EL ESPÍRITU DEL LINCE

 

JAVIER PELLICER

 

 

 

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Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición impresa: mayo de 2022

Primera edición en e-book: mayo de 2022

© Javier Pellicer, 2012, 2022

© de la presente edición: Edhasa, 2022

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ISBN: 978-84-350-4870-5

Producido en España

Glosario de topónimos y gentilicios

AKRA LEUKE: Nombre griego (que significa «Monte Blanco») para referirse a la ciudad que fundó Amílcar en el siglo III a. C. Existe una gran controversia con las ubicaciones de Akra Leuke y Hélike. Los defensores de Alicante y Elche como emplazamientos de estas antiguas ciudades alegan que los nombres griegos muestran claramente que eran asentamientos cercanos a la costa, y por tanto colonias griegas. Sin embargo, teniendo en cuenta que Amílcar funda Akra Leuke justo tras su victoria sobre los turdetanos, quienes apoyan la tesis opuesta argumentan que sería más lógico que esta ciudad estuviera en lo que hoy es el alto Guadalquivir, al sur del río, y más cerca de las tierras que acababa de conquistar. Este paraje controlaría las vías hasta las zonas costeras y a la vez le daría el dominio de las rutas mineras de la región. Un detalle que podría aportar validez a esta hipótesis sería la cita de Livio (XXIV, 41,3), que llama «Castro Albo» al lugar donde murió Amílcar; la raíz latina «albo» se cree relacionada con el nombre «Albacete». Por todo esto, sería más lógico pensar que Akra Leuka, estuvo en el interior; no tendría sentido que fuera Alicante, pues Asdrúbal, sucesor de Amílcar a su muerte, erigió un nuevo bastión en la costa levantina (Cartagena), más al sur de Alicante. La pregunta es ¿por qué levantar una nueva ciudad más al sur, cuando lo que Asdrúbal pretendía era avanzar al norte para seguir conquistando tierras? Esto habría supuesto un retroceso absurdo. Y al estar ligadas en el tiempo la fundación de Akra Leuke y el asedio de Hélike, la ubicación más fiable para esta última sería por tanto la de Elche de la Sierra, en Albacete, muy cerca de Cástulo (Kastilo) y la supuesta Akra Leuke. En esos tiempos, los púnicos sencillamente no habían llegado todavía a las costas levantinas, lo cual harían con la fundación de Cartagena.

ALEJANDRÍA: Ciudad fundada por Alejandro Magno en el 331 a. C. sobre un poblado llamado Rakotis, en el delta del Nilo. Separa el lago Mareotis del mar Mediterráneo. Fue una de las grandes ciudades de la antigüedad, famosa por su puerto, los palacios y, especialmente, por su faro y la legendaria Biblioteca Real de Alejandría.

AMPURIAS: Colonia griega situada en el norte de Iberia, en la actual comarca catalana del Empordà. Ciudad eminentemente comercial con grandes relaciones con Massalia (Marsella), integrada en la región de los íberos indiketes. Es famosa por ser el primer lugar donde desembarcaron los romanos al inicio de la Segunda Guerra Púnica.

ARSE: Antigua ciudad íbera situada en la actual Sagunto, en Valencia. Se trataba de un importante puerto comercial, influenciado por los colonos griegos que moraban y comerciaban allí. Los helenos la conocieron como Zakynthos (probablemente en honor a Zante, ciudad griega), y más tarde los romanos la llamarían Saguntum. Su denominación íbera aún es confusa. Algunos investigadores creen incluso que había dos núcleos de población claramente diferenciados: Arse, un poco en el interior, y Zakynthos/Saguntum, situada en la costa. La única certeza es que el nombre Arse aparece en monedas acuñadas antes y después de la dominación romana, en caracteres íberos. Desgraciadamente, apenas se han encontrado restos de las famosas murallas que rodearon Sagunto durante la época anterior al asedio cartaginés. Las que actualmente podemos ver fueron alzadas mucho después. Los pocos restos encontrados sugieren que la urbe íbera estuvo limitada a la zona meridional y occidental del promontorio. Los hallazgos, sin embargo, difieren con los textos clásicos que nos han llegado, pues muestran unas paredes de poco espesor (180 cm), incapaces por tanto de soportar la titánica altura descrita, entre otros, por Livio. La explicación que proponen algunos investigadores es que fueron construidas con adobes (material ligero) sobre un zócalo de piedra, lo que permitiría una mayor altura.

AUSETANOS: Etnia íbera situada al este de los Pirineos, en una franja paralela a la costa.

BALIARIDES: Islas Baleares. Gentilicio utilizado por sus propios habitantes. El término hace referencia a las hondas que los indígenas utilizaban, habilidad que les hizo requeridos como mercenarios tanto por los cartagineses como por los romanos. Los griegos las llamaron Islas Gimnesias. Originariamente, el término hacía referencia a las dos islas más grandes, Mallorca y Menorca, pero los romanos englobaron con esa denominación a las cuatro islas.

BASTETANOS: También llamados bástulos, fue un pueblo íbero situado en el sureste de la Península Ibérica. Hoy en día coincidiría aproximadamente con las provincias de Granada, Albacete, Jaén, Almería y Murcia.

CARTAGO: Ciudad-estado en el norte de Libia. Cuenta la leyenda que fue fundada por la Reina Dido, aunque probablemente sus primeros habitantes fueran exiliados fenicios de Tiro. Su nombre original era Kart Hadtha («Ciudad Nueva»), aunque en la novela he preferido su forma latinizada para no ser confundida con la actual Cartagena, que tenía el mismo nombre. Cartago fue una potencia mundial económica y militarmente durante muchos siglos, hasta que Roma la derrotó en cada una de las Guerras Púnicas. La ciudad púnica fue arrasada por Escipión Emiliano en el 146 a. C. Hoy en día correspondería a Túnez. El gobierno cartaginés estaba formado por dos grandes poderes: la Asamblea del Pueblo y el Consejo de Ancianos; estos últimos contaban a su vez con un órgano propio con atribuciones jurídicas especiales, el Tribunal de los Ciento Cuatro, encargado en particular del comportamiento de los generales. Los sufetes (jueces), que se cree eran dos (elegibles anualmente entre los miembros del Consejo de Ancianos), presidían todo este entramado político, con poder para convocar ambas asambleas.

