MÜHLBERG

 

VÍCTOR FERNÁNDEZ CORREAS 

 

 

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición impresa: mayo de 2022

Primera edición en e-book: mayo de 2022

© Víctor Fernández Correas, 2022

© de la presente edición: Edhasa, 2022

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4869-9

Producido en España

A Ángel, mi padre. Mi ángel de la guarda.

A Alberto, Jorge y Víctor Manuel.

Ellos tienen la culpa de que siga aquí dando guerra.

Notas

1 Persona extremadamente lenta. Literalmente, bolsa llena de grasa de ballena.

2 Persona tan idiota que es incapaz de entender las cosas más simples.

3 Cabeza de cerdo, en alemán.

4 Canción del maestro cantor Bernkopf, llamado Frauenzucht, en la que narra la batalla de Bulgnéville (2 de julio de 1431).

5 Tonto.

6 Matar.

7 ¡No te entiendo!

8 «Cierra, cierra», en alemán.

AGRADECIMIENTOS

Esta novela no sería lo que es sin la voluntad y entusiasmo de mi editora, Penélope Acero, que creyó en ella cuando no era más que una idea en mi cabeza y después cuatro líneas en un correo electrónico. Tampoco lo sería sin la implicación de Edhasa. Hay cosas que quedan dentro de uno para siempre, como la complicidad de Eva María Martín. Ella sabe por qué.

Y tampoco lo sería sin la ayuda e implicación del Itinerario Cultural del Consejo de Europa de la Red de Cooperación de las Rutas del Emperador Carlos V en las personas de su presidente, Miguel Ángel Martín Ramos; su director-gerente, Quintín Correas, y Alicia López García, que vale para todo lo que le pidas y más. Para ellos, mi agradecimiento.

Como también he de agradecer su inmensa ayuda a Babette Weber, directora de la Asociación de Museos del Distrito de Elbe-Elster (Alemania), del que forma parte el Museo Mühlberg 1547 dedicado a la batalla, y al responsable de Salud y Asuntos Sociales de Mühlberg, además de responsable de los asuntos relacionados con la Red de Rutas de Emperador Carlos V, Roland Neumann, por sus aportaciones sobre dicha batalla, así como por los detalles de la vida de Barthel Bauchmann y los emplazamientos concretos del lugar de la batalla y el vado por el que cruzaron el río Elba los ejércitos del emperador Carlos V. De la traducción de alguna de esa documentación se encargó mi Sandra Calero Koopmann, que se las vio y se las deseo la pobre con un alemán un tanto enrevesado. ¡Que ya es decir!

También me gustaría agradecer sus aportaciones sobre la política alemana del emperador Carlos V al historiador Ludolf Pelizaeus, catedrático de Historia cultural y de ideas de los países de lengua alemana en la Universidad de Picardie Jules Verne (Amiens); al profesor Raymond Fagel, de la Universidad de Leiden (Holanda), por sus aportaciones de la vida de Cristóbal de Mondragón. A ello también ayudaron las de David Muriel desde Medina del Campo; y Alain Servantie, por todas sus aportaciones acerca de las armas de fuego utilizadas por los ejércitos del emperador Carlos V.

Y muy especialmente, al profesor Carlos Belloso Martín, investigador principal del Grupo de Investigación en Gestión Cultural (GECU) de la Universidad Europea Miguel de Cervantes de Valladolid, por ser mi ángel de la guarda en todo el proceso de investigación y escritura de esta novela.

Y por último a ti, lector/a, siempre. Sin ti, todo esto nunca tendría sentido.

MÜHLBERG

«Vine, vi y Dios venció».

Carlos V

«El objetivo de un buen general no es la lucha,

sino la victoria.

Ha luchado lo suficiente si alcanza la victoria».

Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel,

tercer Duque de Alba

«Compadre, qué jartá de matar luteranos».

Baltasar Carrillo, arcabucero del Tercio de Sicilia

DRAMATIS PERSONAE

EJÉRCITO IMPERIAL

Carlos I de España y V de Alemania: rey de España y emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel: tercer duque de Alba.

Juan Ortuño: traductor del duque de Alba.

Mauricio de Sajonia: elector de Sajonia y duque de Sajonia-Meissen. Primo de Juan Federico de Sajonia.

Fernando I: rey de romanos y hermano del emperador Carlos V.

Heinrich Lersner: jinete al servicio de Mauricio de Sajonia.

Thilo von Trotha: jinete al servicio de Mauricio de Sajonia.

Diego de Arce: maestre de campo de los tercios del emperador Carlos V.

Alonso Vivas: maestre de campo de los tercios del emperador Carlos V.

Álvaro de Sande: maestre campo de los tercios del emperador Carlos V.

Diego de Alonso: capitán de los tercios del emperador Carlos V.

Alonso de Céspedes: capitán de los tercios del emperador Carlos V.

Íñigo Mendizábal: arcabucero de los tercios del emperador Carlos V.

Pedro Timón: jinete de los tercios del emperador Carlos V.

Baltasar Carrillo: arcabucero de los tercios del emperador Carlos V.

Cristóbal de Mondragón: soldado de los tercios del emperador Carlos V.

Diego Cubero: soldado de los tercios del emperador Carlos V.

Gaspar Briceño: soldado de los tercios del emperador Carlos V.

Ruiz de Mena: jinete de los tercios del emperador Carlos V.

Lorenzo Belli: jinete de los tercios del emperador Carlos V.

Hans Meyer: jinete de los tercios del emperador Carlos V.

Juan de Torres: capellán del ejército imperial.

Norbert Bachmann: espía alemán al servicio del duque de Alba.

Nicolás: jinete de los tercios del emperador Carlos V.

Bernardo de Aldana: capitán de una compañía de arcabuceros a caballo de los tercios del emperador Carlos V.

Dionisio Daza Chacón: cirujano de los tercios del emperador Carlos V.

Dorothea: prostituta.

EJÉRCITO DE JUAN FEDERICO DE SAJONIA

Juan Federico de Sajonia: príncipe elector y duque de Sajonia-Wittenberg.

Hans von Ponickau: chambelán de Juan Federico de Sajonia.

Wolf von Schönberg: maestre de campo.

Paul Jamintzer: jinete.

Jonas Bauer, jinete.

Lazarus Heynen: soldado.

Alberto Fischer: capitán.

Gunter Lorhard: soldado

Ulrich de Saale: capitán.

Götz: capellán.

Naturales de Mühlberg

Barthel Strauchmann.

Cornelia: mujer de Barthel Strauchmann.

Heinrich Amman: amigo de Barthel Strauchmann.

