EL ÁNGEL SOMBRÍO

 

MIKA WALTARI 

 

Traducción de J. A. González

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: Johannes Angelos

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición impresa: marzo de 2022

Primera edición en e-book: mayo de 2022

Publicado por primera vez en Edhasa bajo el título El sitio de Constantinopla (1994)

© The Estate of Mika Waltari and WSOY

The original title: «Johannes Angelos»

First published by WSOY in Helsinki, Finland, in 1952

© de la traducción: J. A. González Cofreces, 1994

© de la presente edición: Edhasa, 1994, 2022

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ISBN: 978-84-350-4865-1

Producido en España

Epílogo

Quien escribe esto es Manuel, hijo de Demetrios. Del Demetrios que fue leñador al servicio del viejo emperador Manuel. Pero Manuel, el que esto escribe, sirvió a Giovanni Angelos, llamado por los latinos Jean Ange, y por los turcos el Ángel, y temido.

Cuando mi señor hubo escrito lo que tenía que escribir, le enseñé el dinero que yo tenía escondido en la bodega, junto con un cáliz de oro que había rescatado del convento de Khora.

–Muchos latinos –le dije– han comprado su libertad a los visires del sultán. Comprad también vos la vuestra y huyamos de esta ciudad de muerte.

–No, no –dijo él–. La muerte es el mayor don que me puede ser reservado. Pero tú debes seguir viviendo y confiar en el favor turco; tú eres de los que siempre sobreviven, porque son lo que son y no pueden hacer nada para cambiarlo.

Mi señor ha velado durante muchas noches, y estos últimos días no ha comido ni bebido, ayunando por completo. Debido a ello tenía tal confusión en la cabeza, que no sabía ya qué era lo que más le convenía.

A la tercera mañana, después de la toma de la ciudad, el sultán envió a buscar a mi señor. Yo lo seguí a poca distancia, y nadie me lo impidió. Otros griegos estaban agrupados alrededor de la columna de Constantino para ver qué era lo que pasaba.

El sultán señaló en dirección a la cabeza del emperador Constantino; las órbitas estaban vacías y comenzaba a oler mal.

–He conquistado Constantinopla –gritó Mohamed– por medio del alfanje, y por el alfanje he derribado al emperador de los griegos, a quien arrebaté esta ciudad. ¿Hay alguien que pueda disputar mi derecho?

Mi señor avanzó unos pasos y exclamó:

–¡Yo te lo disputo, emir turco Mohamed! Yo nací con botas de púrpura y las llevaré hasta que muera. Soy de sangre imperial. Soy el único y verdadero Basilio de Constantinopla, aunque no lo supieras.

Pero el sultán Mohamed no se asombró en absoluto de las palabras de mi señor; sacudió la cabeza y dijo:

–Sé todo cuanto necesito saber. Mi padre conocía tu origen, aunque tú creías tener el secreto bien guardado. No es cosa nueva para mí, pues tengo ojos y oídos en todos los países cristianos..., y hasta en Avignon. ¿Por qué supones que permití que siguieses tu camino el pasado otoño y te di un puñado de brillantes como presente de despedida?

–Ya sé que coleccionas personas –respondió mi señor– como Aristóteles coleccionaba monstruos de la naturaleza. En una ocasión dijiste que nada humano te asombraba puesto que podías ver a través de todos. ¿No te he asombrado yo?

–Sí, Ángel, tú me has asombrado –respondió Mohamed–. Te dejé ir a Constantinopla cuando la guerra se había declarado ya, porque esperaba que tu sentido común te llevaría, antes o después, a disputar el poder al emperador. Por ello te di los medios para fomentar la disensión entre los defensores. Pero me asombraste. ¿Debo creer que en ti he encontrado al único hombre en la tierra que no intriga y lucha por el poder?

–Sólo ahora ha llegado mi hora –dijo mi señor–. En presencia de tu ejército y del pueblo griego, te disputo el derecho al imperio.

El sultán Mohamed, con gesto compasivo, dijo:

–No seas loco. Arrodíllate, adórame como conquistador y te perdonaré la vida. De lo contrario, me harás montar en cólera y voy a hacer que te arrojen a un estercolero, como Aristóteles cuando se enojaba de cargar con una vértebra de ballena.

–¡No eres tú el conquistador, sino yo! –replicó mi amo.

Su obstinación irritó al sultán Mohamed, quien dio una palmada y gritó:

–Sea como quieres. ¡Dadle las botas de púrpura para que pueda morir con ellas puestas, tal como nació! No quiero disputarle la cuna.

Al momento asieron los verdugos a mi amo y lo despojaron de su ropa, dejándolo en camisa; y, sosteniéndole los brazos para que no se resistiera, le cortaron las arterias de las piernas; la sangre brotó a raudales y tiñó por completo sus rodillas, sus tobillos y sus pies. Mientras la sangre bajaba hasta el suelo, él se apoyaba en los hombros de sus ejecutores y, con los ojos clavados en el cielo, oraba diciendo:

–¡Oh, Dios inescrutable! Durante todos mis días tuve sed de tu realidad. Pero en la hora de mi muerte te suplico: ¡Déjame volver! Concédeme de nuevo los grilletes del tiempo y del espacio, tus maravillosos y terribles eslabones. Otórgame esto, pues tú sabes lo que te pido.

El sultán alzó su tembloroso mentón y dijo:

–¡Contempla tu ciudad, Basilio Giovanni Angelos!

Con su último aliento, mi señor dijo:

–Sí, contemplo la belleza de mi ciudad. A este lugar volverá algún día mi cuerpo astral, renaciendo de las ruinas de sus murallas. Como un viajero encadenado por el tiempo y el espacio, arrancaré algún día la negra flor de la pared. Pero tú, Mohamed, nunca retornarás.

Así murió mi amo y señor Giovanni Angelos, con sus botas de púrpura puestas. Cuando lo abandonó el último aliento, los turcos le cortaron la cabeza y arrojaron su cuerpo a las aguas del puerto, emponzoñadas ya por muchos otros cadáveres.

