Cubierta

Eugenia Almeida

DESARMADERO

Edhasa

Durruti es una figura temida y respetada del bajo fondo. Su negocio son los autos robados, desarmarlos y vender sus partes, y otras actividades afines, propias de su ámbito. Pero sobre todo su negocio es el orden: que nadie haga lo que él no aprueba, que la policía y el poder político, con quienes tiene un pacto de hierro, no se vean obligados a sobre actuar y romper la armonía delictiva por acciones fuera del guion. No es fácil mantener a todos alineados. Alcanzaría una chispa en el lugar y en el momento equivocados para hacer tambalear ese equilibrio.

La chispa se produce; esa alteración, lentamente, precipita otras; cada una mayor que la anterior. Los soldaditos más jóvenes murmuran y dejan de ser obedientes; el barrio se altera; los arrebatos y la improvisación se imponen. La espiral de violencia crece y los va cercando a todos. La sospecha reemplaza al secreto y al respeto; un orden se tambalea a la espera de que llegue uno nuevo, y esto no es necesariamente una buena noticia.

En Desarmadero, Eugenia Almeida aprovecha los códigos de la serie negra para construir una ficción donde la corrupción y el delito alcanzan a todas las capas de la sociedad. Con una escritura seca y un extraordinario dominio del registro oral, cuenta una gran historia a partir de pequeños sucesos que producen incontrolables consecuencias. Su trama podría desarrollarse en cualquier ciudad argentina, sus personajes tratan de salir airosos del abismo que se abre ante ellos. Solo unos pocos lo logran.

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Índice

Todavía no sabemos

qué forma del abismo es nuestra forma.

 

Roberto Juarroz

Eugenia Almeida nació en Córdoba en 1972. En 2005 ganó el Premio Internacional de Novela “Dos Orillas” organizado por el Salón del Libro Iberoamericano de Gijón (España) por El colectivo (Edhasa, 2009), libro que fue publicado en Argentina, España, Grecia, Francia, Italia, Portugal, Austria e Islandia. Su novela La pieza del fondo (Edhasa 2010), publicada en esta misma colección y en Francia por Editions Métailié, fue seleccionada como finalista del Premio Rómulo Gallegos 2011. Además publicó el libro de poesía La boca de la tormenta (2015), la novela La tensión del umbral (Edhasa, 2017), galardonada con el premio Transfuge Prize as Best Hispanic Novel en 2016 y el libro de ensayos Inundación (2019). Como periodista ha trabajado en medios gráficos, radiales y televisivos. Ha publicado textos periodísticos y de ficción en revistas y diarios argentinos y europeos. Actualmente coordina talleres de lectura y clínicas individuales de escritura. Es licenciada en Comunicación social, egresada de la Universidad Nacional de Córdoba.

Edhasa

3

–Sos un boludo a cuerda. ¿A vos te parece que tenga que perder la mañana para venir a hablar con vos? ¿Qué te dije ayer? ¿Y estás con la mierda esta?

La mano tira los paquetitos al piso.

–¿Y qué querés que haga?

–¿No te dije que buscaras trabajo en el súper?

–No me jodas. En el súper.

–¿No te das cuenta que si te agarran con esto me joden a mí?

–¡Qué tiene que ver!

–Que te agarran a vos, miran la familia y ahí se ponen a mirarme a mí.

–¿Y?

–¡Como Y!

–Trabajás con Durruti.

– Justamente.

–Y bueno. Te arregla todo con la policía.

–No es así.

–Si a él parece que le importa más la cana que los del barrio.

El sopapo llega de golpe, en plena cara, le dobla el cuello.

–Nunca digás eso de nuevo.

El chico se agarra la boca, baja la cabeza. La voz viene mordida.

–Es verdad. La cana mató a los Funes y él no hizo nada.

El Laucha arrastra la silla hasta quedar pegado a su sobrino.

–Los Funes fueron flor de pelotudos en ir a robar un auto y dejar dos muertos.

–La cana también dejó dos muertos. Y Durruti no hizo nada.

–Parece que tuvieras ocho años. Si no acordás con la cana no se puede trabajar.

–Los dejaron tirados, como si fueran basura. A que se pudran.