Capítulo 16

EL BOSQUE SANGRIENTO

Al pie del bosque de Lochauer Heide. Pasadas las seis de la tarde

«Y aquí estamos».

Carlos, que aferra con seguridad las bridas de su caballo, examina con detenimiento la situación. Desde donde está, puede ver a buena parte del ejército de Juan Federico de Sajonia fuera del camino, con el bosque de Lochauer Heide a su espalda, listo para la batalla. Delante, lo que parece una zona pantanosa, grande. «Quizás haya algún arroyo que vaya a morir a él», cavila con atención.

El lugar es ideal para afrontar una lucha corta, como ha demostrado el príncipe elector con la elección del mismo y la disposición de sus hombres.

Al emperador le basta con alzar la mirada hacia el cielo y comprobar la posición del sol. No tardará en menguar la luz.

«¿Entonces, Carlos?», se pregunta, y resopla con languidez. «¿Todo para nada». Las semanas de persecución, la marcha de la noche anterior, la batalla de hace unas horas...

«¡No, Carlos, claro que no!», concluye con un nuevo resoplido; ahora, poderoso, enérgico. Su determinación sigue siendo la que es, e incluso se ha visto reforzada por lo ocurrido a orillas del Elba y la persecución del ejército de Juan Federico.

–¡Dadme la vanguardia, buenos hombres, y ese hideputa de Juan Federico habrá cerrado los ojos antes que de que acabe el día! ¡Y ya me encargaré de que seáis vos quién le deis las buenas noches! –le prometió el duque de Alba, una vez derrotada la resistencia enemiga en el Elba.

Carlos mira a su izquierda y a su derecha. Lo hace con calma, para hacerse una composición de lugar. A continuación, acaricia la crin de su caballo. Está nervioso. Y cansado, piensa convencido.

Fue el duque de Alba quien lo urgió a acelerar la marcha para que vanguardia y retaguardia se unieran cuanto antes, y eso es lo que han hecho a fuerza de someter a sus monturas a un esfuerzo demoledor. Son ya muchos días, y eso lo notan los animales.

Acaricia con suavidad a su caballo. Le susurra con dulzura.

–Tranquilo, tranquilo...

Se lo ha dicho en alemán. Una costumbre como otra cualquiera. Le gusta hablarles en esa lengua.

–Tranquilo...

Carlos vuelve a alzar la vista, primero al frente, y después a izquierda y derecha. De este lado se aproxima el duque de Alba. Lo nota algo preocupado, si bien sólo puede ser una percepción suya, pero ese gesto, ese tic..., tanto es lo que se conocen que sus gestos le revelan su estado de ánimo.

–Compartís la misma preocupación, ¿no es cierto, Fernando?

El recién llegado le dedica un resoplido a modo de respuesta. Cosas de la confianza.

–Estamos solos –apostilla.

–Hace nada he ordenado a un capitán que acudiera presto a azuzar a Alonso Vivas y sus arcabuceros.

–Nos vendría muy bien contar aquí y ahora con esa artillería.

El emperador emite un nuevo chasquido de lengua.

–Pero no puede ser.

–No, no puede ser –repite el duque. Por su tono de voz, Carlos lo sabe contrariado. Y eso le gusta. Si alguien sabe sacar lo máximo de lo mínimo, ése es Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, tercer duque de Alba.

–El enemigo aguarda.

–Me jugaría lo que fuera menester a que ese hideputa de Juan Federico busca refugiarse en aquel bosque. Lo que me preocupa es esa zona pantanosa.

Carlos se acaricia la punta de la barba con ademán pensativo.

–Mal sitio –prosigue Fernando.

–Habrá que salvarla si queremos que Juan Federico no huya hacia Wittenberg.

–¿Queréis saber qué es lo que haría? –La mirada de Fernando desprende un brillo peligroso.

–Deseando estoy de escucharos.

–Os diría que fuerais de frente contra Juan Federico. Distraedlo, ya sabéis, pero sin entrar en combate. Que vea que os acercáis, pero esperad a mi señal para echaros sobre él.

Carlos no puede evitar una sonrisa al escuchar las últimas palabras.

–¿Y vos?

Por el contrario, el rostro del duque es la severidad en estado puro. Ha analizado pros y contras, pasos que seguir y todas las posibles contingencias. Y tiene claro qué hacer.

–Abandonaré el camino para marchar con mi caballería bien arrimados al bosque. Atacaremos por un costado, los envolveremos.

–¿Creéis que oculta tropas allí?

–Es gordo, pero no necio. Le sobrará grasa, pero no lucidez. Sabe de sobra que lleva todas las de perder, que ha dejado atrás a muchos de los suyos. Y también cuenta con el atardecer –expone el duque, echando una breve mirada al cielo, que comienza a teñirse de anaranjado por oriente–. Luchará, porque conoce nuestras intenciones, pero se cuidará de exponerse más de la cuenta. Esa zona pantanosa es un impedimento, pero aún mayor lo sería el bosque si consigue refugiarse en él.

Se miran en silencio. El duque desvía lo justo la mirada para echar un nuevo vistazo a su objetivo. Sonríe mientras asiente, pensativo. Carlos se percata de su reacción.

–Ya lo estáis viendo, ¿verdad?

–Tengo tantas ganas como vos de ensartar a esa bola de grasa, pero hay que hacer las cosas con tiento. Para eso, los húngaros son unos maestros, ya lo sabéis. –Fernando mira a su interlocutor–. Esos hideputas luteranos no saldrán de ésta, ¡os lo puedo asegurar!

–Bien. Sea, entonces. –Carlos agarra las riendas de su caballo con fuerza–. Haremos las cosas como decís. Marchad con vuestros caballeros y haced todo el daño que podáis. Hemos de ser rápidos. –Levanta una vez más la mirada al cielo–. ¡El tiempo apremia y la noche se nos echa encima!

El duque se despide y galopa para reunirse con sus escuadrones. El emperador lo ve marcharse. Confía a ciegas en él, es su mejor soldado.

«Y aquí estamos», retoma Carlos su pensamiento inicial. Con una enésima mirada a izquierda y derecha, y esta vez también a su espalda, se cerciora de que no hay rastro alguno, para su pesar, de la infantería. Entonces, espolea a su caballo y comienza a recorrer la fila que forman sus huestes. Lleva el brazo izquierdo levantado, poderoso. Se siente como nunca.

–¡Señores, hemos llegado hasta aquí! ¡La noche se nos echa encima, la oscuridad amenaza con ahogarnos! ¡Pero tened fe! ¡Dios iluminará nuestra empresa, hará vencer nuestro partido frente al del enemigo! ¡Ya visteis su cara esta mañana, las afrentas que nos dedicaron! ¡Es hora de vencer!