COLUMNAS DE HERACLES: Actual estrecho de Gibraltar.

CONTESTANIA: Región íbera del levante meridional, al sur de Edetania y al norte de Bastetania. Sus límites corresponderían al sur de la actual provincia de Valencia, abarcando la provincia de Alicante y parte de Albacete y Murcia. Sus ciudades más importantes fueron Saití (Xàtiva) e Ilici (Elche). Aunque de influencia fenicia desde sus orígenes, pasó a inclinarse por los colonos griegos a partir del siglo IV a. C. Zona muy rica por su comercio marítimo. Sus habitantes se llamaban contestanos.

CORSICA: Actual Córcega.

COSETANOS: Etnia íbera, también conocida como cessetanos, situada en la zona costera de la actual provincia de Tarragona.

DINIU: Esta ciudad íbera, nombrada en textos clásicos, suele relacionarse con la actual Denia, en la Comunidad Valenciana. Algunos expertos, como Pla Ballester, no están muy convencidos de esta hipótesis, aunque yo me he tomado la libertad de mantenerla.

ECÚMENE: Los griegos llamaron Oikumene al mundo explorado o habitado. Los límites de Heródoto eran, al sur, Sudán; al norte, Europa central; al oeste, la Península Ibérica, y al este, la India. Estas fronteras sufrieron modificaciones constantes, conforme se descubrían nuevas tierras y se extendía la población.

EDETA: Capital de los íberos de la región de Edetania. Está identificada con las ruinas del Tossal de San Miguel de Liria, en la Comunidad Valenciana. La superficie de la urbe, a partir del siglo VI a. C., fue de quince hectáreas.

EDETANIA: Región de Iberia controlada por la ciudad de Edeta, que se extiende por buena parte de la costa meridional levantina. Sus fronteras no están completamente claras, pero suelen tomarse como fiables los límites del río Júcar, al sur, y el Udiva, al norte. Aunque Edeta era su capital, el gobierno era local, a cargo de las urbes más importantes (Edeta-Lliria, Arse-Sagunto, Sicana-Cullera...), que actuaban como ciudades-estado, un esquema habitual en toda la zona íbera. Éstas controlaban amplias parcelas delimitadas por las aldeas, fortines defensivos y caseríos agrícolas supeditados a cada gran urbe. Los habitantes de Edetania recibían el gentilicio de edetanos.

ETEMILTIR: Caserío fortificado agrícola dependiente directamente de Edeta, la capital de Edetania; distaba de la ciudad pocos kilómetros. Este emplazamiento está directamente basado en las ruinas conocidas como el Castellet de Bernabé, cerca de la localidad valenciana de Llíria (reconocida como la antigua Edeta), aunque para la novela he ampliado sus dimensiones reales (mil metros cuadrados) para que se acomoden mejor a la categoría social que quería para la familia de Icorbeles. También he obviado el origen que los arqueólogos suponen para el yacimiento, cuya creación fechan en el 450 a. C. En el caso de mi novela, las especiales condiciones ficticias de Icortas (al hacerlo originario de Saití) me inclinaron a que el caserío naciera con su nueva familia. Por lo demás, es exacto en cuanto a disposición urbanística. Su nombre también es una licencia por mi parte, aunque la palabra «Etemiltir» aparece en un plomo encontrado en el Camp de Morvedre, comarca de la Comunidad Valenciana. Como se puede apreciar, contiene el elemento «-iltir», asociado con el término «ciudad» (concretamente con aquella situadas en cerros, los «opiidas»), y que está presente en numerosos topónimos íberos. El investigador Eduardo Orduña plantea la posibilidad de que el elemento «Ete-» relacione el término con Edeta, incluso comenta la teoría de que sea el nombre en íbero para la capital.

GADIR: Antigua ciudad fundada por los fenicios entre el siglo VIII o el IX antes de Cristo. Estaba situada en una isla cercana a la desembocadura del río Cilbus (actual Guadalete), debajo de lo que hoy sería Cádiz.

HÉLIKE: Nombre griego de la antigua ciudad íbera situada cerca de los límites de la Oretania, en el interior del sur de la Península. Su ubicación actual se discute si concuerda con Elche (Alicante) o Elche de la Sierra (Albacete). Se desconoce el nombre íbero de la ciudad, aunque yo menciono uno ficticio, Iltirke, siendo «iltir» un elemento común en los topónimos íberos.

HONDONADA DEL CLAVO: Paraje totalmente ficticio, situado entre Akra Leuke y Hélike.

IACETANOS: Pueblo íbero situado en los Pirineos. Ocupaban parte de Huesca y Lérida. Su capital era Iaka (Jaca).

IBERIA: El origen de la palabra no está claro. Los lingüistas creen que la voz «iber» es de origen íbero, y podría significar «río». También lo asocian al Ebro. El término comenzó a utilizarse por parte de los griegos, al principio para referirse a la zona costera de Levante, con la que tuvieron más contacto, pero luego lo emplearon para denominar a toda la Península Ibérica.

IBOSHIM: Colonia fundada por los fenicios en el siglo VIII a. C; y que entró en la órbita de Cartago a mediados del siglo VI a. C, época en la que conoció su máximo esplendor. Su nombre antiguo podría traducirse como «Isla de Bes», deidad de la música y la danza. Sus habitantes eran conocidos como «ebusitanos». Corresponde a la actual Ibiza.

IDÚBEDA: Probablemente, el actual Sistema Ibérico. Estrabón la menciona como una cordillera que trascurre en paralelo a los Pirineos «comenzando en territorio cántabro y terminando en el Mar Nuestro».

ILERCAVONES: Pueblo íbero, del delta del Ebro, que se extendía por el sur de Tarragona y el norte de Castellón.

ILERGETES: Pueblo íbero que se extendía entre las provincias de Lérida, Huesca y Zaragoza. Algunos expertos creen que se trataba de una etnia derivada de los Ilercavones.

