EL OCASO DEL PUDOR

 

MIGUEL DALMAU

 

 

 

 

 

EL OCASO

DEL PUDOR

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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Diseño de la cubierta: Edhasa basado en un diseño de Jordi Sàbat

 

Fotografía de la cubierta: Judy Dater © 1974

Cortesía de Etherton Gallery, Tucson

 

Primera edición impresa: mayo de 2012

Primera edición en e-book: junio de 2012

Edición en ePub: febrero de 2013

 

© Miguel Dalmau, 2012

© de la presente edición: Edhasa, 2012

 

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ISBN: 978-84-350-4589-6

 

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Para Cachi Soler, mi madre, que me enseñó que la alegría de vivir no está reñida con el pudor.

 

 

 

 

 

 

El Señor llenará de sarna el cráneo de las hijas de Sión y Yahvé les descubrirá las vergüenzas…Y acontecerá entonces que en lugar de perfumes habrá pudor

 

Isaías, 3, 16-24

Introducción

 

 

 

 

En la época de nuestros abuelos los caballeros más atrevidos solían divertirse en los teatros de variedades. A falta de las actuales formas de entretenimiento, disfrutaban con los espectáculos de ciertas artistas que les hacían soñar en un mundo sin tabúes. Si pudiéramos retroceder un siglo, descubriríamos que esa costumbre estaba muy extendida en los principales países del planeta. También nos sorprendería saber que una actriz casi olvidada hoy triunfaba en los escenarios españoles. La Chelito. Vista en la distancia, esta legendaria figura del espectáculo no respondía al canon de belleza actual. Sabemos que era de corta estatura y de formas suaves y voluptuosas; pero en su tiempo cualquier actriz moderna habría parecido anoréxica. Según todos los testimonios, La Chelito era picarona, sexy, irresistible. Y como todas las mujeres interesantes, guardaba un secreto.

Pero a diferencia de la mayoría de ellas, La Chelito se complacía en descubrirlo y proclamarlo sobre el escenario. Para ello inventaba la ficción de que una pulga se había colado en su vestido y se escondía en las partes más cálidas de su cuerpo. Todo giraba, pues, en torno al insidioso parásito, que iba de aquí para allá saltando sobre su piel inaccesible. Entretanto, la Chelito cantaba un delicioso cuplé que acabó siendo mítico:

«La pulga». Cada vez que la actriz se arrancaba con los primeros compases –«Hay una pulga maligna / que a mí me está molestando»– el teatro se venía literalmente abajo. Ni siquiera le hacía falta desprenderse de la ropa. Todo se centraba en un juego plagado de equívocos e insinuaciones, y a cada nuevo gesto, a cada nueva palabra suya, el público rugía como un coro de fieras lascivas. Si no fuera porque hemos visto escenas similares en el cine, nos parecería imposible que nuestros abuelos pudieran perder la cabeza por tan poco. Pero, ¿era poco en realidad? No seamos tan arrogantes. El show de La Chelito era mucho, en esa época donde el pudor tenía gran importancia en la vida de las personas y donde cualquier gesto destinado a derribarlo generaba reacciones contradictorias. El impudor alteraba, provocaba, escandalizaba, pero también divertía y podía producir excitación y placer erótico. Por tanto, cada vez que La Chelito subía al escenario con su gracia incomparable se abría un campo emocional cuya intensidad era mucho mayor al que encontramos en las actuales escenas de sexo. ¿Qué ha ocurrido en el siglo XX para que hayamos llegado a este punto? ¿Por qué no sentimos lo que sentían nuestros abuelos? ¿Cuál es nuestra relación con el pudor? Y sobre todo, ¿qué importancia tiene la mujer en ello?