El Laucha sabe que eso va a enojar a Durruti. Un cálculo rápido de riesgo y beneficio: hacer algo que, si sale mal, le va a costar un castigo. Pero si sale bien es un triunfo.

–No fue la cana.

El chico levanta la cabeza.

–Fue Noriega.

–¿Por qué?

–Porque es un pelotudo. Porque quiso poner orden.

–¿Por su cuenta?

–Sí. Ahora Durruti tiene cuatro muertos que acomodar. ¿Entendés?

–¿Y por qué me dijiste que los había matado la cana? Yo les dije eso a los chicos.

–Por eso. Porque sabía que lo ibas a ir a contar enseguida.

–Pero Durruti queda como un cagón.

Otro golpe en la cara.

–Por lo pelotudo se ve que saliste a tu viejo. No vuelvas a decir eso. Te vas a ir al súper ahora mismo. Vas a hablar con Cipriano y le vas a decir que querés empezar hoy. La mierda esa no la tocás más. Ni para vender ni para tomar. Y a la canchita no volvés. ¿Me entendiste?

El chico mira el suelo.

–Tu mamá no está para quilombos.

1

–Se hicieron los gallitos. Se largaron solos. Como si fueran dueños. Decime. Decime qué tenía que hacer. Dos pelotudos que se ponen en pedo y se les ocurre salir a chorear. Así, de la nada. Y encima van de caño. Y matan. ¿Qué querías que hiciera? Pensé que era lo mejor. No había que dejarlos correr. Se iban a prender otros. Te estaban desafiando. Yo te protegí.

Durruti enciende un cigarrillo.

–Vos me estabas protegiendo a mí.

–Decime que entendés.

–Yo no te pedí que hicieras nada.

–Ya sé. Pero pensé que había que apretarlos. Para que quede claro.

–Es que no los apretaste, Noriega. Les metiste cuatro tiros. Adentro de su casa. Y me armaste tremendo quilombo.

–Si no los castigábamos era lo mismo que decir que cada uno puede hacer lo que se le canta.

–Parece que hay más de uno que piensa eso.

–Había que hacer algo.

–Eso lo decido yo. ¿Desde cuándo decidís vos? ¿Eh?

–No estabas.

–Justamente.

–Sabés que fue con buena intención.

–Si no supiera eso habría partes tuyas por todo el barrio. Ahora explicame cómo arreglo esto.

–Ya está. Va a estar todo quieto.

–Ningún quieto. Llamaste la atención.

–Pero lo cerré. Los pibes están muertos.

–¿Y qué creés que va a hacer la cana con eso?

–No sé. Hablá con ellos.

–¿Yo los tengo que hablar? ¿Y les digo qué? ¿Que tengo a cargo un pelotudo que mata a dos tipos y los deja en una casa a tres cuadras del desarmadero?

–No, bueno, pero vos podés arreglar.

–Noriega: esto funciona mientras sea callado. Me extraña que todavía no lo sepas. Ahora está todo el mundo culo al norte por tu chiste.

–Ya se va a calmar.

–Así por magia, no.

–Esperemos un poco.

–No te das una idea lo que me revienta que hablés en plural.

–Durruti.

El hombre de camisa levanta una mano abierta y pone la palma frente a los ojos del otro.

–Dale, genio. Decime cómo arreglamos. ¿Cómo era? ¿Pusiste orden para que todos supieran que nadie tiene que meterse con lo nuestro? Decí.

–Pensé que...

–No, no, no. Ahora pensá. ¿Qué tengo que hacer con vos? ¿Qué mensaje le tengo que dar a los otros? ¿Que me puentean y yo no hago nada?

–¡Yo no te puentié!

El otro empieza a retroceder temiendo que el movimiento que Durruti hace para espantar una mosca termine en el gesto de empuñar un arma.

–Decime. Qué hago.

–Pará, hablemos.

–Yo tendría que ir a tu casa y matarte toda la cría.

Noriega calcula el espacio, el tiempo. Mide si es capaz de correr y llegar a la calle antes de que una bala lo alcance.