Pero cuando el sultán se hubo proclamado a sí mismo heredero del emperador, evacuó su Ejército y su Armada y permitió que los griegos que quedaban eligieran un patriarca. Escogimos a Genadios, que es el más santo de los monjes de la ciudad, y a quien los turcos han perdonado debido a su gran reputación. El sultán lo recibió en su cuartel general y lo nombró Patriarca de Constantinopla, y en muestra de su favor lo obsequió con un rico báculo y un cáliz de oro. El sultán mantuvo, pues, su promesa de permitir a los griegos el libre ejercicio de su religión y la administración de su propia justicia. También nos concedió cierto número de iglesias para que pudiésemos celebrar nuestro culto; las restantes fueron convertidas en mezquitas a la mayor gloria del Dios del islam.

En la ciudad de Pera, el sultán ha renovado las concesiones anteriores, en recompensa por su neutralidad, pero las murallas que dan al campo han sido derribadas, y las casas de quienes huyeron, selladas; si sus legítimos propietarios no las reclaman en el plazo de tres meses, pasarán a ser propiedad del sultán.

Muchos fugitivos han regresado a Constantinopla, y el sultán prometió su especial favor a aquellos griegos que pudieran demostrar que eran de noble cuna. Pero la verdad es que a todos éstos los decapitó sin tardanza. Sólo se mostró piadoso con los pobres permitiendo que cada uno trabajara en su oficio y para la reconstrucción del reino. Asimismo, fue clemente con los geógrafos, historiadores y técnicos del emperador, y los tomó a su servicio. Pero de los filósofos no dejó uno solo para muestra.

EL ÁNGEL SOMBRÍO

La caída del Imperio bizantino

DIARIO DE GIOVENNI ANGELOS

DURANTE EL SITIO DE CONSTANTINOPLA

 

12 de diciembre de 1452

Hoy os vi y os hablé por primera vez.

Fue algo semejante a una conmoción sísmica. Todo en mí pareció trastrocarse. Las losas de mi corazón se abrieron y mi propia naturaleza me pareció ajena.

Tenía cuarenta años y creía haber llegado al otoño de mi existencia. Había llegado lejos, conocido mucho y vivido varias vidas. El Señor me había hablado manifestándose de diversas maneras; los ángeles se me habían revelado, y yo no había creído en ellos. Mas en cuanto os tuve ante mis ojos, me vi obligado a creer, a causa del milagro que me había acontecido.

Os vi ante las puertas de bronce de la iglesia de Santa Sofía. Todos habían salido del templo después de que el cardenal Isidoro proclamase, en latín y en griego, y en medio de un helado silencio, la unión de las Iglesias. Oficiando luego la misa de sin par magnificencia, recitó el credo, y al llegar a la cláusula sacramental «su único Hijo», muchos se cubrieron el rostro, mientras que desde las galerías destinadas a las mujeres llegaba el rumor de sollozos apenas contenidos. Yo me hallaba entre el gentío; en un ala lateral y junto a una columna gris. Cuando la toqué, noté que rezumaba humedad, como si hasta las frías piedras del templo sudaran de angustia.

Luego, todos abandonaron la iglesia, desfilando en el orden prescrito centurias atrás. En medio iba el Basilio, nuestro emperador Constantino, erguido y solemne, con su cabeza casi gris ceñida por la corona de oro. Su séquito lucía las vestiduras apropiadas a sus respectivas funciones. En primer término, los familiares del palacio de Blaquernae, ministros y magistrados, el Senado en pleno, y, por fin, los arcontes de Constantinopla por orden de linajes. Nadie había osado dejar de asistir, pues ello habría supuesto manifestar una opinión. A la diestra del emperador reconocí perfectamente al canciller Franzes, que contemplaba el gentío con sus fríos ojos azules. Entre los latinos advertí la presencia del bailío de Venecia y algunos otros que conocía de vista.

Pero nunca antes había visto al megaduque Lucas Notaras, gran duque y almirante de la flota imperial. Sobrepasaba en una cabeza a los demás. Altivo y arrogante, tenía en sus ojos un fulgor agudo y desdeñoso; pero en las facciones de su atezado rostro leí la melancolía común a todos los miembros de las antiguas familias griegas. Cuando salió parecía agitado y furioso, como si fuera incapaz de soportar la deshonra que había caído sobre la Iglesia y su pueblo.

Al adelantar los corceles embridados por los palafreneros, se produjo cierto alboroto entre el gentío, que comenzó a abuchear a los latinos. Brotaron gritos de: «¡Abajo las cláusulas ilícitas!», «¡abajo con la autoridad del Papa!». No quise escuchar, pues en mi juventud ya había oído cosas por el estilo y en medida más que suficiente.

Cuando la procesión de las damas nobles se puso en movimiento, algunos miembros del séquito del emperador se hallaban ya mezclados con los grupos que agitaban los brazos al tiempo que vociferaban. Sólo en torno a la sagrada persona del emperador se mantenía un espacio libre, y cuando montó en su corcel su rostro se ensombreció de tristeza. Vestía de púrpura, con un manto recamado en oro, y sus botas, también de púrpura, iban ornadas con el águila bicéfala.

De ese modo fui testigo de la consecución de un sueño acariciado durante muchas centurias: la unión de las Iglesias occidental y oriental, el acatamiento de la Iglesia ortodoxa al Papa. Habiéndose arrastrado lánguidamente por espacio de más de diez años, la Unión había logrado por fin fuerza legal mediante la lectura de su proclamación efectuada por el cardenal Isidoro en la iglesia de Santa Sofía. Catorce años antes había sido leída en la catedral de Florencia, y en griego, por el arzobispo y erudito Besarion. Al igual que a Isidoro, el papa Eugenio IV le había impuesto el capelo cardenalicio como recompensa a sus servicios en la gran obra de la reconciliación.

De eso hacía ya catorce años... Aquella misma tarde había vendido yo mis libros y mis vestidos, distribuido luego mi dinero entre los pobres y huido por fin de Florencia. Cinco años más tarde emprendí la cruzada. Ahora (y mientras el pueblo rugía) recordaba el camino de montaña que conducía a Asís y el campo sembrado de cadáveres en Varna.

Al advertir que el vocerío cesaba de repente, alcé los ojos y vi que el megaduque Lucas Notaras se había encaramado en el bordillo frontal de la amarillenta columnata de mármol. Reclamó silencio con un amplio gesto de la mano y el mordiente aire de diciembre expandió su grito: «¡Antes el turbante turco que la Unión!».