–¡Venceremos! –estallan, eufóricos, los jinetes ante los que galopa el emperador.

–¡Vencerlos hemos!

–¡Venceremos! –aúllan los jinetes, conteniendo a sus monturas, deseosas de echarse a galopar.

Cuando el emperador llega al punto donde aguarda el escuadrón de Mauricio, está eufórico.

–¿Vuestro pariente quiere refugiarse en el bosque? Habrá que impedírselo, ¿no?

–¿Acaso lo dudáis? –ríe Mauricio.

–¡Creo que vuestro primo no va a tener buen fin del día!

–¡Él se lo ha buscado!

Ríen al unísono. El duque alemán apesta a falsedad. Quiere estar a bien con el emperador, pero le oculta sus verdaderas intenciones. Mauricio siempre tiene que ganar, y en su cabeza se ha puesto en marcha el mecanismo de una nueva estrategia una vez que Carlos aprese a su primo y lo ejecute. Será tan despreciable como beneficiosa para sus intereses.

–¡Sea entonces! ¡A ellos, caballeros! ¡Vencerlos hemos! –grita el emperador, lanzándose al galope contra el enemigo.

Extendidos los escuadrones para la batalla, ordenados en ala, centenares de jinetes se abalanzan contra el ejército de Juan Federico.

El suelo tiembla. Los caballos relinchan, gritan sus jinetes, vociferan toda suerte de blasfemias e insultos. Miradas inflamadas de odio, rostros constreñidos. Y unas inmensas ganas de matar en todos ellos.

«Dios está contigo, Carlos», regresa este pensamiento a la cabeza del emperador, que cabalga con la mirada clavada en su objetivo, del que sólo lo separa la zona pantanosa.

El enemigo lo está esperando.

Al pie del bosque de Lochauer Heide. Pasadas las seis de la tarde

Hans se remueve inquieto en la silla de montar. No es hombre de guerra. Le tiembla el labio inferior. Lo corroen los nervios.

Juan Federico esquina la mirada, pero no tarda en posarla de nuevo en la galopada que se aproxima hacia ellos. El que tiembla es su caballo, que se merece el mayor de los homenajes después de llevarlo a cuestas toda la jornada. De repente, el noble sonríe.

Hans, atónito, no entiende qué está ocurriendo. Lo que antes eran gritos y alaridos, ahora es un caos de órdenes, de movimientos extraños de los animales.

–Las prisas nunca son buenas consejeras... –oye que le dice Juan Federico.

–¿Qué ha pasado?

–Lo que tenía que pasar. Las ganas... –El príncipe elector se echa a reír con ganas. Su chambelán lo mira con cara de no saber nada–. El emperador intenta cruzar como si nada esa zona pantanosa donde nace el arroyo.

–¡Pero si a nosotros nos costó una enormidad! –recuerda Hans–. ¡Es un cenagal!

–Les llevará un tiempo. –Sin perder la sonrisa, Juan Federico revisa el cielo. El sol comienza a ser ya un recuerdo–. Bien, ha llegado el momento de resguardarnos en el bosque. Mañana, con el alba, pondremos rumbo a Wittenberg. Allí, en compañía de los nuestros, ya nada tendremos que temer.

Al notar los talones de Juan Federico, su caballo echa a andar con paso cansino. Tras él marcha la escolta personal, no menos de sesenta caballeros.

Hans tarda en reaccionar. No deja de mirar al enemigo, que aparentemente no guarda ya el orden inicial. Y ahora le parece ver algo que hasta ahora les había pasado desapercibido.

Son jinetes. Al galope, profieren alaridos.

Pero no vienen hacia ellos.

–¿Dónde demonios van ésos? –murmura.

Dentro del bosque de Lochauer Heide. Un rato más tarde

Al duque de Alba y a sus jinetes los recibe un silencio que estremece cuando se internan en el bosque. Entre las primeras hileras de pinos y robles se cuelan algunos rayos de sol que no llegan más allá. Los envuelve un olor agradable: a brezo. Y este olor suave, fresco, acompaña el trotar de los jinetes.

Nada de galopar una vez dentro del bosque había sido su consigna. Al trote, y todos la cumplen. Interrumpe la calma un par de ciervos que se alejan del lugar, asustados por la intimidatoria presencia de los centenares de jinetes.

–Compadre, ¡aquí no se ve ni una miajina de ! –protesta Baltasar por la espesura.

–¡Sssh!

Íñigo chista a su amigo. Cabalgan en paralelo en la grupa de sendos caballos. Las riendas del que monta el durangués las lleva el extremeño Pedro Timón, con el que también le une una cordial relación.

–¡Que a mí la oscuridad me da mucho miedo!

–¡Vamos a ver! –le reprende el otro, alarmado también por una falta de luz que comienza a ser inquietante–. ¡Aún hay sol! ¡Nada de miedo, pues!

–¡Callaos! –les chista Pedro Timón.

–Sí, sí... –asiente Baltasar, mirando a todas partes. El bosque se manifiesta a su alrededor: pájaros que trinan, ramas que crujen o que el viento zarandea... Unos siseos que al gaditano le sientan como una patada en la entrepierna–. Pero como caiga el sol y no hayamos salido de aquí, ¡aquí que nos quedamos, compadre! ¡Y yo no quiero quedarme aquí!

–¡Ni os vais a quedar!

Baltasar, inquieto, chasquea la lengua.

–Y luego, esos perros herejes... ¿Dónde se habrán metido?

–Pero vamos a ver, ¿no decíais tener miedo de que se nos eche la noche encima?

–¡Y lo tengo, cohone! Pero es acordarme de que hemos venido a lo que hemos venido, ¡y como que se me pasa! –responde, encogiéndose de hombros.

«Señor, dadme paciencia», implora Íñigo, dirigiendo una mirada fugaz al cielo. Luego busca con ella al duque de Alba, que marcha por delante. Cabalga atento, vigilante, inquisitivo. A su lado cabalga Álvaro de Sande, maestre del Tercio de Nápoles; y detrás, a una distancia de un par de caballos, Mauricio.

Avanzan por una vereda estrecha, cerca de lo que parece ser un charco. Cuando se acercan, cae en su error: es mucha el agua. Y son varios los riachuelos que lamen la senda.

–¿Qué os parece? –El duque vuelve para dirigirse a Álvaro de Sande.

–Al menos, por aquí no hay rastro de luteranos.