ILICI: Ciudad más importante de Contestania. Corresponde, aproximadamente, a la actual Elche. Algunos investigadores (cada vez menos) la identifican también con Hélike, donde murió Amílcar, aunque existe una gran polémica al respecto. Hay poca información sobre el aspecto de la Ilici anterior a la conquistada por los cartagineses, por lo que mis descripciones de la ciudad han sido libres. De esta urbe íbera procede la mundialmente famosa Dama de Elche, la escultura íbera más importante. El término «Ilici» se cree que data de la época romana de la ciudad, aunque no se conoce el término íbero.

ISLAS PRETÁNICAS: Actuales Islas Británicas, que deben su nombre al griego Piteas, que las visitó en el año 325 a. C. A sus habitantes los llamó «protón» (bretones).

ISPANIA: «I-spn-ya» fue un término fenicio-púnico que significaría «Tierra del norte» o «Tierra en la que se forjan los metales» (dependiendo de las fuentes que se consulten), y está catalogado desde el segundo milenio antes de Cristo en inscripciones ugaríticas. Era el nombre con el que los fenicios y cartagineses conocían a la Península Ibérica, por eso lo he utilizado sólo en boca de los personajes púnicos. Los romanos lo convirtieron en Hispania.

KASTILO (Cástulo): Capital de los oretanos, situada cerca de la actual Linares.

KELIN: Ciudad íbera de la región de Edetania, en la actual Caudete de las Fuentes.

KROMIUSA: Actual Mallorca. Esta denominación, probablemente legada de los primeros colonizadores fenicios del Mediterráneo, se cree que es anterior al 1200 a. C. Pero, ante la falta de un nombre más tardío, he decidido utilizarla en mi novela.

LAYETANOS: Etnia íbera situada en la costa de la actual provincia de Barcelona.

LEFKADA: Actual Leucas. Isla griega situada en el mar Jónico, al norte de las islas de Itaca y Cefalonia.

LIBIA: Los griegos antiguos, que establecieron los fundamentos de la geografía, denominaron Libia a la parte que ellos conocían del actual continente africano; sin embargo, en época de Heródoto (siglo V a. C.), ya se distinguían tres partes: Libia, Egipto y Etiopía. Hay muchas especulaciones sobre la etimología del término «África»; según algunos especialistas contemporáneos, fue una aportación de los romanos, tal vez proveniente del latín «aprica» (soleado); otros la atribuyen al término griego «aphrike» (sin frío).

LIGURES: Los ligures fueron un pueblo situado al noroeste de Italia. Según Plutarco, se nombraban a sí mismos ambrones, «pueblo del agua». Los romanos lucharon contra ellos en varias etapas; la que yo menciono ocurrió entre el 238 y el 230 a. C. Algunos investigadores (principalmente Schulten) defienden que los ligures estuvieron presentes en la Península Ibérica en algún momento de su historia, utilizándola como paso desde su África de origen al resto de Europa. Actualmente esta hipótesis ha perdido fuerza ante la ausencia de pruebas arqueológicas. Se cree que este planteamiento erróneo se debe a que los primeros indígenas del Mediterráneo occidental con que contactaron los colonos griegos fueron los ligures de Massalia (Marsella), y que utilizaron este término indiscriminadamente con otros grupos étnicos.

LUSITANOS: Tribu (probablemente precelta aunque influenciados por los celtas) que habitaba el oeste de la Península Ibérica (Portugal y la región de la Vetonia, aproximadamente). En la época prerromana estuvo ocupada por la tribu de los lusitanos, que se opusieron ferozmente a los invasores itálicos. Una vez derrotados, los romanos llamarían Lusitania a su nueva provincia Lusitania.

MAR INTERIOR: Nombre que he utilizado para referirme al Mediterráneo, ya que el nombre ibérico es desconocido.

MASSALIA: Actual Marsella, en Francia. Fundada por colonos griegos, tenía tratos comerciales con ciudades íberas de influencia griega como Ampurias y Arse.

MONTES PIRENE: Los Pirineos. Varias son las teorías de su origen etimológico. Los defensores del vascoiberismo creen que deriva de un topónimo antiguo que, según las raíces ibero-euskéricas, provendría de los términos «Irene os», donde «os» es un sufijo encontrado en multitud de términos ibéricos referidos a formaciones montañosas (que directamente traduzco por «montes»); «Irene» podría significar «Luna», si aceptamos su derivado íbero-vasco «ilene», quizá procedente del nombre propio «Helena», personaje de la mitología griega que representa a la Luna. La mayoría de los historiadores proponen su origen griego (Diodoro los llama Montes Pyrenaia). Otra creencia, más arraigada en los mitos griegos, sería la relación entre el nombre «Pirineos» con Pyrene, una ninfa o tal vez una princesa (nombre por el que he optado). Perseguida por el gigante Gerión, pereció antes de que Hércules la auxiliara. El héroe griego crearía en su nombre los Montes Pirineos.

OLCADES: Tribu celtíbera en la actual provincia de Cuenca, entre el alto Tajo y el Júcar medio. Sus ciudades más importantes fueron Altaia y Urbocola.

ORETANOS: Etnia íbera situada en las actuales provincias de Ciudad Real y el noreste de Badajoz, oeste de Albacete y parte de Jaén. Región muy importante en tiempos de la conquista cartaginesa por las ricas minas situadas en Sierra Morena. Su cultura tenía una fuerte influencia celtíbera.

ORÓSPEDA: Nombre con el que se conocía a la cordillera de Sierra Morena.

PITIUSAS: Denominación utilizada por los griegos y cartagineses para referirse a las dos islas menores del actual archipiélago balear, Ibiza y Formentera. Su nombre significaba «Islas de pinos». Con la llegada de los romanos, éstos utilizaron el término «Baliarides» para referirse a todo el conjunto de islas.

QART HADAST: Actual Cartagena, ciudad y fortaleza púnica fundada sobre la población íbera de Mastía. Tomó el nombre de la ciudad original, Cartago (Quart Hadast). Con la llegada de los romanos fue conocida como Cartago Nova.

RHODE: Colonia griega situada en la costa nororiental de la Península Ibérica, probablemente en la actual Rosas (Gerona). El geógrafo clásico Estrabón asegura que la fundación de esta colonia fue realizada por viajeros de la isla de Rodas (Grecia).