Al escuchar la desafiante consigna, el pueblo y los monjes rompieron en un aplauso atronador. Los griegos de Constantinopla rugían y aullaban: «¡Antes el turbante turco!», de la misma manera que antaño los judíos habían gritado: «¡Libera a Barrabás!».

Un grupo de distinguidos caballeros y arcontes fue a situarse al lado de Lucas Notaras para demostrar de esa forma que compartían su opinión y no temían desafiar públicamente al emperador. Por fin, el populacho se apartó para permitir el paso de Constantino y su mermado séquito. La procesión de las damas comenzaba a salir por las abiertas puertas de bronce para de inmediato desvanecerse entre la turbulenta multitud.

Sentía curiosidad por ver qué recibimiento dispensaría el pueblo al cardenal Isidoro, pues es un hombre que ha soportado muchos sufrimientos a causa de la Unión, y es griego, además. Éste era el motivo de que nunca apareciese en público. Por otra parte, no ha medrado mucho en su oficio de cardenal. Es el mismo hombre magro, de expresión irascible. Desde que se rasuró la barba al estilo latino parece incluso más delgado.

«¡Antes el turbante turco que la Unión!». No cabía duda de que el gran duque Notaras pronunció estas palabras de todo corazón, por amor a su ciudad y por odio a los latinos. Aunque por muy sinceros que fuesen los sentimientos que infundieran ardor a sus palabras, yo no podría evitar advertir en ellas un deliberado propósito político. Había arrojado sus cartas a la mesa ante un populacho rebelde, para obtener el apoyo de la gran mayoría del pueblo, pues en el fondo de su corazón no había griego que aprobase la Unión; ni siquiera el propio emperador. Éste se hallaba simplemente forzado a someterse y estampar su sello para de ese modo concluir el tratado de alianza que en horas tan aciagas aseguraba a Constantinopla el apoyo de la flota papal.

Esta flota ya está en Venecia, dispuesta y armada. El cardenal Isidoro afirma que se hará a la vela para acudir en auxilio de Constantinopla en cuanto llegue a Roma la noticia oficial de la proclamación de la Unión. Pero hoy el pueblo profería contra el emperador Constantino la invectiva más vacua, terrible y destructiva que pueda ser lanzada a un hombre: «Apóstata». Tal es el precio que tiene que pagar por seis navíos de guerra..., si es que llegan.

El cardenal Isidoro ha traído ya un puñado de arqueros reclutados en Creta y otras islas. Las puertas de la ciudad están tapiadas. Los turcos han asolado todo el campo que la rodea y cerrado el paso del Bósforo. Han establecido su base en la fortaleza que el sultán ordenó construir el pasado verano y que fue acabada en pocos meses. Se halla situada en la parte más angosta del estrecho, en la margen de Pera. La pasada primavera aún se elevaba en aquella zona la iglesia del Arcángel Miguel, pero ahora sus columnas de mármol sirven para reforzar los bastiones turcos, cuyas murallas tienen un espesor de treinta pies. Los cañones del sultán guardan el estrecho.

Pensaba en todo esto mientras me demoraba ante las puertas de Santa Sofía. Fue entonces cuando la vi. Ella había conseguido librarse de la marea humana y dirigía de nuevo sus pasos hacia el templo. Respiraba agitadamente y llevaba el velo hecho jirones. Entre las damas griegas de Constantinopla es costumbre ocultar el rostro a los extranjeros y vivir retiradas bajo la custodia de los eunucos. Cuando montan sus caballos o van en sus literas, sus servidores caminan delante ocultándolas a los ojos de los pasantes con velos de tul. De tan blanca, su tez es casi transparente.

Ella me miró y el tiempo se detuvo, el sol dejó de girar alrededor de la tierra y el pasado se fundió con el futuro; no existió sino el presente, ese instante de vida que ni el tiempo más celoso podía arrebatar.

Había estado con muchas mujeres en mi vida a lo largo de los años. Había amado con egoísmo y frialdad. Había gozado y había dado placer. Mas para mí el amor no había sido otra cosa que un deseo despreciable que una vez satisfecho dejaba al alma sumida en desconsuelo. Si fingía amor, sólo era por compasión, hasta que llegaba un día en que ya no podía fingir más.

Sí, había estado con muchas mujeres y finalmente había renunciado a ellas, como a tantas otras cosas. Para mí las mujeres habían sido una experiencia física, y ahora aborrecía todo lo que me encadenaba a mi cuerpo.

Ella era casi tan alta como yo. Bajo el recamado sombrero su cabello era rubio; su capa azul estaba bordada en plata; tenía ojos pardos y su cutis era marfil y oro.

Pero no era su belleza lo que yo contemplaba en aquel instante, sino la cautivadora expresión de su mirada, pues aquellos ojos me resultaban tan familiares como si acabase de verlos en sueños. Su candor consumía, reduciéndola a cenizas, cualquier ordinariez o vanidad. Me miraron sorprendidos, y luego, de pronto, me sonrieron.

Mi arrobamiento era llama demasiado intensa para mantener un deseo terrenal. Sentí como si mi cuerpo hubiese comenzado a resplandecer, tal como una vez había visto brillar de un modo sobrenatural las ermitas de los santos monjes del monte Athos, semejantes a luminosos faros en lo alto de las escarpaduras. Y esta comparación no es sacrílega, pues mi renacimiento en aquel instante era un milagro.

No sabría decir cuánto tiempo duró aquella sensación. Quizá no más que el suspiro que en nuestra última hora libera el alma del cuerpo. Estábamos a unos pasos de distancia el uno del otro, pero durante el instante de aquel suspiro nos hallamos también en el umbral de lo temporal y de lo eterno; fue como el filo de una espada.

Volví a sumirme en el tiempo. Tenía que hablarle.

–No sintáis temor –dije–. Si lo deseáis, puedo acompañaros hasta la casa de vuestro padre.

Por su sombrero me daba cuenta de que no era una mujer casada. Pero, desposada o doncella, sus ojos confiaban en mí.

Respiró profundamente, como si no lo hiciera desde hacía tiempo, y luego preguntó:

–¿Sois latino?

–Como gustéis –respondí.

Nos miramos, y aunque estábamos en medio de la ruidosa multitud, parecíamos tan solos como si hubiésemos despertado juntos en el Paraíso. El rubor encendió sus mejillas, pero no bajó la vista. Nos miramos fijamente a los ojos. Por fin, ella no pudo dominar por más tiempo su emoción y preguntó con voz temblorosa:

–¿Quién sois?