–Luego no están tan dentro como parecía...

–Así es.

Fernando analiza el lugar, despacio: las veredas, los charcos de agua. Echa un vistazo hacia atrás para calcular la distancia recorrida. No deja de asentir. Hasta se permite una sonrisa, una de las suyas; de ésas que se regala cuando lo tiene todo controlado.

–Don Álvaro, ¿tenéis cuerpo de jarana?

El aludido esboza una mueca.

–Ya sabéis que a eso nunca os digo que no. ¿Qué tenéis pensado?

–Aplastar a esas ratas. Nosotros, desde dentro, y el emperador, desde fuera. En caso de que quieran refugiarse en el bosque, ¡los remataremos!

Fernando sigue sonriendo de esa manera que invita a hacérselo todo encima al destinatario de la sonrisa. De pronto, se vuelve hacia atrás. Busca a Mauricio. Le hace una señal.

–El maestre Sande arremeterá con sus húngaros y con la caballería ligera que considere necesaria. –Habla despacio, midiendo las palabras. Su dominio del alemán da para lo que da–. La orden es dar batalla a vuestro primo, hostigarlos sin parar, pero sin enfrentarse directamente.

–Desangrarlos –apostilla Álvaro de Sande.

–¿Y yo? –pregunta Mauricio.

–Quedad con vuestros herreruelos. En cuanto os lo ordene, atacad presto y causad todo el mal que podáis.

Mauricio compone un gesto de extrañeza. El duque, que se percata.

–Presto.

El noble asiente, sin más, y se aleja. Fernando lo sigue con la mirada en su camino hasta el escuadrón que comanda el de Sajonia.

–No os termináis de fiar de él... –apunta el maestre de campo.

–Me conocéis de sobra.

–Por eso.

–En fin, a lo que vamos. Avanzad con los húngaros. Dejadlos a sus anchas.

Los dos se echan a reír con este último comentario.

Y, de inmediato, Álvaro de Sande se reúne con los suyos. Da órdenes cortas a un par de húngaros, y luego imparte otras más a los jinetes de los caballos ligeros. Pedro e Íñigo las cazan al vuelo.

–¿Vamos a lo que vamos? –pregunta Baltasar, de inmediato.

–Eso parece.

–¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Vamos a matar herejes! –estalla el gaditano, alborozado–. ¡Qué jartá, madre, qué jartá!

–¿Y la noche? ¿No os preocupaba que se nos echara encima? –apunta el otro, con sorna.

–¡Nosotros, a lo nuestro, que, para cuando se haya puesto el sol, ya habré puesto a criar malvas a algún hereje más!

El cielo del bosque se llena de alaridos, de voces graves que ansían sangre con la que satisfacer su sed; de los gritos salvajes de Baltasar, excitado por entrar de nuevo en combate. Y centenares de jinetes se lanzan a cabalgar con furia. Más gritos, más alaridos. El bosque se estremece.

«¡Acabad con esa ralea protestante!», sonríe el duque de Alba.

Al pie del bosque de Lochauer Heide.Un rato después

Sería difícil discernir quién abre más los ojos, si el príncipe elector o su chambelán, con la tormenta de alaridos que se cierne sobre ellos.

Una tormenta que no se esperaban.

A Hans, de repente, le cuesta respirar, como si se hubiera quedado sin aire.

Centenares de jinetes con caras de no regalar besos ni caricias se aproximan. También se acercan por delante los que han conseguido salvar la zona pantanosa.

Entonces, con la mirada perdida, recuerda la visión de un escuadrón marchándose de la compañía del emperador.

«A dónde van ésos», se había preguntado.

Su mirada regresa a su punto original, algo más entrecerrada, pero sin perder ni un gramo de incredulidad.

«¡Maldición!», estalla para sí, apretando los dientes.

El primer pensamiento que le viene es para Wolf.

«Espero que no esté viendo todo esto», se susurra el chambelán de Juan Federico de Sajonia.

En ese momento se da cuenta de su error. Y clava la mirada en el cielo.

–Señor, sacadnos de ésta –masculla.

El suelo se estremece. Bandadas de pájaros sobrevuelan el cielo sobre sus cabezas. Huyen. Él también querría. Nota el temblor en sus manos, así como también en el labio inferior.

Los húngaros se aproximan desde un costado del bosque, aullando de forma terrorífica. La mezcla de gritos y los cascos de los caballos conforman un lienzo que no invita al optimismo. Hans sabe que cabalgan hacia ellos dispuestos a causar el terror, a llevarse por delante a todos los que puedan. Ataque, retirada, ataque, retirada. Así viene siendo desde primera hora de la tarde. «¿Hasta cuándo, Hans?», se pregunta, paralizado por el miedo.

No han sido pocas las ocasiones en que la curiosidad lo impulsó a preguntar a Wolf qué sentía cuando se encontraba en una situación similar a la que se enfrenta él ahora.

–Se te seca la boca. Con todo, eso no es lo peor, sino la sensación de levedad, de que lo que existe a tu alrededor deja de tener sentido; de que la muerte te ha cogido de la mano y tienes que soltarte de ella. La única manera de hacerlo es luchando, luchando con fiereza. Es tu vida o tu muerte. Y sólo te sientes a salvo cuando es ella la que se suelta de tu mano. O luchas y te sueltas, o la muerte te lleva con ella.

Wolf, Wolf, Wolf. Siempre él. Porque sabe del negocio que se trae entre manos. Es un hombre de guerra. Pero él, no. Él es un hombre de números, un funcionario más.

Hans nota cómo la respiración cabalga dentro de sí a la misma velocidad que los enemigos que se aproximan: desbocada. De pronto, parece escuchar un susurro lejano.

Una voz lo llama. Una y otra vez.

«Hans, Hans, Hans».

Vibra el suelo bajo sus pies. Entrecruza los dedos de las manos, temblorosos. Y, de súbito, se quiebra el ensimismamiento que se había apoderado de él. No por completo, pero sí desaparece un pequeño hilo de esa sensación de no ser, de ingravidez, en la que se sentía envuelto.

A su izquierda, el príncipe elector le chilla. Tiene la cara roja. Se está desgañitando.

«Hans, Hans, Hans», le parece seguir escuchando en la lejanía.

Aterriza en la realidad con la bofetada que le suelta Juan Federico, tan grosera como certera. Lo despierta de inmediato.

–¡Volved de donde queráis que estéis, demonios! –aúlla–. ¡Nos están atacando!

Hans abre los ojos y mira al frente.