El propósito de este libro nace de esas preguntas. A partir de ellas, he intentado explicarme un fenómeno bastante reciente que se ha erigido en una de las marcas de nuestra época. El ocaso del pudor. Sin embargo, el pudor es algo bastante sutil, no admite demasiadas aproximaciones científicas. Desde un prisma etimológico procede de la voz latina «pudere», que significa «sentir vergüenza». Pero por mucho que tratemos de acotarlo se nos escapa en virtud de su propia esencia. Podemos sentir vergüenza de exhibir nuestro cuerpo desnudo ante los demás, o sentirla porque vemos el cuerpo desnudo de los otros, o por creernos objeto del deseo sexual ajeno o simplemente por participar en una conversación de temas delicados. Esto es el pudor. Y no sólo eso. También sentimos pudor a mostrar las heridas en público, o los síntomas externos de cualquier enfermedad. Y aún hay más. Para quienes pertenecemos al siglo XX existe algo impúdico en ciertas conductas que no guardan relación con la esfera del cuerpo, actitudes que entran de lleno en lo social. La exhibición descarada de riqueza, por ejemplo, está totalmente reñida con la modestia. Carece de pudor, de elegancia y de categoría. En mi juventud las pautas sociales se alejaban de toda manifestación de ostentación gratuita y de teatralidad. Esto también era pudor. Pero sea lo que sea hoy esta sustancia volátil, es obvio que ya no responde a la idea latina y se ha transformado en materia cada vez más frágil y subjetiva. Al final, lo único cierto es que se encuentra en vías de extinción.

Ahora bien, si esta agonía es un hecho, quizá debamos considerar que se debe en parte a la emancipación de la mujer. Tal planteamiento puede resultar provocador e incluso irritante, pero es fácil comprobarlo a todas horas. El motivo es simple. A lo largo de la Historia las mujeres han tenido que cumplir ingratas y heroicas tareas, y el pudor participaba casi siempre de ellas. Me refiero, claro es, a lo que antes se llamaba el recato, la modestia, el decoro, términos no exactamente idénticos pero que expresaban un determinado modo de proceder en relación a la intimidad. Con la llegada del siglo XX las mujeres comenzaron un proceso de liberación que ha alterado profundamente sus patrones de conducta. Públicos y privados. La Eva moderna ya no debe comportarse como antes, sometida a menudo a un código escrito por el hombre. Tiene libertad de elegir. Y elegir por sí misma es lo que está haciendo ahora en una aventura humana sin precedentes. Sólo que en muchas ocasiones el pudor es el precio.

Se dirá con razón que Adán también interviene en el proceso. Sin embargo, no tiene sentido abordar el impudor masculino, porque considero que no contribuye a comprender mejor nuestra época. En cambio, el impudor femenino nos brinda unas claves insospechadas que acaso expliquen la mutación del ser humano hacia unos límites desconocidos. Y lo hace, además, de la mano de los seres a quienes debemos la vida. De eso trata mayormente El ocaso del pudor. Un libro que sólo aspira a arrojar luz sobre algo que está en el aire y que todos podemos ver. Algo que nos mueve a veces a una toma de postura y que incluso nos inspira juicios estéticos y hasta morales.

Admitido esto, tengo la obligación de aclarar que el libro parte con ciertas limitaciones de fábrica. Algunas son voluntarias y otras no. Las primeras obedecen a la imposibilidad de abordar el ocaso del pudor en los cinco continentes. Dado que pertenezco a la órbita europea, me he circunscrito a estudiar el fenómeno en esa zona del planeta que llamamos «primer mundo», y donde el impudor es una realidad cotidiana. Desde este continente «ficticio» que se fundamenta en los patrones económicos y tecnológicos del capitalismo, me sentía incapaz de ofrecer una visión universal. Tuve que renunciar, pues, a vastos territorios en los que el pudor también estaba perdiendo la batalla y en los que a buen seguro se guarda valiosa información. Este hándicap afecta asimismo a las materias: tampoco aquí podía cubrirlo todo. Hubo que prescindir de ámbitos creativos donde el impudor se halla plenamente arraigado. En la danza, por ejemplo, y en la moda. En ambos casos podemos trazar una línea pudoricida que recorre desde la belle époque hasta la era del dirty-dancing, o desde el corsé hasta el topless.

¿Y qué decir de la publicidad y de la fotografía?, ¿o del cómic y el videoarte? ¿Acaso no son áreas donde la Eva moderna escribe su historia sin los antiguos pudores?