–Pero sabés qué. Para hacer negocios hay que aprender a contenerse. Sólo por eso me voy a aguantar. Te vas a ir. Ahora. No vas a pasar por tu casa. Te vas a ir y no te quiero ver nunca más en la vida. Nunca. Yo te aconsejo que salgás del país. Si te quedás adentro, bien lejos. Y cuidate mucho de no volver a cruzarte conmigo. Las ganas de meterte un tiro las voy a tener siempre a mano. Te vas. Ninguna señal. Ni mail, ni correo, ni teléfono, nada. Desaparecés. Los dos pelotudos que se largan a robar sin hablar con nadie. Y que van y boletean gente. Y después vos, que me sumás dos muertos más. Me tengo que quedar frizado no sé cuánto tiempo. Que te quede claro que si no te mato ahora es sólo por eso. Por aquietar la cosa. Andate.

 

Durruti lo ve correr, tropezar, reacomodarse en el aire y seguir corriendo.

Al fondo del desarmadero está su hermano menor, meta charla con ese pendejo que trajo de la calle. Hay un pensamiento que está a punto de tomar forma pero antes, justo antes, el mayor hace un movimiento con la cabeza y se dice no, si tiene todas las minas que quiere.

4

–Tuve que decirle a mi sobrino que no fue la cana. Era lo mejor que podía hacer. Vos no estás con los pibitos, no sabés cómo piensan.

–¿Y yo tengo que explicarles lo que hago?

–No te das cuenta que ahí la cosa es frágil. Que son muy boludos y están todo el día dados vuelta. Esos son los que pueden abrir el pico.

–No me puedo estar preocupando por unos pendejos.

–Por eso. Dejame a mí. Le dije que había sido Noriega. Lo va a ir a contar enseguida. Es mejor así.

–¿Que crean que alguien me puenteó y tuvo tiempo de irse?

–Nadie sabe que hablaste con él. Y no va a volver. Dejá que yo lo arreglo.

 

A las tres de la mañana, en la esquina de la plaza, una mujer se asoma a la ventana para ver qué es lo que ilumina la noche. De la casa de Noriega salen llamas de dos metros. El humo tapa el cielo del barrio.

Los de la canchita van a ir diciendo aquí y allá que Noriega quiso puentear a Durruti, que no digan cómo lo supieron, que no pregunten nunca nada.

Ahora todos saben que lo de los Funes fue un error. Como si cada uno pudiera hacer lo que quiere. Salir de fierro, pasarse de rosca y cuando la cosa se pone fea, bala y listo: dos muertos.

Los autos no se tocan. Eso dicen los viejos. Las viejas. Los autos no se tocan porque de eso se ocupa Durruti. Y cada vez que uno de los más jóvenes pone eso en cuestión, sopapo. Grito. Mano en alto. Insulto. Que les quede bien claro.

Bueno. Ahora el mensaje está a la vista.

Si uno cruza esa esquina ve las piedras negras y duras que hasta ayer eran la casa de Noriega. Acá nadie toma decisiones por su cuenta. Eso es lo que más cuesta hacerles entender a los pendejos. Que todo tiene una jerarquía. Y aunque crean no estar incluidos, son parte. Podés no ensuciarte nunca con esas cosas y nadie te va a decir nada. Pero no entender que el que manda con los autos es Durruti, no. Antes o después vas a hacer algo, algo que quizás parezca inocente. Y ese algo va a traer desgracia.

2

Lo vienen a buscar para decirle que los que levantan están nerviosos. Que nadie entiende lo que pasó con los chicos Funes, que andan con miedo. Viene el Laucha, con ese chusmerío de barrio, todo el mundo de punta porque nadie sabe bien qué.

–Habría que decirles algo.

–No, si hoy todo el mundo me quiere explicar cómo tengo que hacer las cosas.

El Laucha prende un cigarrillo y espera. Sabe que eso es el núcleo de su trabajo. Esperar.

Durruti arranca el último sorbo al mate y se levanta de la silla. Se asoma al patio inmenso, repleto de autos desarmados. Resopla. El Nene sigue con ese chico, sentado en la pila de ladrillos.

–Hay que quedarse en el mazo un tiempo.

El Laucha asiente mientras busca qué es lo que el otro mira en el patio.

–¿Tu sobrino sigue yendo a la canchita?

–Sí.