–¡Haced algo, ordenad lo que dispongáis, pero hacedlo, maldita sea! ¡Para eso sois ahora mi maestre de campo! –sigue gritando el otro, casi al oído.

Los húngaros están cada vez más cerca. Sus alaridos sobrecogen.

El chambelán tiembla.

«¡Haz algo, por el amor de Dios!», se dice.

Mira a su espalda. Centenares de arcabuceros esperan órdenes. Desde su posición acierta a ver a unos cuantos, pero más permanecen ocultos de la vista del enemigo.

Un arcabucero no aparta la mirada del chambelán, pero sin dejar de vigilar su arma, que tiene la mecha encendida.

–¿A qué esperáis? ¿A qué demonios esperáis?

Si soltara el arcabuz en ese momento, incluso se verían las hendiduras que han dejado sus dedos en la estructura por la fuerza con la que lo agarra.

Lazarus está deseando hacer fuego con el arcabuz que ha recogido del suelo. Su dueño ya no lo necesitarás más, y ansía llevarse por delante a cuantos más imperiales, mejor.

La distancia que los separa se acorta cada vez más. Están ya muy cerca. Si aguza la vista, podría distinguir los rostros de los jinetes húngaros, llenos de odio.

–¡Vamos, vamos, vamos! –masculla, excitado.

No lejos de allí, Paul contiene a su montura. Está nerviosa, tanto o más que él. Se afana en controlarla, la acaricia, pero ni así el caballo se tranquiliza.

–So, so... –insufla a su voz toda la calma que es capaz de transmitir en ese momento. Poca, lo reconoce. Él también siente nervios.

«¿Cuántas veces has mirado ya al cielo, Paul?», se pregunta. Si en ese momento fuera de noche, no habría persona más feliz que él sobre la faz de la tierra. Lo acontecido en esa jornada lo ha convencido de que está ante sus últimos instantes como jinete del ejército de Juan Federico de Sajonia. «Ya ha sido bastante, Paul».

Hasta ha decidido renunciar a los ofrecimientos del mariscal Von Schönberg. «Si es que sigue con vida una vez que acabe esto», se teme el jinete. Lanza una nueva mirada al cielo. Aún hay luz. Por eso maldice entre dientes.

«¡Tienes que aguantar hasta la noche, tienes que aguantar!», se exige, sin apartar la vista del peligro que se les aproxima en forma de jinetes húngaros.

Paul está determinado a huir con la llegada de la noche, aprovechando la oscuridad y la inmensidad del bosque. Sin dejar rastro. Sabe que, si consiguen salvar lo que les viene encima y aguantar a la noche, nadie reparará en él cuando Juan Federico decida poner rumbo a Wittenberg. «Uno más de los caídos», «no sé cuándo fue la última vez que lo vi», «luchaba cuando eso ocurrió», eso dirán de él.

Lazarus, seguro.

Un buen muchacho, pero carne de milicia. Es demasiado el odio con el que vive, y el odio envilece, emponzoña los sentimientos. Paul lo sabe de sobra, por eso ya no se permite que lo consuma, ni tampoco que la vida militar le soliviante lo más mínimo.

«Ya has tenido bastante, Paul».

Hay algo mucho peor que vivir con miedo: hacerlo con odio. Y es mucho el que alimenta los sentimientos de Lazarus. Si sale de ésta, será un soldado perfecto para los intereses de Juan Federico, o de quien sea.

En ese instante, un grito atroz resuena por todo el bosque. Un aullido agónico de Hans, que lo repite hasta dos veces más:

–¡Fuego!

–¡Al fin! –se alegra Lazarus.

El soldado sube el arcabuz a la horquilla y sopla la mecha para avivar el fuego.

Dispara.

Lo hacen él y cerca de un centenar de arcabuceros, todos a la vez.

Hans contiene la respiración.

«¡Ojalá que hayan muerto muchos! ¡Ojalá que hayan muerto muchos!».

Eso es lo que piensa. Eso es lo único que desea.

Bosque de Lochauer Heide. Posición del duque de Alba

La estrategia no ha salido todo lo bien que deseaba Fernando, que se lleva la mano derecha a la barba y se la acaricia en ese gesto tan suyo. A su lado, el capitán Diego de Alonso no pierde detalle. Tampoco se esperaba el imprevisto resultado de la carga de los húngaros.

–Mmm... –murmura el duque, pensativo.

–Quizás hayan perdido furia en el momento del ataque.

–Por fortuna, no parece que esa partida de arcabuceros haya causado mucho daño –comenta el duque, con la mirada fija en la carga. Ver a los jinetes apartarse de los arcabuceros de Juan Federico lo tranquiliza. De repente, abre los ojos de manera desmesurada–. Pero ¡qué demonios...!

Por un momento, el duque contiene la respiración. Los húngaros están componiendo una punta para cargar contra el enemigo, toda vez que no han conseguido encerrarlo tal y como pretendían.

–¡Los luteranos responden al ataque! –exclama Diego de Alonso.

–¡Demonios! –maldice de nuevo Fernando Álvarez de Toledo, entre dientes.

–¡Hay que ayudarlos! –oye que le dice el capitán extremeño.

–¡Y eso es lo que haremos! ¡Trompeteros! –ordena de inmediato. Si no actúan rápido, los húngaros pueden sufrir graves problemas.

A su orden acuden cuatro tipos vestidos a la dalmática, con las mangas cortas y las armas del emperador tanto en el pecho como a la espalda, y cargados con sus respectivos instrumentos.

–¡Duque Mauricio! –grita entonces el de Alba. El aludido se le acerca–. ¡Es vuestra hora!

Mauricio no responde. Mira lo que tiene delante, con parsimonia, gustándose; consciente del papel que le acaba de conceder el destino. Un papel importante. Justo el que deseaba.

–¡Id contra aquellos herreruelos que están hostigando a los húngaros!

Mauricio le devuelve una sonrisa. Escruta el frente, donde se desarrolla el enfrentamiento entre húngaros y protestantes. Arruga los labios mientras analiza la situación.

–Con mucho gusto –responde al fin.

Y, dicho lo cual, el noble alemán da la espalda al duque de Alba y llama a los suyos de inmediato.

–¡Es nuestro momento! –los exhorta–. ¡Todos formados y prestos para el ataque! Her, her!8 –les grita para animarlos, espada en mano.

Her, her! –le responden.

–¡Thilo! –nombra entonces a uno de sus caballeros–: Tomad una partida, internaos en el bosque y estad al tanto de los movimientos de mi primo.

Thilo von Trotha es uno de los soldados de máxima confianza de Mauricio de Sajonia. De mediana estatura, cubre su cuerpo con una armadura de color claro y lleva la cabeza cubierta con una celada de idéntico color.