La conclusión es que el ocaso del pudor afecta a casi todos los órdenes de la actividad humana. Acercarse a él hubiera sido una tarea colosal, infinita. Por tanto, el marco del ensayo ha quedado tan escueto que el libro puede definirse tanto por lo que quedó en el tintero como por lo que verá la luz. Con todo, lo que permanece es bastante ilustrativo del fenómeno pudoricida. Al menos he conseguido hablar de arte, cine, psicología, literatura, sociología, feminismo, performance, internet… En cualquiera de estos escenarios la mujer del primer mundo sigue dando cauce a su impudor. Y ya no necesita inventar una pulga como La Chelito para rendir a los hombres ni para convencernos de que es un ser libre.

 

M. D.

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

El origen del mundo

 

 

 

 

Para analizar el ocaso del pudor debemos retroceder en el tiempo hasta principios del siglo XIX. Lejos de considerar este fenómeno contemporáneo como un hecho exclusivo de nuestra época, creemos que se trata en realidad de la culminación de un proceso que se inició tras la Revolución Industrial. Es obvio que sin el nacimiento de la sociedad capitalista nuestras ideas acerca del pudor hubieran sido distintas: ni el pudor habría sido bendecido por el mundo burgués que se consolidó en la era de Dickens, ni ahora sufriría un proceso de abandono que le ha condenado como un mueble viejo en el desván. La actual desvalorización del pudor, por tanto, no es el fruto de una moda pasajera sino más bien de una profunda fatiga que se ha ido apoderando silenciosamente de la especie humana. Hablamos, claro es, de la élite del primer mundo, aquella que ya tiene cubierta sus necesidades primordiales y dispone de un generoso capital de tiempo destinado al ocio. Podría decirse así que el ocaso del pudor es un producto de las sociedades opulentas, también de las más gastadas, de suerte que vendría a ser otro de los síntomas de su decadencia. Cuando dicho ocaso se manifiesta reiteradamente en términos de «pudoricidio», que es su expresión última, quizás haya que admitir que esas sociedades se acercan a su final.

Así pues, la pérdida de pudor que apreciamos a diario hunde sus raíces en la sociedad de nuestros antepasados, aquellos que asistieron con asombro a la llegada de la máquina de vapor y del ferrocarril. Pero no disponemos aún de herramientas científicas para establecer los orígenes de esta epidemia. Sabemos que el pudor es un reflejo instintivo –a menudo con textura de sentimiento– que nos impulsa a preservar nuestra intimidad. No es mesurable. Hasta hace relativamente poco era visto como un símbolo externo de la salud moral del individuo, o al menos de su respeto por las convenciones; pero dado que su ocaso aún no ha hecho saltar las alarmas de la sociedad, resulta quimérico pretender que alguien detecte el primer caso de «pudoricidio» en las brumas del siglo XIX. Sin embargo, la pregunta se impone. ¿Quién fue la primera figura moderna que vulneró a conciencia las reglas del pudor? ¿Tenemos localizado a un ancestro a quien pedirle cuentas? En efecto. Quizás haya que atribuir a Lord Byron (1788-1824) cierta responsabilidad en el asunto. Después de todo, el poeta tuvo que huir de Inglaterra perseguido por una oleada de rumores que le acusaban de mantener una relación incestuosa con su hermanastra Augusta. Lejos de la isla, Byron se entregó entonces a una vida libertina marcada por el escándalo y los amores turbulentos. Sus amoríos con Claire Clairmont en Suiza, y posteriormente en Venecia con la condesa Guiccioli, demostraron que el «impudor» de Byron era uno de los rasgos más exóticos de su personalidad. En nombre de ella no dudó en desafiar las leyes de su época ni tampoco en sacrificar la reputación de sus compañeras de aventura. Si poco antes Goethe lo había descrito como «el primer talento de su siglo», ahora ese talento iba camino de convertirse en el ideal de héroe romántico. Porque como advierte René Girard: «El vanidoso romántico ya no quiere ser discípulo de nadie. Se persuade de que es infinitamente «original». A partir de Lord Byron, el siglo XIX registrará un proceso por el cual la espontaneidad se convierte en dogma, derrocando a la imitación. Ello se produce tanto en la vida (Byron) como en la literatura (sus personajes Childe Harold o Don Juan). Si Don Quijote se proclamaba discípulo de Amadís de Gaula, y los escritores de su siglo se reconocían en los antiguos, los jóvenes poetas del XIX aspirarán a eliminar las raíces.