ROMA: Ciudad-estado en la actual Italia, que formó el mayor imperio de la antigüedad.

SAITÍ: Ciudad de la región íbera de Contestania (aunque algunos estudiosos la incluyen en Edetania), llamada posteriormente por los romanos Saitabi. Actual Xàtiva, en la comarca valenciana de La Costera. Fue famosa por sus tejidos y por ser el punto de partida del Camino de Aníbal, ruta hacia el interior de la Península que recorrió el general cartaginés para llegar a las costas levantinas.

SARDINIA: Actual Cerdeña.

SEDETANOS: Habitantes de la región íbera de Sedetania, situada en el valle medio del Ebro, al noroeste de Edetania.

SERAB: El geógrafo latino (de origen hispánico) Pomponio Mela dio al río Palancia el nombre de Serabis. Ante la falta de datos acerca del nombre íbero del río, decidí adaptar esta denominación para suplir esa carencia. En 1836, Cortes vio una correspondencia entre el nombre latino y los vocablos egipcios «sher» (toro) y «Apis» (dios egipcio).

SICANA o SITANA: Como ciudad íbera, corresponde a la actual Cullera. Como río, es identificado con el Júcar. El término «Sicana» fue abandonado en el siglo III, con la llegada de los romanos, que comenzaron a utilizar el topónimo Sicana.

SICILIA: Isla al sur de Italia. En el siglo VIII a. C. pasó a ser de dominio griego. Los cartagineses trataron de conquistarla por su importancia estratégica, pero los romanos se la adjudicaron tras la Primera Guerra Púnica.

SIERRA DE LA ESTRELLA: Paraje situado en la parte occidental del Sistema Central, en el corazón de Portugal. Se dice que en esa región nació el famoso caudillo Viriato. Por supuesto, en la época prerromana no debió tener dicha denominación.

STABER: Denominación griega del río Segura. Los cartagineses lo conocían como Alebo, y los romanos como Tader. Se desconoce el nombre íbero.

TAGOS: Actual río Tajo.

TARTÉSICO: Relacionado con Tartessos, la mítica civilización que habitó el suroeste de la Península Ibérica. Desapareció abruptamente, aunque parte de su cultura fue heredada por los turdetanos íberos.

TERTIS: Actual río Guadalquivir.

TIRIUS: Río de Iberia, actual Turia. Se sabe que en épocas antiguas era navegable en gran parte de su cauce.

TURBOLETAS: Etnia celtíbera (presumiblemente, dependiendo de las fuentes que se consulten) que habitaba la región al noroeste de Edetania, cerca de Arse. Su capital era Túrbula. Fueron aliados de Cartago durante su conquista de Iberia. Eran enemigos de Arse, y los ataques de estos últimos fueron la excusa para que Aníbal iniciara el asedio de la ciudad edetana.

TURDETANOS: Pueblo íbero del sur de la Península, derivado de los tartésicos, que habitaron la misma región siglos antes.

UDIVA: Río que delimitaba por el norte la región de Edetania. Corresponde con el actual Mijares.

ÚTICA: Ciudad africana al nordeste de Cartago.

VETONES: Tribu celta que habitaba la antigua región de la Vetonia, situada en el oeste de la Península, entre los ríos Duero y Tajo, muy cerca de Portugal. Ocupaba aproximadamente las actuales provincias de Salamanca, Cáceres, Ávila, Zamora y Toledo.

ZANTE: También conocida como Zacinto (Zakynthos), es una ciudad griega situada en las islas Jónicas. Se dice que de allí eran originarios los primeros colonos que llegaron a Arse, la actual Sagunto.

EL ESPÍRITU DEL LINCE

A Carmen y Antonio. Os echo de menos.

Prólogo

El humo de las hogueras de Arse se eleva a mis espaldas. Ensordecedor estruendo: acero contra acero, bravura contra dolor, muerte sobre vida. Visión escalofriante: un tapiz de cadáveres sobre el suelo, ladrones de la blanca pureza de las losas. Odioso hedor: a sangre encharcada y a esfínteres vencidos por el miedo.

Pero para mí no existe nada más que aquellos ojos penetrantes, atentos a los míos: la mirada de mi enemigo. Un rival de tal estirpe que engrandece mi hazaña: Aníbal Barca, el Conquistador, Estratega de Cartago. El mayor héroe de su patria; poseedor, dicen algunos, del espíritu flamígero de su dios Baal. Aníbal el León.

Derrotado.

Y ni aun así humilla el rostro. Tiene el torso recto, los hombros elevados y el pecho hinchado. Tal vez haya derrotado el cuerpo, pero su espíritu sigue indomable. Tienes mi respeto, pero no mi compasión, pienso. No puedo mostrarle piedad, no después del angustioso sendero que me ha llevado hasta este momento. Debo apagar su vida para convertir su destino en el mío: ser leyenda.

Iberia derrotará a Cartago. Iberia tendrá un futuro.

Grito mi nombre en honor a la sangre que corre por mis venas, al pueblo que me ha convertido en hombre: Icorbeles, el Edetano, a quien muchos han llamado Hijo de Iberia. Siento que todas las penurias han merecido la pena, que cada sacrificio, incluso aquel por el cual perdí mi corazón, ha servido para llegar a tan grandioso instante.

Alzo el brazo y me preparo para descargar el golpe que cambiará el curso de la Historia.

Capítulo 1

Pero es bueno comenzar una narración por el principio, nunca por el final. El camino que me condujo al momento más trascendental de mi vida comenzó muchos años antes.

Cuando los primeros colonos pusieron sus pies en la península donde se asienta mi hogar, se encontraron con una tierra montañosa, poblada de grandes arboledas y ríos caudalosos. Su llegada significó el descubrimiento de ciencias y excelencias que jamás hubiésemos imaginado, a no ser que transcurrieran muchos años. Y, entre tanta sabiduría, otorgaron nuevos nombres a las regiones bañadas por el Mar Interior: Ispania para los fenicios, los mejores comerciantes que habían surcado las aguas; e Iberia para los griegos, forjadores del pensamiento y el arte. Si bien, aunque con el tiempo aceptamos dichas denominaciones, las utilizábamos con escaso apego. Ante todo nos considerábamos edetanos, contestanos, bastetanos...