–¿Estrecha vigilancia?

–Estrecha vigilancia. Lanzaos contra ello y, en cuanto trate de huir, porque el muy cobarde huirá, id a por él y capturadlo. No dejéis que sea ninguno de los hombres del emperador. Quiero que sea uno mío.

–Será como ordenéis.

Her, her! –grita entonces de nuevo Mauricio a sus hombres, para animarlos.

Her, her!

Le basta un golpe de espuela, a continuación, para salir a la carga contra los hombres de su primo Juan Federico que hostigan a los húngaros. Poco le importa conocer a muchos de los que van a matar. Sólo importan sus propios intereses.

Her, her! –sigue gritando Mauricio, al galope.

Her, her! –lo respaldan los suyos.

Fernando observa cómo los herreruelos de Mauricio cumplen con lo ordenado. En silencio, asiente satisfecho.

–Don Diego, ¿verdad que no nos vamos a quedar viendo la fiesta pudiendo formar parte de ella?

El capitán extremeño se ríe con ganas, de manera espontánea. Pero pronto enmudece y con un gesto pide perdón al duque por la reacción.

–¡No pidáis perdón! ¡Al contrario! ¡Compartís mi mismo objetivo, mi misma determinación! ¡Además –el duque apunta con la barbilla al punto por donde cabalga Mauricio–, no vamos a dejar que ese falso del duque de Sajonia se lleve una gloria que no le corresponde! ¿Acaso no estoy en lo cierto?

El extremeño duda si contestar.

–¡Con franqueza, don Diego!

–¡No, no vamos a dejarlo! –le responde el otro, seguro.

–¡Pues a qué esperamos! ¡Leña al manzano, que ya está lo suficientemente maduro como para que suelte sus frutos!

Fernando echa un último vistazo al cielo y agarra con rabia las riendas de su caballo. La luz del día comienza a ser un recuerdo. «Ahora o nunca», se dice. Y para él, siempre es ahora, el nunca no existe.

–¡Tocad las trompetas! –ordena a los recién llegados–. ¡Orden de ataque general! ¡Tocad, tocad como si os fuera la vida en ello! ¡Que vuestros sones también sean escuchados por el emperador! ¡La hora de los valientes ha llegado!

Los trompeteros hacen sonar sus instrumentos, y al instante el sonido penetra en los oídos de los soldados.

El duque de Alba, visera calada, ya no puede esperar más. Lo lleva en la sangre.

–Además, he oído que Juan Federico se desplaza siempre en carro –se permite hacer un último comentario a Diego de Alonso, mientras los escuadrones comienzan a formar ante él al son de las trompetas.

–Eso dicen.

–¡Tengo unas ganas enormes de que estrene nuevo carro para llevar su ataúd!

Dicho lo cual, Fernando abandona la compañía de Diego de Alonso y encara a sus hombres. El caballo que monta se encabrita, percibe la excitación que se ha apoderado de su jinete. El duque lo deja hacer. Es un buen caballo. Fiable, noble.

–¡Mis señores soldados! ¡Es momento de vencer! ¡Es momento de demostrar nuestro poder! ¡No hemos venido para hablar, ni tampoco para esperar! ¡Hemos venido para vencer!

A su voz le sigue un estallido de aprobación entre las filas ya formadas. Los trompeteros siguen tocando.

–¡Es momento de vencer! –chilla de nuevo Fernando.

Y se lanza al galope contra el enemigo. Lo acompañan al segundo centenares de voces y una orgía de relinchos de caballo y de cascos chocando con el suelo, que tiembla a su paso.

Bosque de Lochauer Heide. Posición del emperador Carlos V

–¿Las oís? –pregunta Carlos a su hermano, Fernando.

–¡Son las trompetas del duque de Alba!

El emperador siente cómo la respiración se le acelera. Han logrado sortear no sin dificultad la zona pantanosa, haciendo cruzar a los caballos en fila, y por fin están listos para luchar.

–¡Es la señal! ¡Es el momento de la batalla! ¡Acudamos en su ayuda!

A una orden suya, los heraldos hacen sonar sus trompetas.

–¡Tocad, tocad! –les insiste.

Acto seguido, se vuelve hacia sus hombres. Muchos tienen ya la vista puesta en el frente, donde las filas de Juan Federico, rotas, luchan contra los frentes abiertos por los húngaros de Álvaro de Sande y los caballeros de Mauricio de Sajonia.

Allí es donde desean estar.

–¡Dios nos ha traído hasta aquí para vencer! ¡Es hora de cumplir con sus designios!

–¡Es hora, es hora! –contestan sus jinetes, preparados para la batalla.

–¡Fernando, a mi lado! –llama a su hermano, al tiempo que comprueba que lleva el morrión bien calado–. ¡Prestos todos! –prosigue–. ¡Prietos, sin perder la marcha ni la formación! ¡El duque de Alba nos reclama!

Centenares de hombres esperan que el emperador dé la orden de ataque con la celada bajada y las lanzas en la mano. Carlos se cala la suya. Lo que ve ahora es una estrecha franja de tierra que la oscuridad comienza a envolver. «Si el duque ha decidido que éste es el momento, es que lo es». No puede verlo, pero Carlos percibe la presencia de su hermano a su lado. Los caballos bufan, inquietos.

–Es el momento, Fernando. ¡Dios ha venido para vencer!

Y el emperador espolea a su caballo. Lo siguen sin pensárselo sus soldados.

Frente a ellos, gritos, voces. Y la muerte, encantada de ser la gran invitada a la batalla al pie del bosque de Lochauer Heide.

Bosque de Lochauer Heide. Posición del ejército de Juan Federico de Sajonia

Paul aprieta los dientes, contrariado. Apenas han conseguido causar bajas al enemigo.

Se vuelve para hablar a Lazarus:

–¡Esto se pone peligroso! ¡Nos están rodeando!

Y está en lo cierto. Por delante, por el flanco derecho, los jinetes imperiales los hostigan, y aquellos a los que perseguían se han vuelto contra ellos con más violencia de la esperada. Los húngaros arremeten con fiereza, clavan sus lanzas en todo soldado enemigo con el que se cruzan, mutilan o cortan cabezas tirando de espada sin remilgo alguno. Empujan contra el bosque a los soldados de Juan Federico de Sajonia, que tratan de aguantar la acometida como pueden.

–¡Hay que retirarse para volver a cargar! –le chilla Lazarus para hacerse oír en medio de la batalla.

–¡Hay que retirarse para vivir!