Su pregunta no era tal, sino un modo de demostrar que en su corazón me conocía, como yo a ella. Pero, para darle tiempo a recobrarse, respondí:

–Hasta la edad de trece años crecí en la ciudad de Avignon, en Francia. Desde entonces, viajé por muchos países. Mi nombre es Jean Ange. Aquí me llaman Giovanni Angelos.

–Angelos –repitió–. Ángel... ¿Tal vez por eso sois tan pálido y grave? ¿Se debe a ello quizá que sintiera temor cuando os vi? –Se acercó y tocó mi brazo–. No, sois de carne y hueso. ¿Por qué lleváis una cimitarra turca?

–Por costumbre –respondí–. Pero debo deciros que su acero es más templado que el de cualquier forja cristiana. En septiembre escapé del campo del sultán Mohamed, cuando terminó de construir su fortaleza en el Bósforo y volvió a Adrianópolis. Y ahora que se ha declarado la guerra, vuestro emperador no quiere entregar a ninguno de los esclavos turcos que se han refugiado en Constantinopla.

Lanzó una ojeada a mi atavío y comentó:

–No vestís como un esclavo.

–No, no visto como un esclavo –asentí–. Por espacio de casi siete años fui miembro del séquito del sultán. El sultán Murad me promovió al cargo de cuidador de sus perros y más tarde me confió la educación de su hijo, el actual sultán Mohamed, con quien leía libros griegos y romanos.

–¿Cómo llegasteis a ser esclavo de los turcos?

–Durante cuatro años viví en Florencia. En aquella época era un hombre acaudalado, pero me cansé del comercio de tejidos y me uní a las cruzadas. Los turcos me capturaron en Varna. –Sus ojos me invitaron a continuar, de modo que proseguí–: Fui secretario del cardenal Giulio Cesarini. Tras la derrota, su caballo se hundió en un pantano y el pobre cardenal murió bajo las lanzas de los húngaros. En la batalla había caído su joven rey, a quien él mismo había inducido a romper la paz que había jurado mantener con los turcos. Los húngaros le reprochaban el haberlos conducido al desastre, y el sultán Murad nos trató a todos como a perjuros. A mí no me causó daño alguno, pero ejecutó a todos los demás prisioneros que no quisieron reconocer que no hay más dios que Alá y que Mahoma es su profeta. Pero estoy hablando demasiado... Perdonadme.

–No me fatiga el escucharos –dijo ella–. Quisiera saber aún más de vos. Pero... ¿cómo es que no me preguntáis quién soy yo?

–No lo haré –respondí–. Para mí es suficiente con que existáis. Jamás imaginé que pudiera acontecerme cosa parecida.

Ella no preguntó qué quería decir con mis palabras. Miró alrededor y vio que los grupos habían comenzado a dispersarse.

–Venid conmigo –murmuró, y tomándome de la mano me condujo rápidamente a la sombra de las puertas de bronce del templo–. ¿Reconocéis la Unión? –preguntó.

–Soy un latino –respondí, encogiéndome de hombros.

–Cruzad el dintel –me conminó. Nos detuvimos en el atrio, en el lugar donde las botas de suela de hierro de los guardianes habían desgastado a lo largo de los siglos el mármol del suelo. La gente que se había cobijado en el templo por temor a la multitud nos miraba, pero ella me rodeó el cuello con sus brazos y me besó.

–Hoy es la fiesta del santo Espiridión –dijo, y se persignó a la manera griega–. Que mi beso cristiano sirva para sellar un pacto de amistad entre nosotros, de manera que nunca podamos olvidarnos. Pronto vendrán los servidores de mi padre a recogerme.

Sus mejillas ardían y su beso no había tenido nada de cristiano. Su piel olía como los jacintos, sus altas y arqueadas cejas eran tenues líneas de azul oscuro y llevaba los labios pintados, como es costumbre entre las damas distinguidas de Constantinopla.

–No puedo separarme de vos así –dije–. Aun cuando vivierais escondida tras siete puertas cerradas, no descansaría hasta hallaros de nuevo. Aun cuando el tiempo y el espacio nos separasen, os buscaría. No podríais impedirlo.

–¿Y por qué habría de hacerlo? –respondió alzando sus cejas en gesto burlón–. ¿Cómo sabéis que no ardo en impaciencia por saber más de vos y de vuestras extrañas aventuras, señor Angelos?

Su traviesa coquetería me resultaba encantadora y el tono de su voz era más elocuente que sus palabras.

–Señaladme lugar y hora –dije.

Ella frunció el entrecejo.

–Al parecer no os dais cuenta de lo descortés que es vuestra petición. Pero tal vez se trate de una costumbre de los francos.

–La hora y el lugar –repetí al tiempo que la agarraba del brazo con firmeza.

–¿Cómo os atrevéis? –Me miró fijamente, pálida de asombro–. Ningún hombre osó hasta ahora tocarme. No sabéis quién soy. –Pero, a pesar de sus palabras, no trató de librarse de mí, sino que, por el contrario, me pareció que mi contacto no le desagradaba.

–Vos sois vos –repliqué–. Eso me basta.

–Tal vez os envíe un mensaje –dijo por fin–. Después de todo, ¿qué importa el decoro en los tiempos que corren? Vos no sois griego, sino franco, y verme podría resultaros peligroso.

–Una vez me uní a las cruzadas porque carecía de fe y la necesitaba. Todo lo había realizado, todo lo había conseguido, excepto la fe, y así me parecía que, cuando menos, mi muerte serviría para mayor gloria de Dios. Huí de los turcos a fin de buscar la muerte en las murallas de Constantinopla. Vos no podéis hacer mi vida más peligrosa de lo que ha sido hasta ahora, y todavía es.

–Tranquilizaos –me dijo–. Pero al menos prometedme que no me seguiréis. Ya hemos atraído bastante la curiosidad de la gente. –Se cubrió el rostro con los jirones de su velo y me dio la espalda.

Criados de librea azul y blanca vinieron a buscarla y ella siguió adelante sin volverse siquiera para lanzarme una última mirada. Permanecí inmóvil, y cuando ella desapareció de mi vista me sentí tan débil como si me hubiese desangrado por múltiples heridas.