–Decile que la cana está caliente porque les cortaron los fondos y que salieron de fierro para descargar tensiones.

–Se va a complicar peor. Van a querer bajar alguno.

–Decís que yo digo que no. Que si alguien hace algo que yo no ordené se va a tener que ir a vivir a otra provincia.

–¿No es mejor que digamos que fuimos nosotros?

–¡Es que no fuimos nosotros, Laucha! ¡Noriega no es nosotros!

–Ya sé. Pero, digo, para meter miedo.

Durruti saca los ojos del patio y los pone sobre el hombre sentado en su oficina. Lo mira. No dice nada. Va hasta la puerta, la abre, pone a un costado su cuerpo.

 

Esa noche, en la canchita de tierra, siete u ocho chicos flacos fuman y toman cerveza en la oscuridad. Uno de ellos ya ha dicho que lo mejor es quedarse quietos, que nadie haga boludeces, que parece que Durruti se puso loco con lo que pasó, que la cana anda boleteando y que se va a armar quilombo. Que no llamen la atención.

Los otros oyen y cabecean en silencio. Saben que los Funes hicieron lo que no debían, saben que la cana te mata por nada, saben que Durruti es muy pesado, saben que por ahora es mejor dejar de decir ese nombre. Reparten los paquetitos. Los guardan en los bolsillos del pantalón, en la campera, en las zapatillas. Cuando pasa la medianoche cada uno se va a cubrir su zona. El sobrino del Laucha cruza el descampado.

 

De mañana, al llegar a la casa, la madre sentada en el living, dos paquetitos sobre la mesa, el instante inmóvil y la mujer diciendo:

–Te pegás una ducha. Está viniendo tu tío para hablar con vos.

7

Pichón se tira en la cama, los pies colgando en el aire, el cuerpo demasiado largo para ese cajón de manzana que ni sabe de dónde salió.

Pero ahora no importa nada.

El Nene le ha dicho que van a ir a ver a un amigo suyo, que va a trabajar ahí.

Todo lo otro no importa.

 

Afuera se oyen tiros. Al fondo del barrio, una corrida. Antes se hubiera asomado, hubiera ido a ver qué pasa, quién disparó la bala, quién la recibió, de dónde venía la bronca.

Ahora no importa. Ya está afuera. Vive acá, sí. Pero ya está afuera.

Mañana va a ver al Nene, va a poder demostrarle. Ser el más confiable, el más cercano. Tiene paciencia Pichón. Por todos los años de impaciencia, de ansiedad, de correr como loco, ahora puede sentir que esa puerta se abre. Que dentro de poco el Nene lo va a abrazar y va a decir delante de todos este es Pichón y todos van a saber.

 

Por la ventana entra el rebote azul de un patrullero. La puerta de un auto que se cierra, alguien que habla a los gritos, la luz desaparece cuando los policías se meten en una casa donde suena música. Risas varias horas, disparos al aire sobre la madrugada, más risas y antes del amanecer el patrullero que se va, turno terminado, merca suficiente, los bolsillos del uniforme hinchados por la cantidad de billetes que han recaudado.

6

En el noticiero informan sobre un megaoperativo antidrogas. El presentador destaca el hecho de que –si bien el procedimiento fue llevado a cabo por fuerzas federales– el origen de la investigación se dio gracias a un arduo trabajo de inteligencia de la Central de Policía de la provincia. De esta manera –dice la voz monocorde– el comisario general Lanbro vuelve a demostrar algunas de las razones por las que obtuvo su cargo: la buena conducción de los equipos y la clara convicción de la necesidad de trabajar en colaboración con otras fuerzas de seguridad.

–¿A este no le estarán pagando demasiado? –dice el Nene riéndose.

–Lanbro debe estar llorando por toda la merca que tuvo que sacar del depósito para armar ese circo.

 

Oscurece. El más chico trajina en la cocina mientras Durruti se deja estar frente a la pantalla. Ya ni saben cuándo ese ritmo empezó a volverse rutina. Hace años. El más grande, padre y madre de uno que quedó roto. Atento a ese que se volvió adolescente y después hombre. Por fin la tranquilidad de verlo crecido y entero. El más chico, extrañamente alegre cuando debería ser taciturno.