–¡No, Paul!

Lazarus se acerca, sorteando cuerpos y espadas. El rostro de Paul muestra una mezcla de estupor y de incomprensión hacia Lazarus, de sorpresa por su proceder.

–¡Así no podremos resistir! ¡Seremos blanco fácil! ¡Nos van a matar a todos!

Mientras habla, señala a los húngaros, primero, que atacan con fiereza el flanco del ejército de Juan Federico; y a los jinetes que comanda Mauricio de Sajonia, después, cuya escabechina comienza a ser importante. En el suelo abundan cascos, escudos, espadas, algún que otro arcabuz. Y la sangre. Cuerpos de hombres ya muertos, con el cuello abierto o mutilados de manera horrible, clamando por una ayuda que nunca llegará, pidiendo el golpe de gracia. Más allá, el duque de Alba observa, maravillado, el espectáculo que supone ver a los húngaros arremeter contra el enemigo al grito de «España».

–¡Yo de aquí no me muevo! ¡Quien quiera a venir a por mí, que venga, pero me llevaré por delante a todos los que pueda! –insiste Lazarus.

–¡Estáis loco! –estalla Paul–. ¡Estáis completamente loco! –Le tira del brazo. Se mueve rápido, para esquivar el ataque de un húngaro, que pronto encuentra otro objetivo–. ¡No pienso dejaros aquí!

–¡Idos!

Para sorpresa de Paul, Lazarus lo apunta con su arcabuz. Tiene la mirada inyectada en sangre; el odio cincelado en el rostro con una pulcritud que asusta.

–¡Estáis loco!

–¡No estoy loco! ¡No pienso abandonar mi puesto, ni a los míos! ¡Soy un soldado, no un cobarde como vos! ¡Miraos bien, Paul, en qué os habéis convertido!

El jinete compone un rostro de estupefacción por el que, de seguido, asoma una sonrisa colmada de sarcasmo.

–¡No sabéis nada de la guerra! ¡No sabéis nada! –escupe–. ¡Ahora os creéis muy valiente, os creéis casi inmortal, sin miedo a la muerte! ¡Esperad unos años, si no os han matado antes, y aprenderéis a apreciar la vida! ¡Acordaos de mí cuando os veáis rodeado de tantos soldados como ahora, y sintáis que todo lo que queréis o conocéis ha llegado a su fin! ¡No deseareis otra cosa que rezar a Dios para que os saque vivo de ésa, para que os dé la oportunidad de volver a abrazar a los vuestros! ¡Para que os dé la oportunidad de vivir!

Lo que obtiene por respuesta de Lazarus es una risa. Una risa juvenil, orgullosa.

–¡Mirad en qué os habéis convertido, Paul! –repite sin perder la sonrisa que viste sus labios–. No sois más que un recuerdo de lo que fuisteis. ¡Un maldito cobarde!

–¡Sois un jodido necio! –niega éste con la cabeza.

Paul agarra con fuerza las riendas de su caballo y lo espolea. Debe hallar la manera de salir de aquel entuerto que apesta a muerte. Aprieta los dientes. Mueve a su montura entre los imperiales que lo rodean.

«¡Tienes que bajarte, Paul! ¡Tienes que bajarte tú solo del caballo! ¡Que no te baje nadie!».

Son varios los húngaros que se le echan encima. Gritan «España, España», o algo parecido. Atacan con sus lanzas bajas y tablachines. Y no dejan de chillar.

«¡Tienes que salir de aquí!», se insiste Paul.

Por delante parece que se está organizando una partida. Por la vestimenta de los caballeros, no tiene duda de que se trata de la guardia de Juan Federico de Sajonia. Huyen.

«¡Con ellos, Paul!», se exige.

Y tras ellos echa a galopar.

A unos pasos de distancia

Que los húngaros arremetan contra los protestantes al grito de «España» es algo que maravilla al duque de Alba.

La celada que protege su cabeza impide ver su rostro: cansado, sudoroso, pero feliz. Siente que la victoria está próxima.

Los hombres de Álvaro de Sande ya no encuentran resistencia entre los soldados de Juan Federico de Sajonia; tampoco los de Mauricio.

Diego de Alonso galopa hacia él, y el duque de alba se levanta la visera. Su mirada es un coro celestial elevando gracias a Dios.

–¡Los pocos que quedan se retiran al bosque! ¡Y los perseguimos!

El duque de Alba inspira con fuerza, hinchando el pecho. A su alrededor, el suelo es una alfombra de muertos, de heridos que lamentan su desgracia; de cascos, de espadas, de escudos ya sin dueño; de tantas armas que incluso dificultan el paso de sus soldados. El reguero se extiende bosque adentro.

–No irán muy lejos... En especial, ese hideputa de Juan Federico.

A su alrededor, el pillaje no ha hecho más que comenzar: soldados que se abalanzan sobre los caídos para arrebatarles cualquier cosa de valor que lleven encima. Con los muertos lo tienen fácil, no oponen ninguna resistencia. Tampoco los heridos se resisten demasiado: acaban con un tajo en el cuello, rápido, efectivo.

Diego de Alonso busca al duque con la mirada.

–Así es la guerra, don Diego. Es su premio. ¡Vamos, que tenemos una batalla que rematar!

Fernando espolea a su caballo dejando atrás al capitán extremeño, pensativo. ¿Quién es él para decir a aquellos soldados que no se comporten con tan escaso respeto por los muertos? Es la parte del negocio de la guerra que peor lleva; y eso le alimenta el pensamiento desde la anterior campaña del Danubio.

Se fija en un par de soldados en concreto. Bajitos, regordetes, pelean entre ellos. Se insultan, incluso se empujan en un par de ocasiones. No parece importarles lo que ocurre a su alrededor. Se disputan la propiedad de un objeto que no acierta a distinguir. La luz escasea cada vez más.

«Así es la guerra, don Diego», se repite las palabras del duque de Alba, y a continuación se lanza a su encuentro.

Cuando la batalla acabe, ya tendrá tiempo de decirle que quiere regresar a España. Ya ha visto demasiada guerra, ha conocido demasiados horrores. Y quiere volver a dormir sin que una mirada suplicante le ruegue por Dios que no le mate.

Interior del bosque de Lochauer Heide

Un grupo de jinetes del emperador Carlos V intercepta varias de las carretas que transportan la impedimenta de Juan Federico de Sajonia. Al momento, se ven rodeados por más hombres.

Varios comienzan enseguida a examinar las mercancías. Lo hacen como pueden, pues el anochecer ya se cierne sobre ellos, y la oscuridad se vuelve más sombría conforme se internan en el bosque.