 

14 de diciembre de 1452

En el día de hoy y en la iglesia de la Santísima Virgen, cercana al puerto, los delegados de varias naciones, encabezados por el emperador Constantino, acordaron, por una mayoría de veintiún votos sobre los venecianos, destinar los navíos de Venecia, que se hallan en el puerto, a la defensa de la ciudad.

Trevisano formuló una protesta en nombre de los propietarios. Se permitió a los navíos que conservasen sus cargamentos, pero sólo después de que los capitanes jurasen, besando la cruz, que no tratarían de escapar con sus buques. La compensación por la requisa fue fijada en cuatrocientos besantes. Es una tarifa exorbitante, pero los venecianos son maestros consumados a la hora de sacar provecho de cualquier circunstancia; de todos modos, ¿por qué habría de detenerse en contar su oro un hombre que se está ahogando?

El emperador ha conferenciado con Gregorio Mammas, a quien el pueblo ha bautizado con el mote de El muñeco, y los obispos y priores de los monasterios sobre la fundición y acuñación de los metales preciosos. Este saqueo a la Iglesia es considerado por los monjes como la primera señal cierta de la Unión y de su reconocimiento. Los precios de las fincas rústicas y urbanas han tocado fondo en su vertiginoso descenso. Por el contrario, los intereses, aun en préstamos a corto plazo, han subido en pocos días hasta el cuarenta por ciento, y en cuanto a los de largo plazo, ya nadie los toma. Por el valor de un pequeño diamante he comprado alfombras, tapices y mobiliario por valor de sesenta mil ducados. Estoy amueblando y decorando la casa que he alquilado; su propietario está deseoso de venderla muy barata, pero ¿qué sentido tendría comprarla? El futuro de esta ciudad puede contarse desde ahora en meses.

Estas dos últimas noches apenas si he dormido. He vuelto a ser víctima del insomnio. La desazón me impele a recorrer las calles, pero me quedo en casa por si alguien preguntase por mí. Concentrarme en la lectura me resulta imposible. Ya he leído lo suficiente para darme cuenta de cuán vano resulta todo conocimiento. Mi criado griego vigila cada paso que doy, pero ello es natural, y hasta ahora su actitud no me molesta. ¿Quién habría de confiar en un hombre que ha estado al servicio de los turcos? Mi criado es un pobre viejo, merecedor de compasión. Ni siquiera le echo en cara sus pequeños hurtos.

 

15 de diciembre de 1452

Sólo un trozo de papel plegado. Lo trajo por la mañana un vendedor de baratijas. «En la iglesia de los Santos Apóstoles, esta tarde». Nada más.

A mediodía anuncié a mi criado que iba al puerto y le mandé limpiar la bodega. Antes de salir cerré la puerta trampa para que no pudiese seguirme. Hoy no quería espías.

La iglesia de los Santos Apóstoles se alza en la colina más alta del centro de la ciudad. Su elección como lugar de la cita era todo un acierto, pues sólo había allí unas pocas mujeres enlutadas, sumidas en sus oraciones ante las barandillas de los sagrados iconos. Mi atavío no llamó la atención, pues a menudo visitan la iglesia marinos latinos para ver las reliquias y las tumbas de los emperadores. Justo a la derecha de la puerta, y rodeado por una simple barandilla de madera, se halla un fragmento de la columna a la cual ataron a nuestro Salvador cuando fue flagelado por la soldadesca romana.

Transcurrieron dos horas interminables, pero nadie pareció reparar en mi presencia. En Constantinopla el tiempo ha perdido su significado. Las mujeres entregadas a sus plegarias se habían despegado del mundo para sumirse en el éxtasis. Cuando se incorporaron, sus rostros tenían la expresión de quien acaba de despertar de un sueño, para adquirir luego la inefable melancolía en todo cuanto vive en esta moribunda ciudad. Se cubrieron con sus velos y salieron con la mirada baja.

En contraste con el frío exterior, el calor del templo resultaba muy agradable. Por debajo de las losas de mármol había canales por los que corría aire caliente, según el antiguo sistema romano. La escarcha que cubría mi alma acabó por fundirse. De pronto, una oleada de esperanza me hizo caer de rodillas para orar, cosa que no hacía sólo Dios sabe desde cuándo. Y prosternado ante el altar, dije de todo corazón:

–¡Oh, Dios todopoderoso, que te encarnaste en Tu unigénito Hijo de un modo que está más allá de nuestro entendimiento, para remisión de nuestros pecados, apiádate de mí! Sé misericordioso con mis dudas, que ni los escritos de los padres, ni las palabras de los filósofos han logrado remediar. Tú me condujiste por el mundo de acuerdo a Tu voluntad, concediéndome el favor de que experimentase todos tus dones: sabiduría y sencillez, riqueza y pobreza, poder y esclavitud, pasiones y tranquilidad, deseo y renunciación, el manejo de la pluma y el de la espada. Pero nada de todo ello ha conseguido sanarme. Tú me condujiste, al igual que el inmisericorde cazador conduce a su agotada presa, hasta que en mi extravío no me restaba sino aventurar mi vida en Tu nombre. Ya que ni siquiera te has dignado aceptar este sacrificio, ¿qué es lo que requieres de mí, oh, sacratísimo e inefable Señor?

Pero apenas hube pronunciado mi plegaria, sentí que era tan sólo mi inextirpable orgullo el que había embellecido mis pensamientos y, avergonzado, volví a orar de todo corazón:

–¡Apiádate de mí! Perdona mis pecados, no por mis méritos sino por Tu gracia, y libérame del peso de mi culpa antes de que me aplaste.

Cuando acabé de orar volví a sentir frío, un frío tremante, como el de un bloque de hielo. Un nuevo vigor pareció apoderarse de todo mi cuerpo. Por primera vez en muchos años experimenté la alegría de hallarme con vida. Amaba, esperaba y todo el pasado se convertía en ceniza, como si nunca antes hubiese amado y esperado. Como si se tratase de un pálido fantasma, recordé a la muchacha que en Ferrara llevaba perlas en el cabello y caminaba por el jardín de la filosofía sosteniendo en la mano una jaula de oro cual si fuese una linterna destinada a iluminarla.

