que mamá se había humectado los labios antes de embellecerlos con ese color rosa y en la sensualidad con la que se había acariciado las piernas antes de deslizarlas dentro de las medias de nylon. En la alegría de niña con la que había rizado cada rulo con las yemas de los dedos.

Tu dighe iie ce sii vnuda a fee. Te lo digo yo, ¿a qué viniste?—. Ahora se había enderezado en la silla y las palmas de la mano estaban bien plantadas sobre el mantel de plástico nuevo estampado con girasoles y mariposas. Sintió la necesidad de quitarse la camisa. Estaba transpirado y, perlada por gotas de sudor, la piel parecía más oscura, ámbar. Un entramado de venas azules corría del pecho a los brazos. Tiró la camisa en el piso y corrió la silla ruidosamente. Se estaba preparando para su espectáculo y, los otros alrededor, espectadores silenciosos, no podíamos hacer otra cosa que esperar el final.

—Viniste a hacerte la linda frente a mis amigos. Frente a esos borrachos que cada noche, a la salida del bar, orinan sobre la vereda. Tú. Tu lápiz de labios color rosa. La ropa floreada. Los zapatos con taco. No es propio tuyo ser una buena mujer. Una buena madre. Y una esposa. Una buena esposa.

—Soy una buena madre —le gritó. Los ojos estaban ya llenos de lágrimas.

—No. ¿Sabes qué eres? ¿Lo sabes? —tomándola del mentón con los dedos. Quería que ella lo mirara. Que lo mirara directo a la cara mientras la despreciaba.

—Eres una puta. Sí, una puta.

Le veía el rostro. La boca de mi madre temblaba, los ojos se volvían confusos y un velo de moretones le brillaba en la piel. Apreté los ojos. Quería que las palabras de mi padre me llegaran como sonidos atenuados por una gran bola de agua.

—Esto no lo puedes decir frente a los niños —deletreó mamá con la voz sofocada por la emoción.

—No te atrevas a decir lo que puedo o no puedo hacer.

Dejó el mentón y agarró un mechón de cabello. Comenzó a golpearle la cabeza con tal fuerza que los hermosos rizos color miel se balanceaban como impulsados por el viento. Michele comenzó a sollozar, mientras, Salvo no dejaba de mirar su plato, cada vez más encorvado. Venía de llorar también él. Las piernas le temblaban y se mordía el labio. Mamá permaneció por un instante mirando al marido, luego entrecerró los ojos y, cuando los volvió a abrir, en los iris verdes estaban impresos los signos inequívocos de la desconfianza. Entonces se dejó castigar con resignación, mientras aquella palabra, tan dura, resonaba en el ambiente hasta cubrir el sonido chillón de la radio que teníamos siempre encendida en la cocina durante el almuerzo. Nadie se hubiera atrevido a ir a cambiar la sintonía para que ese sonido estridente y antipático desapareciera. Puta. Eres solo una puta. El rostro de mamá osciló primero hacia mí, me pedía casi perdón, y luego detectó el desamparo de los más pequeños. De Michele sobre todo, que sollozaba sin consuelo. Cobarde y perezosa. Puta. ¡Qué clase de madre!

—¿Por qué me haces esto frente a los niños? ¿Por qué? —volvió a decir con un tono que, mientras tanto, se había transformado, mitigado por los toques de la resignación y de la amargura. Las manos de papá soltaron, finalmente, el mechón de cabello. Las venas del brazo se hincharon como gaitas sin aire. La tensión del rostro se relajó y dio de nuevo lugar a la suavidad de sus rasgos finos. “Cara de Ángel” lo llamaban sus amigos cuando niño. “Cara de Ángel” lo llamaba su madre. Y también Agata, luego de haberlo conocido. Se había enamorado desde el primer encuentro. Él le había recogido un pañuelo de la calle durante la fiesta de san Nicola.

“Todo culpa de un pañuelo”, decía siempre nonno Antonio, cuando ese loco del yerno le daba una paliza.

Ahora Cara de Ángel estaba de pie, con las palmas de las manos bajo la canilla de la cocina y la cabeza inclinada, lidiando con la parte de sí mismo que se hacía cargo, de vez en cuando.

—Tranquilos, niños, ya pasó. Todo está en orden —trató de tranquilizarnos mamá. Luego lo miró por un instante. Uno solamente, antes de volver a sentarse. Él levantó la cabeza, escrutó la calle. Divisó a alguien que conocía y levantó el brazo en señal de saludo. Ahora sonreía. Los dientes blanquísimos, hermosa vista entre los labios carnosos.

—Ahora a comer —dijo dirigiéndose a su familia—. Coman que se enfría.