Mi padre fue Icortas, señor del caserío de Etemiltir, una fortaleza agrícola supeditada a Edeta, la ciudad que daba nombre a nuestra etnia: Edetania, comprendida entre los ríos Sicana, al sur, y Udiva, al norte. Por el oeste nos protegía la cordillera de Idúbeda, y por el este... el mar grandioso, esa frontera que siempre nos había parecido infranqueable. El paisaje era hermoso a su modo: hondos valles y abruptas montañas, escarbadas por manos titánicas e impacientes, caminos de tierra blanca y pedregosa, bosques de verde seco, ríos perezosos en estío, impetuosos durante la temporada de lluvias... Sin embargo, no éramos un país como otros de los que he oído hablar. Aunque nos unía una cultura común, cada ciudad era dueña de su gobierno, así como el de sus asentamientos y poblados cercanos. No obstante, en tiempos de crisis, las urbes podían formar alianzas si la relación era buena.

Nuestro pueblo era el más culto y refinado de toda Iberia, por mucho que los turdetanos se empeñaran en pregonar su linaje tartésico. Las artes que practicábamos eran admiradas por los comerciantes de allende el mar e incluso por otros pueblos íberos. La cerámica de torno de nuestros alfares, en la que plasmábamos nuestras grandes ceremonias, poco tenía que envidiar a la exquisitez de las vasijas púnicas o griegas.

Icortas era el hijo del caudillo de Saití. Y Aretaunin, la hacedora de mis días, la primogénita de Irbeles, el rey de Edeta, y hermana de Edecón. Ella tenía catorce años cuando recibió la dote de mi padre: un exquisito surtido de las mejores prendas de lino tejidas en la ciudad contestana, famosa por su producción textil. Unas semanas más tarde, se casaron. Por fortuna, aprendieron a amarse muy pronto.

El regalo del abuelo Irbeles fue una pequeña región al noroeste de Edeta, no muy lejos de la capital; un paraje quebrado por collados, barrancos, cañadas de pinos y arbustos de tono verde oliváceo. Mi padre sacrificó tres ovejas para alentar prosperidad en su nueva vida, una generosa ofrenda que fue enterrada en los cimientos del caserío amurallado que sería nuestra casa. Los campos, de suelo seco aunque fértil para la vid y otros cultivos, estaban situados en terrazas ganadas a los montes. Serían trabajados por las familias que siguieron a mi padre desde Saití en calidad de clientes dependientes.

* * *

Mi llegada al mundo se produjo un año después del casamiento, y estuvo rodeada de fenómenos intrigantes y señales prodigiosas. A fuerza de escuchar la narración de boca de mis padres, tengo una imagen nítida de cada detalle que acompañó a mi alumbramiento, a semejanza de alguien que lo hubiese estado observando.

Nací en el crepúsculo de una jornada de cuarto creciente, a la luz de una lámpara de barro, sin dar un solo berrido. Al principio creyeron que estaba muerto, pero cuando me dieron dos azotes balbuceé y abrí los ojos con calma.

–Icorbeles... –suspiró mi madre, agotada por el esfuerzo.

La cuestión de mi nombre ni siquiera había sido discutida. Entre los edetanos y otros pueblos íberos existía la tradición de que los niños heredaran el nombre de sus abuelos maternos. Mi madre sólo se permitió una pequeña variación en mi caso.

–Así sea –asintió mi progenitor, mientras me alzaba por primera vez con una enorme sonrisa en los labios–. Inundarás de alegría mi corazón, primogénito.

Poco después, Argitiker, el capataz del caserío, entró en la habitación con los ojos desencajados y el rostro lleno de asombro.

–Mi señor Icortas, debéis asomaros a la ventana.

Mi padre torció el gesto con cierto malhumor.

–¿Qué es tan importante como para que tenga que interrumpir este momento de felicidad, Argitiker?

–El cielo... ¡Algo le está sucediendo!

Desconcertado, mi padre se acercó a la ventana, abrió los postigos y miró hacia arriba, a un firmamento al que poco le faltaba para quedar completamente velado por la noche. Se frotó los ojos ante la inconcebible visión: una tras otra, pequeñas estrellas caían del cielo, rasgando el velo oscuro en una lluvia titilante que se perdía más allá de la vista. Parecían gotas de luz que, fugaces, desaparecían por detrás de las montañas. Los hombres y mujeres del caserío observaban desde la plazoleta. Algunas madres sujetaban a sus hijos, atemorizadas por el fenómeno. Todos se preguntaban si aquello era un buen augurio o la más terrible de las maldiciones.

–Acercadme a la ventana –pidió mi madre.

Con la ayuda de Argitiker, arrastraron la cama hasta la abertura. Los ojos de mi madre brillaron de emoción al contemplar el hermoso prodigio. Lo supo desde el primer momento. Era una señal que marcaba mi grandeza. Me levantó un poco para que yo pudiera observar el fenómeno.

–¿Lo ves, Icorbeles? Esa lluvia tan bonita es por ti, mi pequeño. Serás alguien grande, alguien importante.

Mi padre asintió con la cabeza, dando por buena tal intuición. Las palabras de una mujer siempre son respetadas. Los íberos tenemos en gran consideración a la figura femenina por su condición de creadora de vida. ¿Es que existe algo más grande que parir a un hijo?

* * *

La lluvia de estrellas se prolongó durante casi una hora. Pero las sorpresas apenas habían empezado. Urcetices, el encargado de la guardia, nos anunció que un grupo de viajeros solicitaba audiencia con mi padre en el portón del caserío.

–Son cuatro hombres armados y una mujer con los hábitos de sacerdotisa.

Puedo imaginar la expresión de asombro de mi padre, tal vez más profunda que la que le había provocado el portento celeste. La presencia de una sacerdotisa en un paraje tan escondido rivalizaba con cualquier acontecimiento. Nuestras mujeres sagradas son personalidades tan insignes que rara vez se apartan de sus santuarios.

Llegados a este punto, quizá sea apropiado un apunte sobre nuestra religión, pues entiendo que estas memorias serán leídas cuando el recuerdo de mi pueblo se haya desvanecido.