Y más tarde... Había enterrado a una mujer desconocida cuyo rostro habían devorado los zorros del bosque. Ella vino a mí, preguntando por el broche de su corpiño. Yo estaba en un cobertizo, atendiendo a las víctimas de la plaga, porque las interminables disputas sobre la letra de la fe me habían conducido a la desesperación. Aquella muchacha esquiva y encantadora también estaba desesperada. Le quité la ropa, contaminada por la plaga, y la quemé en el horno de los mercaderes de sal. Yacimos juntos y nos dimos calor el uno al otro, hasta el punto de que no podía creer que algo así me estuviese sucediendo. Era la hija de un duque y yo sólo era el copista de un secretario del Papa. De eso han pasado ya cerca de quince años, y al pensar en ella nada se agitó en mí. Hasta tenía que buscar en mi memoria para recordar su nombre: Beatriz. El duque admiraba a Dante y leía novelas de caballería. Había hecho decapitar a su hijo por adúltero. En Ferrara. A ello se debía que hubiera hallado a la muchacha del jardín en la cabaña de los apestados.

Una mujer, con el rostro cubierto por un velo ornado de perlas, entró y se situó a mi lado. Era casi tan alta como yo y portaba una capa de piel, a causa del frío. Aspiré el aroma a jacintos. Mi amada había venido.

–Vuestro rostro –supliqué–. Mostradme vuestro rostro, para que sepa de verdad que sois vos.

–Estoy obrando mal –dijo a la vez que se descubría. Estaba muy pálida y la expresión de sus ojos me asustó.

–¿Qué es la verdad? –pregunté–. Estamos viviendo los últimos días. ¿Qué puede importar ahora?

–Sois un latino –replicó con tono de reproche–. Coméis pan sin levadura. Sólo un franco podría hablar así. Un hombre siempre siente en su corazón qué es verdadero y qué erróneo. Sócrates lo sabía. Pero vos os mofáis como Pilatos, que también preguntaba qué era la verdad.

–¡Por las llagas de Cristo! –juré exaltado–. ¡Mujer! ¿Habéis venido acaso a enseñarme filosofía? ¡Es verdad que sois bien griega!

Ella prorrumpió en sollozos de miedo y excitación, y yo dejé que llorase hasta que se calmara, pues parecía tan asustada que temblaba a pesar del calor que hacía en el templo y de su rica capa de piel. Había venido... y lloraba por mi causa... ¡y por ella misma! ¿Qué mejor prueba precisaba yo de haber conmovido su alma, aunque ella, a su vez, hubiese removido las losas de las tumbas de mi corazón?

Por fin puse mi mano sobre su hombro, y dije:

–El valor de todo es tan ínfimo. La vida, el conocimiento, la sabiduría, incluso la fe, arden durante un tiempo y luego mueren. Seamos personas maduras que a través de un milagro se han reconocido mutuamente y pueden hablar con toda franqueza. No he venido para reñir con vos.

–¿Por qué habéis venido?

–Os amo –respondí simplemente.

–¿A pesar de que ignoráis quién soy, y de que tan sólo me habéis visto una vez? –objetó. Bajó sus ojos y comenzó de nuevo a temblar, mientras murmuraba–: No estaba del todo segura de que vendríais.

–¡Oh, amada mía! –exclamé, pues jamás había escuchado una confesión tan dulce de labios de una mujer.

Y una vez más me percaté de lo poco que sirven las palabras, aun cuando los hombres, incluso los doctos y sabios, se ufanan de poder explicar con ellas hasta la naturaleza de Dios.

Tendí mis manos y, plena de confianza, dejó que cogiese una entre las mías. Estaba fría. Sus dedos eran delgados y firmes, aunque no habituados al trabajo. Durante una larguísima pausa permanecimos así mirándonos. Sus ojos pardos, impregnados de tristeza, se posaban sucesivamente en mi cabello, frente, mejillas, mentón y cuello, como si quisiera grabar cada rasgo en su memoria. Mi rostro está curtido por la intemperie, los ayunos han hundido mis mejillas, las comisuras de mi boca presentan profundas líneas producidas por la desilusión y surcan mi frente las arrugas de los pesares. Mas yo no me avergonzaba de mi rostro. Es como una tablilla de cera escrita con letra apretada por un agudo punzón, la vida. Dejé que me contemplase, deseoso de que leyera cuanto quisiera.

–Quiero conocerlo todo de vos –dijo, al tiempo que me apretaba los dedos–. Os rasuráis, lo cual os da el aspecto amedrentador de un sacerdote latino... ¿Sois hombre de letras o soldado?

–Al igual que una brizna de hierba fui arrastrado de país en país, y de una condición a otra –respondí–. En mi corazón he caminado por los abismos y por las alturas. He estudiado filosofía y los escritos de los antiguos. Cansado de palabras, me dediqué a expresar conceptos por símbolos y números, como Raimundo. Aún no he conseguido la claridad anhelada. Por eso escogí la espada y la cruz. –Ante su sostenida atención, proseguí–: En una época fui mercader. Aprendí la teneduría de libros según la doble partida, lo que confiere riqueza e ilusión. En nuestros días, la riqueza ha llegado a no ser más que un papel escrito, al igual que la filosofía y los sagrados misterios. –Tras cierta vacilación bajé la voz y dije–: Mi padre fue griego, aun cuando yo creciera en la Avignon de los papas.

Se quedó mirándome de hito en hito, a la vez que desasía su mano de la mía.

–Me lo figuraba –dijo–. Si os dejáis crecer la barba, vuestro rostro semejará el de un griego auténtico. ¿Será acaso ésta la única razón por la que me parecíais tan familiar desde el primer instante, como si ya os conociera y buscase vuestro antiguo rostro oculto tras el actual?

–No –respondí–. No. No creo que fuese ésta la razón.

Ella miró temerosa en torno y se ocultó la boca y el mentón con el velo.

–Seguid contándome –rogó–. Pero paseemos para que la gente no se fije en nosotros y hagamos como que contemplamos las imágenes. Alguien podría reconocerme.

Puso confiadamente su mano en mi brazo y comenzamos a andar, deteniéndonos delante de los sarcófagos de los emperadores, de los iconos y de los relicarios de plata. Caminábamos al unísono. Su mano posada en mi brazo era como una llama que abrasaba mi cuerpo. Pero nunca había padecido dolor tan dulce. A media voz comencé a relatar mi historia.