Uno de los carros sólo lleva a un hombre. Y, por las vestimentas, ha de ser alguien importante.

–¡Levantaos, quienquiera que seáis! –le ordena el jinete.

Wolf von Schönberg no entiende qué le dicen, pero levanta la cabeza. El jinete lo obliga a incorporarse amenazándolo con su espada.

–Parece noble –comenta el soldado a uno de sus compañeros–. ¿Tú manejas la parla germana?

–¡Bastante tengo con manejarme en la mía! –le responde el otro, entre risas.

–¿Qué pasa aquí? –pregunta el duque de Alba, apareciendo a su lado en su cabalgar por el bosque persiguiendo a Juan Federico de Sajonia. No tarda en reconocer a Wolf–. ¡Dejad de apuntarlo con la espada como si fuera un vulgar salteador de caminos! –exige de inmediato, al jinete, que obedece.

Wolf le agradece el gesto en silencio.

–¿Cuándo fue? –pregunta el duque en alemán al mariscal, señalando la herida.

–Esta mañana, a orillas del Elba.

–Me lo imaginaba.

–¿Por qué lo decís? –Wolf muestra un gesto de extrañeza.

–La manera en que habéis acometido la retirada.

–Un desastre...

–No lo hubiera resumido mejor.

Wolf suspira. Ha sido una jornada de despropósitos desde que resultara herido a orillas del río Elba.

–¿Qué vais a hacer conmigo?

–Respetaros. Sois un magnífico hombre de armas. Otros no podrán decir lo mismo.

Wolf chasquea la lengua. Después, asiente en silencio, con la mirada perdida. Ni siquiera se percata de que Fernando y su escuadrón han partido ya. Reflexiona sobre ese «me lo imaginaba» que ha soltado el duque.

Sigue rodeado por los jinetes que han detenido a su carreta. Ahora tienen órdenes de protegerlo, de que no le ocurra nada mientras se da por concluida la batalla. Por eso, cuando Wolf les pregunta con un gesto si puede tenderse, éstos se encogen de hombros.

«Me lo imaginaba», piensa, despacio.

Quién sabe qué podría haber ocurrido de no resultar herido.

Podrían haber perdido la batalla igualmente a causa de su inferioridad numérica. pero tiene claro que habría dado una lucha sin cuartel, sin importarle dejarse la vida en ello.

Él es un hombre de guerra, y siempre lo será.

En algún punto del interior del bosque de Lochauer Heide

«¡Tienes que bajarte tú, Paul! ¡Tienes que bajarte tú del caballo! ¡Que no te baje nadie!».

Paul cabalga con un grupo de jinetes que huye de la carnicería. Son restos de distintos escuadrones. Ni se han preguntado quiénes son. Sólo huyen.

Ésa es la orden que ha dado el príncipe elector Juan Federico.

–Salvad vuestras vidas –gritó a quienes pudieran escucharlo, y, protegido por su guardia, abandonó la lucha para refugiarse en lo más profundo del bosque.

A sus espaldas oye roncos y terroríficos alaridos. Son los húngaros. En un tiempo fueron aliados, cuando se las tuvieron tiesas contra los turcos; cargó con ellos contra los hijos de Solimán a las puertas de Viena, de ahí que reconozca sus gritos, que sepa de sus estrategias, de la manera de tratar al enemigo.

«¡Tienes que bajarte tú, Paul! ¡Tienes que bajarte tú del caballo! ¡Que no te baje nadie!», trata de convencerse, aunque algo le dice que no será así.

Porque los húngaros no hacen prisioneros. Nunca.

Lo único que ha podido conocer en boca de uno de los jinetes con los que huye es que la derrota es total. Y ahora salvar la vida es lo único que importa.

«¿Y Lazarus?». Le asalta, de repente, el recuerdo de su mejor amigo. «Muerto», se dice convencido. Si es cierto lo que ha contado ese jinete, nadie queda en pie ya junto a la zona pantanosa, ni tampoco en las estribaciones del bosque. Los que tienen caballo huyen. La infantería, en cambio, ha sido aniquilada; sirve de alimento de las aves de carroña, de disputa entre los imperiales, ansiosos por conseguir botín.

Lazarus era un cabeza dura, pero muy buen muchacho. Ha pasado momentos muy difíciles a su lado, pero también otros muy buenos, de una gran camaradería, casi hermandad, con eso se queda. Sombrío, se reconoce que lo tenía en gran estima.

«¡Cuidado, Paul!».

Por sorpresa, por un costado aparece una nueva partida de jinetes. Por cómo vienen, sospecha que buscan a Juan Federico, a quien el ejército imperial acecha sin descanso. «Si no, ¿por qué galopan con tanto ímpetu?», se pregunta Paul. Quizás aún no se hayan enterado de que ya está muerto. O no. Lo único cierto es que se han encontrado allí, en aquel punto del bosque de Lochauer Heide, y que no van a espantar la oportunidad de hacerse con un botín mayor.

A su espalda suena un disparo.

Paul se agacha, por instinto. Oye silbar el proyectil a su derecha. Un silbido corto, mortal. Y lo distrae lo suficiente como para darse cuenta tarde de que un húngaro lo ataca por el costado y le clava la lanza en el pecho. Chilla de dolor.

Duele, pero logra arrancársela. Se mira las manos manchadas de sangre. De fondo, cree oír trompetas, aunque no reconoce lo que tocan. Cierra los ojos, apesadumbrado.

«¡Sal de aquí como sea!», se obliga a sí mismo.

Se palpa la herida, que sigue sangrando. Con un suspiro de desesperación, vuelve a agarrar las riendas de su caballo y se echa al galope, apartando al par de jinetes húngaros que pretenden hostigarle.

Se siente flotar. Pero insiste.

«¡Vamos, vamos!», se anima, espoleando con furia a su montura.

Escucha otro disparo a lo lejos. Y la boca se le abre de manera desmesurada. Lo siguiente que ve es su vida pasar. Una imagen se queda impresa en su mirada: él, de niño, a caballo. Un caballo pequeño, puede que un poni. De pronto, desmonta. Unas figuras salen a despedirlo. Reconoce sus caras; son Helga, Marga, Paul y el resto de sus hijos. El pequeño Paul es igual que él.

El Paul adulto sonríe mientras una lágrima corre por su mejilla.

Su familia se pierde. Le dicen adiós desde la distancia. Todo es luz ahora.

Y Paul ya no ve más.

Siente una paz cada vez más intensa, hasta hacerse infinita.

A continuación

–¡Ése ya no se levanta más!