Los íberos no creemos en decenas de dioses como los griegos y los romanos. Para nosotros, la divinidad está presente en el mundo que nos rodea: bestias, árboles, montañas, ríos, el sol, la luna... La vida, en toda su extensión. La Gran Madre. La Madre Tierra. Nuestras deidades, si se las puede llamar así, son el toro, por su vitalidad; el lince, enlace con los espíritus de los antepasados, el caballo, símbolo de la nobleza, y el lobo, que personifica nuestro carácter indomable. Las fuerzas de la naturaleza y los espíritus de nuestros ancestros nos apoyan o nos rechazan, nos alientan o nos ponen trabas, nos marcan el camino a seguir. Sin embargo, aceptamos que son nuestros pies los que deben dar los pasos. Nuestros actos nos definen.

Las sacerdotisas nos representan ante dichas presencias. Siempre son mujeres, pues su enlace con la vida es más firme. Se requiere también sabiduría y una completa entrega al ejercicio de sus funciones. Estas siervas devotas renuncian incluso a su propio nombre: se convierten en madre, esposa, hermana e hija de todo aquel que es leal a las creencias íberas. Sus ropajes son adecuados a tal distinción: visten una túnica azul de exquisito lino y una mantilla carmesí sobre el pecho; por encima suelen portar un grueso manto marrón, como protección ante las inclemencias del tiempo; sus adornos son muy llamativos, pues además de las joyas en forma de collares lucen dos grandes rodelas laterales sobre el tocado de la cabeza, sujetas a una tira afianzada a la frente gracias a unas finas cadenas.

Mi padre recibió a la sacerdotisa con grandes honores, como correspondía. La mujer, que parecía más anciana que las montañas, venía de la ciudad sureña de Ilici, en pleno territorio contestano, a muchos días de marcha. Aunque estaba agotada por el viaje, no aceptó la hospitalidad de mi padre sin antes nombrar el motivo de su presencia en Etemiltir.

–Hace varias semanas tuve una visión en la que se me anunciaba el nacimiento de un elegido de los Antepasados –explicó, mientras los sirvientes de mi padre le ofrecían un caldo caliente–. Los espíritus me dijeron que debía partir al norte de inmediato, y sólo detenerme cuando la señal se manifestara.

–La lluvia de estrellas... –apuntó mi padre, con tono solemne.

–Así es. ¿Es aquí donde encontraré a quien busco? –preguntó la mujer.

Icortas no habría dudado al responder, pues para los íberos resulta impensable mentir a una sacerdotisa. Pero antes de que sus labios hablaran de nuevo, se alzó un berrido desde los aposentos de mi madre. Yo mismo me anuncié.

Condujo a la mujer hasta la habitación, donde mi madre me amamantaba por primera vez. Aretaunin la miró con gran respeto, pero la sacerdotisa apenas reparó en ella. Su destino no era atender a la joven madre, sino al hijo. Sin pedir permiso –su posición social se lo permitía–, me tomó en brazos y me examinó con gestos inquisitivos. Supongo que buscaba alguna señal que me identificara como el protagonista de su visión. No me observaba como a un niño recién nacido, sino como el motivo del trabajo más importante que jamás afrontaría. Me inspeccionó concienzudamente, pero no halló en mí más que piel blanca.

–Hay que someterlo a una prueba –dijo, tras meditar un momento.

Mi padre, que jamás habría osado contradecirla en circunstancias normales, no pudo evitar replicar.

–¿Qué tipo de prueba?

–De reconocimiento –respondió–. No hay señales que me indiquen que éste es el niño que busco.

–¿Acaso no basta con la lluvia de estrellas? –arrugó la nariz.

–No. El fenómeno celeste abarca una gran región del firmamento. Podría deberse al nacimiento de cualquier otro niño. Si me detuve aquí fue porque era el lugar habitado más cercano cuando comenzó. Así pues, el niño debe pasar por la prueba. Me lo entregarás para que lo deje en el bosque, donde permanecerá hasta que amanezca. –Mi madre lanzó un gemido–. Si sobrevive al frío de la noche y a los animales, será la señal de su grandeza.

Icortas se frotó el rostro con la esperanza de que todo fuera un mal sueño. Pero al apartar las manos nada había cambiado.

–Se trata de una injusticia –replicó, tratando de sonar respetuoso a pesar de su creciente enojo–. Si el niño no resultara ser ese elegido, nos habrás arrebatado a nuestro hijo.

–¿Acaso contradices la voz de los Antepasados? –A pesar de que mi padre había mostrado sin reparos su disconformidad, la mujer no parecía enfadada... todavía–. Tu esposa es joven, puede darte otros retoños. Sea como sea, es mi dictamen, y no puedes oponerte a él sin sumirte en el total desprestigio.

Desesperado, buscó con la mirada a mi madre. Ella nunca olvidaría lo que vio en sus ojos: un amor absoluto. Una palabra suya habría bastado para que se enfrentara a la sacerdotisa, un delito que habría supuesto su inapelable ejecución. Aretaunin solía decir que aquél fue el día en que se enamoró de su esposo. Si aceptó entregarme a la sacerdotisa fue sólo para que él no cayera en desgracia.

La mujer me tomó sin atender al angustioso llanto de mi madre y me llevó con ella. Los habitantes del caserío la vieron salir por el portón y adentrarse en el bosquecillo cercano. Volvió poco después, sola. Mi padre tuvo que tragarse la rabia. Si no hubiera sido por las leyes, estoy seguro de que la habría arrojado por encima de los murallones y habría marchado a buscarme. Pero aquélla era una prueba tanto para mí como para él.

Fue una noche muy larga. Los escoltas de la sacerdotisa se turnaron para vigilar el portón en previsión de que alguien pretendiera salir a recogerme. Con las primeras luces, mi padre fue el primero en salir del caserío. Siempre lo he visto como un hombre dueño de sus actos e impulsos, pero aquel día estaba tan exaltado que se lanzó a la carrera, cruzando la maleza sin saber siquiera hacia dónde dirigirse. No tuvo más remedio que esperar a la sibila y seguir su paso cansino, que no hizo más que aumentar su crispación.