–He olvidado mi infancia. Es como un sueño y ya no estoy seguro de lo que es sueño o realidad. Pero cuando en Avignon jugaba con otros muchachos bajo las murallas o a orillas del río, acostumbraba a darles largos sermones en griego y en latín. Aunque no los entendía, me sabía de memoria toda una serie de ellos, pues cuando mi padre quedó ciego tuve que leerle cada día sus libros.

–¿Ciego? –preguntó.

–Cuando yo tenía ocho o nueve años emprendió un largo viaje –respondí mientras me esforzaba por recuperar todos los recuerdos que había desterrado de mi memoria. Pero ahora los horrores de mi infancia volvían como una pesadilla–. Sí –proseguí–, estuvo fuera por espacio de un año, y en el camino de vuelta al hogar fue asaltado por ladrones. Lo desvalijaron y luego lo cegaron para que no pudiese reconocerlos.

–Cegado –dijo atónita–. Aquí, en Constantinopla, sólo se ciega a los emperadores depuestos o a los hijos que se rebelan contra sus padres. Los gobernantes turcos aprendieron de nosotros esta costumbre.

–Mi padre era griego, como os dije. En Avignon se le conocía por «Andronikos, el griego», y en los últimos tiempos, simplemente por «el griego ciego».

–¿Cómo fue a parar vuestro padre a tierra de francos?

–Lo ignoro –respondí. Lo sabía, pero lo guardaba para mí–. Vivió en Avignon el resto de su vida. Tenía yo trece años cuando cayó desde el farallón que hay detrás del palacio papal y se desnucó. Me preguntasteis por mi infancia. Pues bien, de niño solía yo tener visiones de ángeles y creía que eran reales; después de todo, mi nombre es Jean Angelos. No recuerdo mucho de ello, pero fue incluido en la lista de cargos cuando fui conducido ante el tribunal.

–¿El tribunal? –preguntó, ceñuda.

–Sí. A mis trece años fui condenado por la muerte de mi padre –respondí con aspereza–. Hubo testigos que manifestaron que había conducido a mi padre ciego hasta el borde del precipicio y lo había empujado con el fin de heredar. No eran testigos oculares, por lo que me flagelaron para obligarme a confesar. Por fin fui sentenciado al potro, para ser luego descuartizado. Tenía trece años. Ésta fue mi infancia.

Me cogió la mano y mirándome a los ojos, dijo:

–Éstos no son los ojos de un asesino. Proseguid..., si ello os sirve de alivio...

–Durante muchos años no pensé en estas cosas –expliqué–. Nunca tuve deseos de contarlas a nadie. Las había borrado de mi memoria. Pero con vos es distinto; relatarlas me resulta fácil, y me proporciona alivio. Ya ha pasado mucho tiempo. Ahora tengo cuarenta años, y desde entonces he vivido muchas vidas. Pero yo no maté a mi padre. Aunque fuese severo e irritable y en ocasiones me golpeara, cuando estaba de buen talante era bueno conmigo. No sé nada de mi madre... Murió al nacer yo, aferrando en vano una piedra milagrosa... Es probable que al quedar ciego mi padre perdiese todo interés por la vida. Esto lo pensé más tarde, al crecer. En la mañana de aquel día me había dicho que no me entristeciera por lo que pudiese ocurrir. Me confió que poseía una gran suma de dinero; no menos de tres mil ducados que le guardaba en depósito el orfebre Gerolamo. Me había dejado todo en herencia y designado a Gerolamo como mi tutor hasta que alcanzara la edad de dieciséis años. Era en la primavera. Luego me pidió que lo condujese hasta el farallón que hay detrás del palacio. Deseaba oír el rumor del viento y los chillidos de los pájaros que venían en bandadas provenientes del sur. Me dijo que tenía una cita con los ángeles y me pidió que lo dejase allí, hasta la hora de la oración vespertina.

–¿Es que había renegado vuestro padre de su fe griega? –preguntó con voz áspera. Era una verdadera hija de Constantinopla.

–Oía misa, confesaba, comulgaba y compraba indulgencias a fin de acortar su estancia en el Purgatorio –respondí–. Nunca me imaginé que pudiese practicar una religión diferente que los demás. Dijo que tenía una cita con los ángeles y lo encontré muerto en el fondo del precipicio. Estaba cansado de la vida..., era ciego y desgraciado.

–Pero ¿cómo pudieron culparos?

–Todo estaba contra mí. Todo, todo. Quería su dinero –dijeron–, y maese Gerolamo fue quien testificó con más vehemencia. Declaró que en una ocasión había mordido la mano a mi padre mientras éste me daba una zurra... Y en cuanto al dinero, no había tal, sino que era una ilusión del pobre viejo. Gerolamo había recibido una pequeña suma al quedar ciego mi padre; pero ya hacía mucho tiempo que había sido gastada en atenderlo. Sólo por compasión había seguido Gerolamo enviándonos alimentos. El griego ciego era fácil de contentar y ayunaba con frecuencia. Este mantenimiento no debía ser considerado en concepto de interés de depósito alguno, tal como el ciego se imaginaba, sino que era pura y simplemente una obra de caridad. Haber prestado dinero a usura habría sido un gran pecado por ambas partes. Y en muestra de su buena voluntad, maese Gerolamo prometía ofrendar un candelabro de plata a la memoria de mi padre, a pesar de que sus libros de cuentas mostraban bien a las claras, por desgracia, que mi padre era su deudor. Generosamente proponía cancelar la deuda a cambio de estos libros, pues nadie podía leerlos... Pero os estoy aburriendo...

–No; no me aburrís en absoluto –replicó–. Contadme cómo salvasteis la vida.

–Yo era el hijo del griego ciego, un extranjero. Por lo tanto, nadie alzó la voz en mi defensa. Pero a los oídos del obispo llegó la historia de los tres mil ducados, y dijo que debía ser el tribunal eclesiástico el que se encargara de mi caso. La imputación principal se refería a las visiones que había tenido cuando me flagelaron, pues deliraba de dolor y se me aparecían ángeles al igual que en los sueños de mi infancia. Pero el tribunal civil, temeroso de los aspectos teológicos del caso, había preferido ignorarlo y en el sumario simplemente consignó que yo no estaba bien de la cabeza. Los jueces creían que encadenándome al muro de mi celda y flagelándome a diario lograrían desalojar de mi alma al tentador antes de la ejecución. Pero la cuestión monetaria complicó el asunto, y el cargo de parricidio degeneró en una disputa entre la autoridad temporal y la espiritual sobre el derecho de juicio y pronunciamiento de sentencia, tanto sobre mi persona como sobre la confiscación de la fortuna de mi padre.