 

–¿En qué andás con el chico ese?

–¿Pichón?

–Ese.

–Le voy a buscar trabajo.

–No me lo metás acá.

–No, pensaba hablar con Sosa, no te preocupés.

–Ahora nada raro, ¿eh?

–Ya sé, ya sé. Igual, a lo de Sosa tengo que ir.

–Andá. Pero estate atento. No llamés la atención.

–Por eso. Si dejo de ir es peor.

 

Desde la cocina llegan los ruidos del agua cayendo en la olla, un fósforo, el fuego que tiembla en la hornalla, la puerta de la heladera que respira al cerrarse.

–Es bueno el pibe.

–Tené cuidado vos con ese coleccionar pibes buenos.

–Después me vas a agradecer.

–No sé. No me gusta que lo traigas acá.

–¿Y qué vamos a hacer? ¿Trabajar toda la vida con esos viejos chotos?

–Esos viejos chotos te dan de comer.

–Ya sabés qué quiero decir. Necesitamos gente confiable.

–Y la vas a elegir vos...

–Mis amigos nunca te jodieron. Nunca tuvimos problema por eso.

–Ese es el tema. No se trata de los amigos. Amigos buscate todos los que quieras. Salí a bailar, salí de farra, hacé lo que se te cante. Esto es trabajo.

–Si vos no tenés amigos yo no tengo la culpa.

Durruti se ríe.

Una brecha, una fisura.

–Sos un pendejo atrevido.

–De verdad, te digo. El pibe es bueno. Dejame que lo tenga un tiempo en lo de Sosa. Sin abrirle nada. Que trabaje ahí, nada más. Un año. Y vemos. Lo vas conociendo y vemos.

–¿De dónde lo sacaste?

–Se estaba muriendo de hambre.

–¿Y nosotros qué somos? ¿Teresa de Calcuta?

Tenedores, cuchillos, una botella, una mesa de madera sin mantel. El más chico pone la mesa. La tapa de la olla golpea replicando el hervor.

–Está bien. Llevalo. Decile a Sosa que lo ponga a hacer un poco de todo. Pero que no está habilitado a saber nada. Que le quede claro eso.

–Yo me ocupo.

–Es muy delicado esto, Nene. Vos te encariñás enseguida con la gente. Eso nos va a terminar metiendo en un quilombo.

El más chico se ríe.

–Claro, de todo lo que pasa acá, el quilombo lo voy a traer yo, por encariñarme con la gente.

La comida se sirve. El más grande deja el sillón para sentarse a la mesa.

–Lo chequeaste bien antes, ¿no?

–Sí. Sí. Sí.

–Tampoco seas tan susceptible.

–Vos andás cerca de gente como el Buche y me venís a pedir garantías.

–Al Buche lo necesito.

–También informa para el otro lado.

–Esas cosas son así.

–Y más riesgosas que llevar a Pichón a trabajar con Sosa.

–No, Nene. El Buche me trae data. No es mi amigo. Eso es lo que vos no ves. Si las cosas se dan vuelta hay que limpiar todo. ¿Cómo mierda hacés para limpiar a un amigo?

 

La conversación se interrumpe porque ninguno de los dos está dispuesto a asomarse a ese abismo.

Pero habrá vasos donde cae el vino y pan recorriendo los platos, la cajita de metal donde guardan el tabaco, un estallido de fuego y una columna de humo que va hasta el techo. Y ya parecerá olvidado ese comentario, ya se habrá diluido cuando el hermano mayor le diga al más chico:

–Por qué no lo mirás un poco al sobrino del Laucha. Fijate qué hace.

–¿Con la bandita?

–Sí. Miralo. Ese me da mala espina.

–Si me meto ahí se va a notar, ¿eh? Se va a saber.

–Qué.

–Que me mandás vos.

–A mirar te digo nomás.

–Nadie va a mirar ahí. O comprás o vendés. Dejalos, si nosotros estamos bien.

–Pasa que si siguen con eso, la cana tiene que intervenir.

–Están todos arreglados, no te preocupés.

–Son arreglos chicos. Se rompen apenas cambia el viento.

–Si querés veo. Pero me parece mejor ni acercarse.

–Ta. Lo pienso un poco más y te digo.