Al fin llegaron a un pequeño claro. Allí, iluminado por un mañanero haz de luz, estaba yo, sobre el mismo tocón en el que me había dejado la mujer. Supieron de inmediato que estaba vivo porque movía los bracitos y las piernas. Pero lo más sorprendente fue que, junto al muñón, había un magnífico lince de pelaje leonado. Estaba recostado en el suelo, en actitud calmada pero vigilante, atento a la diminuta criatura rosada. Cuando advirtió a mi padre y a la sacerdotisa no reaccionó con agresividad; se levantó, se desperezó y luego se acercó a mí. Mi padre estuvo a punto de lanzarse contra el felino, pero la sacerdotisa lo retuvo del brazo el tiempo suficiente para que ambos comprobaran las intenciones del lince. La bestia me lamió como lo haría con una de sus crías. Luego alzó la mirada hacia Icortas un momento antes de saltar hacia los matorrales y perderse.

A partir de ese día, mi familia adoptó el emblema del lince: mi protector.

La sacerdotisa volvió a examinarme, pero esta vez concluyó la tarea con una sonrisa que cuarteó aún más su rostro.

–Ha superado la prueba –afirmó–. La Madre Tierra lo ha ungido con su bendición. Lo ha nombrado Elegido y los Antepasados han dado su aprobación. Toma a tu vástago, Icortas. Y edúcalo bien, porque es tu responsabilidad convertirlo en aquello para lo que ha sido marcado. Será un gran hombre, los frutos de su trabajo permanecerán grabados en la memoria del mundo durante eras. Poco más puedo decir, pues sólo el tiempo alumbrará la meta de su camino. Mi tarea era anunciarlo, y así lo he hecho.

Tal como llegó, así se fue. Nunca más volvimos a verla, pero su fugaz paso por mi vida me dejó dos certezas: un destino grandioso y una carga insoportable.

Capítulo 2

A pesar de la enorme responsabilidad que la sacerdotisa había descargado sobre nosotros, mis dos primeros años de vida transcurrieron como cabría esperar en cualquier niño común. La vida en Etemiltir era maravillosa, y los problemas del mundo parecían estar muy lejos.

Más allá de las aguas del Mar Interior se libraba desde hacía años una gran guerra entre los dos poderes militares de nuestro tiempo: la magnífica Cartago y Roma, una potencia en ciernes. Un conflicto que decía mucho de la naturaleza humana, apuntaría yo, pues ambos pueblos habían sido aliados dos décadas antes contra un enemigo común: Pirro, rey de Epiro. Pero la desconfianza de Roma hacia Cartago, que ambicionaba controlar la cercana Sicilia, y las ansias expansionistas de los peninsulares hicieron estallar el conflicto.

Mientras tanto, en Iberia sólo sabíamos de estos asuntos gracias a los mercaderes griegos y púnicos. No podíamos imaginar que, a no mucho tardar, nos veríamos involucrados en los vaivenes orientales.

* * *

El caserío fortificado de mi padre estaba situado sobre un cerro poco elevado. Un camino enlosado subía desde la base del promontorio hasta el recio portón de la entrada. Las murallas no eran muy altas; no contábamos con torres vigías, pues el enclave era una explotación agrícola.

Tras la puerta principal comenzaba la única calle del caserío, lo bastante ancha para permitir el paso de dos carros emparejados. La vía giraba casi de inmediato a la derecha hasta llegar a una plazoleta, donde se reunía la comunidad en los momentos lúdicos. A la izquierda quedaba el primer bloque de edificios en el que se hallaban la despensa principal, un taller de carpintería y herrería, un granero con varios silos enterrados, una pequeña forja, un establo, una porqueriza, un espacio para la molienda, una bodega y una almazara, entre otros.

Al otro lado de la plazoleta estaba la vivienda de mi familia. Era una casa muy grande, mejor decorada que el resto de edificios a pesar de que también estaba construida con adobe. La parte principal tenía dos plantas muy espaciosas, además del sótano. Anexionados, siguiendo la calle hacia el interior del complejo, había otros departamentos, entre ellos el telar de mi madre y un pequeño templo privado. La distribución del enclave se completaba con las viviendas de los trabajadores, mucho más pequeñas que la mía. Cada una estaba habitada por sendas familias. Aún hoy en día guardo en mi memoria, con total claridad, sensaciones como el sonido de los molinos de mano al triturar el grano, o el característico olor a fermento que se respiraba en la calle cuando hacían el queso. Para otros sería molesto, pero yo crecí con él y llegué a apreciarlo como un recuerdo hermoso de la niñez.

La vida en Etemiltir giraba en torno al trabajo en los campos colindantes al promontorio. La clientela era un pacto típico que se ejercía entre los jefes aristócratas y las familias de posición social más baja. A cambio de sustento, cobijo y protección, los clientes aportaban espaldas fuertes para las faenas y, en los días de guerra, brazos fornidos para manejar las lanzas. A diferencia de la esclavitud, esta relación era libre y voluntaria. Su fortaleza era tal que los hombres de un patrono entregaban su vida por él sin dudarlo, e incluso se suicidaban para seguirlo más allá de la muerte. Esta práctica extrema era conocida como «Devoción».

Mientras tanto, mi familia gozaba de libertad para dedicarse a otras cosas. Icortas administraba las cuentas y se relacionaba con los mercaderes interesados en nuestros productos. Además, dedicaba mucho tiempo a practicar el arte del combate. La mayor parte del orgullo de un íbero se sustenta en su habilidad con las armas.

Por su parte, mi madre revisaba las tareas domésticas de la finca: la organización de las labores del campo, el almacenamiento y revisión de los productos... Su permiso era indispensable para cualquier tarea relacionada con la comunidad.

Aunque, si guardo en mi memoria una imagen, es la de Aretaunin hilando en su telar. Durante mi infancia y juventud jamás vestí túnica o sayo que no hubiera tejido ella, e incluso ya de adulto busqué siempre la calidez y el cariño que volcaba en sus prendas. Recuerdo que me quedaba largas horas viéndola tejer, ensimismado por la ligereza con la que pulsaba las hebras. Quizá fuera mi amor de hijo, pero cuando la contemplaba me parecía que estaba rodeada por un halo hermoso que olía a lino, tinte y cuerda de telar. Su belleza no era cristalina y frágil, sino fuerte. Su corazón, como el de todos los íberos, era apasionado, cálido y generoso. La amaba mucho.