–Pero ¿cómo os salvasteis? –insistió algo impaciente.

–En verdad, no lo sé. –Y era cierto–. No puedo pretender que fueran mis ángeles los salvadores, pero un buen día me libraron de los grilletes sin darme razón alguna. Y al alba de la mañana siguiente me di cuenta de que la puerta de la mazmorra sólo estaba entornada. De modo que salí. Había pasado tanto tiempo entre penumbras que la luz del sol me cegó. En la puerta oriental de la ciudad tropecé con un buhonero que me preguntó si quería ir con él. Al parecer, me conocía, pues al punto comenzó a hacerme preguntas sobre mis visiones. Una vez que nos hubimos internado en el bosque, sacó un libro que llevaba oculto entre sus baratijas; eran los cuatro Evangelios traducidos a la lengua de los francos. Me pidió que leyese en voz alta, y fue así como pasé a formar parte de la Hermandad del Espíritu Libre. Quizá fueron ellos los que me sacaron de mi mazmorra, pues es ésta una hermandad muy numerosa y la gente se sorprendería si conociese la identidad de algunos de sus miembros.

–¡La Hermandad del Espíritu Libre! –exclamó con asombro–. ¿Qué es?

–No quiero cansaros más –respondí evasivamente–. En otra ocasión os contaré algo de ella.

–¿Cómo sabéis que volveremos a vernos? –preguntó–. Me resultó muy difícil arreglar esta cita... Mucho más de lo que podéis suponeros, habituado como estáis a las costumbres más libres de Occidente. De creer en las historias que se cuentan, incluso para una mujer turca es más fácil concertar una cita.

–Las mujeres siempre son más listas que los guardianes –dije–. Deberíais leer cuidadosamente esas historias. Quizás os enseñasen algo.

–Naturalmente, vos las habéis aprendido todas –replicó.

–No debéis mostraros celosa –dije–. Tuve diversos empleos en el serrallo del sultán.

–¿Celosa yo? Os dais demasiada importancia. –Estaba ruborizada de indignación–. ¿Cómo puedo saber si no sois más que un vulgar seductor, al igual que otros francos? Tal vez, como ellos, vuestra intención no sea otra que sacar provecho de una mujer curiosa, para así jactaros en navíos y tabernas de haber hecho una espléndida conquista.

–¡Ah! ¿Conque es eso? –repliqué apretando su muñeca–. ¿De modo que vuestro trato con los francos llega hasta tal punto? ¿Sois entonces de esa clase de mujeres? No; no temáis... Sé contener mi lengua. Simplemente me equivoqué con vos, y pienso que será mejor que no volvamos a vernos. No me cabe duda de que no tardaréis en encontrar algún capitán u oficial latino que de buen grado os conceda su compañía en mi lugar.

Se desasió con gesto airado y se frotó la muñeca.

–Sí –dijo–. Será mucho mejor que no volvamos a vernos. –Echó la cabeza hacia atrás. Su respiración era agitada y sus ojos echaban chispas–. ¡Volved al puerto, donde hallaréis muchas mujeres más fáciles de ganar y que os seguirán de buena gana! ¡Id a emborracharos y lanzar bravatas, como suelen hacer todos los francos! Ya encontraréis alguien que os consuele... ¡Quedaos con Dios!

–Y vos también –respondí igualmente furioso.

Se marchó rápidamente. Contemplé sus gráciles movimientos. Tragué saliva y sentí un regusto acre a sangre; tanta había sido la fuerza con que me había mordido el labio para no llamarla. Ella aminoró el paso y, al llegar a la puerta, no pudo contenerse más y miró a todos lados. Al ver que yo no me había movido de mi sitio ni hecho gesto alguno para correr tras ella, se puso tan furiosa que, volviendo sobre sus pasos, vino hasta mí y me abofeteó. La mejilla y una oreja me escocían, pero mi corazón se hallaba alborozado, pues ella no me había abofeteado impulsivamente, sino que primero se había asegurado de que nadie nos observaba.

Continué inmóvil y sin decir nada. Tras una pausa, ella se volvió de nuevo y yo vi como se marchaba. Pero cuando estaba a poca distancia de la puerta, pareció como si mi recóndito deseo la hubiese alcanzado, pues, repentinamente, se detuvo y, volviéndose otra vez, vino hacia mí. Ahora estaba sonriente y sus pardos ojos brillaban con expresión de regocijo.

–Perdonadme, mi querido caballero –dijo–. Hace unos instantes perdí los estribos, pero ahora soy toda timidez y mansedumbre. Desgraciadamente, no tengo libros de cuentos turcos, quizá vos podáis prestarme alguno, de forma que pueda aprender cómo la astucia de la mujer logra superar la inteligencia del hombre. –Tomó mi mano, la besó y la oprimió contra su rostro–. Mirad cómo arden mis mejillas.

–No hagáis eso –dije severamente. Y luego añadí–: De todas maneras, una de mis mejillas arde aún más. Y no necesitáis aprender astucias. Presumo que los turcos no tienen nada que enseñaros.

–¿Cómo pudisteis dejarme partir sin correr tras de mí? –preguntó–. Me heristeis en lo más profundo.

–Por el momento sólo es un juego –dije mirándola intensamente–. Podéis volveros otra vez, que no os importunaré. No quiero seguiros. A vos os toca escoger.

–No me queda qué escoger –respondió–: Lo hice cuando os escribí unas líneas en un trozo de papel. Escogí al no despediros de mi lado en Santa Sofía. Escogí cuando me mirasteis a los ojos. Y ahora no podría volverme atrás aunque quisiera. Pero no lo hagáis todo demasiado arduo para mí...

Abandonamos la iglesia tomados de la mano. A la salida pareció muy alarmada.

–Debemos separarnos –dijo–. Al instante.

–¿No puedo acompañaros, aunque sea unos pasos? –rogué sin poder contenerme.