Entre los habitantes del caserío todos conocían la marca con la que mi familia había sido ungida. Su trato hacia mí era tan considerado como se esperaba por ser el hijo de su señor. Sin embargo, conforme fui adquiriendo conciencia de mi entorno, comprendí que me miraban con un respeto tan exagerado que era imposible cualquier relación de verdadero apego. No tuve amigos durante mis primeros años de vida, aunque el cariño de mis padres alivió esta carencia.

Advierto que no estoy siendo justo. En realidad, sí tuve un maravilloso compañero de aventuras. Apenas había cumplido un año cuando mi abuelo me trajo el mejor regalo que jamás me hicieron: un cachorro de perro de aguas. Carbón, lo llamamos, pues era oscuro y a la vez cálido. Fue un amigo magnífico desde el primer día, casi un hermano, pues crecimos al unísono. Era cariñoso y observador, de tamaño mediano y recubierto de un pelo largo, rizado y lanoso. Sus ojillos, diminutos pero muy inteligentes, quedaban ocultos en la distancia por el cabello que le caía por la frente. Tal era la devoción que me mostraba que jamás se separaba de mi lado. Su natural alegría acentuó la mía: siempre estaba dispuesto al juego, a los saltos, las carreras y los revolcones en el barro. Tenía gran afición a nadar, por lo que con el tiempo se mostró tan buen cazador como pescador.

Mi condición y todo lo relacionado con el presagio de la sacerdotisa había sido puesto en conocimiento de Irbeles de Edeta desde el primer momento. Aunque la noticia supuso una gran alegría para mis abuelos, decidieron no divulgarla por precaución. Mi reputación podía convertirme en una presa apetecible para cualquier enemigo que quisiera forzar un buen rescate.

A pesar de ello, las lenguas hablaban y los rumores se extendieron por la región como un susurro llegado de otros tiempos. Pronto, los edetanos supieron que uno de los suyos estaba destinado a ser importante.

* * *

Todo cambió cuando cumplí dos años. Al fin, la guerra de Oriente nos afectó, aunque fuera de modo indirecto. El conflicto se había recrudecido; Cartago, que tanto alardeaba de su solvencia naval y militar, había encontrado en los romanos un enemigo más capaz de lo previsto. Roma demostró su poderío infligiendo varias derrotas dolorosas a los cartagineses. La primera tuvo lugar cuatro años antes: una flota de más de trescientos barcos, comandada por Marco Atilio, había dado buena cuenta de una cantidad mayor de naves púnicas. Para Cartago resultó el peor golpe posible, pues se tenían por los señores del mar.

Como otras veces en el pasado, los cartagineses volvieron sus ojos hacia Iberia para demandar mercenarios con los que cubrir las bajas.

Y así, un día llegó a Etemiltir una comitiva de reclutadores púnicos. Su portavoz, un tal Bodmelkart, era un oficial que había recorrido toda Edetania buscando a líderes locales que desearan unirse a su ejército.

–Allá a donde he ido me han hablado del buen juicio y el brazo armado de Icortas, señor de Etemiltir –lo alabó, con palabras pronunciadas en tono meloso.

El caso era que mi padre sí se había ganado el respeto de otros nobles de Edetania, a pesar del poco tiempo que llevaba en aquellas tierras. Bodmelkart le prometió una gran suma de oro y plata, a la vez que engordaba el orgullo que suponía luchar por su pueblo, grande entre los grandes.

–Cuando Cartago venza, será generosa con quienes la hayan apoyado –aseguró, tratando de sonar magnánimo–. La gloria recibida perdurará en tu familia durante generaciones sin fin.

Mi padre no deseaba presentarse, sobre todo porque dudaba de las palabras de Bodmelkart. Eran demasiado dulces y aduladoras. La doble moral de los cartagineses y los griegos hacia los mercenarios era antológica: los trataban con esmero durante las contrataciones, pero en la batalla todo cambiaba. Entonces se convertían en tropas prescindibles, los primeros en marchar y morir para así salvaguardar en lo posible a los soldados cartagineses. Y no dudaban en abandonarlos a su suerte si la situación lo requería. Sin embargo, a la hora de reclamar la victoria, jamás eran tenidos en cuenta. Como solía decirse, «los mercenarios ganaban las guerras; los cartagineses, el honor».

Pero el orgullo le obligaba a aceptar la oferta. Los púnicos conocían bien el carácter íbero, y por eso nos buscaban antes que a otros pueblos. A los libios y númidas se los ganaba con oro, vino y mujeres; a los íberos con menciones al honor. Rechazar aquella propuesta supondría para mi padre mostrar miedo ante otros nobles edetanos, lo cual en su caso era si cabe más impensable. La nobleza de un íbero se defiende en las batallas. No basta con heredar un linaje, hay que fortalecerlo como guerrero, y el padre del Elegido debía dar más ejemplo que nadie.

Aunque Icortas había participado en varias batallas durante su juventud en Saití, sólo fueron combates campales para evitar pillajes o duelos masivos de honor para reconciliar agravios territoriales. La guerra entre Roma y Cartago era mucho más, así como lo sería la recompensa. Le proporcionaría un prestigio sin igual, lo que le permitiría no verse obligado nunca más a participar en un conflicto semejante. Pero existía otro motivo, que sólo tiempo después me confesaría: aprender tácticas avanzadas para poder transmitírmelas a su regreso.

–Lucharé por Cartago, Bodmelkart, pero ante todo por la gloria de mi pueblo –confirmó Icortas.

Reunió a un buen grupo de aguerridos edetanos de la región para que lo acompañaran. Para esos hombres fue un orgullo que un señor como mi padre les ofreciera servirle en la guerra. Excepto los que habitaban en Etemiltir, el resto no le rendían clientela. Y aun así lo admiraban por su templanza. Aquello, junto a la perspectiva de un buen botín, bastó como aliciente.