La apasionante existencia de Byron nos obliga ahora a considerar un hecho: los primeros destellos de impudor fueron fruto de la rebeldía del Romanticismo; es decir, del primer período de culto y exaltación del individuo. A partir de ahí, una larga cadena de individualismos siguieron recorriendo el siglo XIX: el romanticismo tardío, el simbolismo, el nietzscheanismo, etc. Lo asombroso es que el germen de aquella exaltación autoafirmativa se mantiene activo en los jóvenes de hoy. Juventud, rebeldía e impudor forman de nuevo un cóctel explosivo; pero la exaltación del yo no discurre ya por la senda inconformista de generaciones anteriores, esas que deseban cambiar el mundo, sino tomando el pudor como único campo de batalla, acaso porque los rebeldes intuyen que aquí la victoria está asegurada. Cuando Goethe definió a Byron como el primer talento de su siglo, estaba lejos de imaginar que la sombra del inglés –al menos en su perfil pudoricida– iba a extenderse hasta la Era Atómica. Aunque su obra literaria nos quede un tanto lejana, su temperamento anuncia de algún modo a muchos jóvenes actuales que se recrean vulnerando la propia intimidad. Byron lo hizo en solitario. Dos siglos después, esto se produce masivamente a través de Internet, gracias a unos instrumentos sociales que lo imponen y lo mantienen en nombre del progreso.

Hemos comenzado hablando de hombres, pero nuestro libro trata en esencia sobre las mujeres. Por consiguiente, debemos fijar nuestra atención en otra figura que fue precursora en rebeldías. Nos referimos a la escritora francesa George Sand (1804-1876). Uno de sus contemporáneos la retrató con una sola frase extraordinaria: «No es hombre ni mujer, sino un ser que piensa». Era un gran elogio, desde luego, sobre todo si tenemos en cuenta que las bondades del pensamiento eran por entonces patrimonio exclusivo del varón. Pero más allá de la anécdota, parece ser que la rebeldía de Sand pasaba principalmente por invadir el terreno masculino sin importarle el pudor. Pese a su origen aristocrático, vestía a veces como un caballero, fumaba como un caballero, y llegado el caso dejaba ir su lengua como un mozo de cuadras. Su aparición en los salones de París a mediados del xix provocó cierto rechazo y desconcierto. Muy pronto se ganó reputación de libertina, especialmente al saberse que reunía a varios amantes en su lecho para que le procuraran placer sexual. Ni siquiera la fuerza de su talento le sirvió para obtener el respeto de la buena sociedad. Pero tampoco le importaba. Su personalidad arrolladora terminó cautivando a los artistas más notables de su tiempo: Musset, Balzac, Chopin, Delacroix, Hugo, Liszt, Flaubert… Todos sabían que aquella mujer había ido más lejos que nadie: había viajado más, había tenido más amantes, había cultivado la bisexualidad y se había enfrentado abiertamente al poder. Político y religioso. Pero en el fondo nada de esto habría sido posible si George Sand no hubiera vulnerado las convenciones desde el flanco del impudor, es decir, si su idea del pudor hubiera permanecido fiel al patrón establecido. ¿George Sand, pudoricida? ¿Sería ella entonces la lejana madre del invento? Bueno, la escritora fue muchas más cosas, pero también fue eso. Y con toda seguridad le debemos el hallazgo de que el pudor es el gran enemigo de la mujer que aspira a una mayor libertad de maniobra. Si el impudor masculino (Byron) era un modo de proclamar el ego, el impudor femenino (Sand) era una forma de buscar oxígeno, el recurso de Eva para llegar a ser alguien en el mundo de Adán.

Es cierto que ambos escritores señalaron el camino. Pero nuestro trabajo pretende analizar el ocaso del pudor principalmente a través de la imagen, y en qué medida la imagen fue registrando ciertos hitos que contribuyeron a cambiar el criterio de la sociedad. Para ello resulta útil acercarse brevemente al arte decimonónico en busca de esos indicios que podrían ser los síntomas aurorales de la epidemia. Veamos. En el siglo XIX, las representaciones de la mujer se construyeron en torno a la oposición de dos estereotipos antagónicos: el ángel y el demonio, es decir, la pureza y la lujuria, la belleza virginal y la belleza destructora. Por eso la pintura de la época refleja un imaginario donde conviven las Venus castas y las Evas venenosas, el Pudor y el Impudor. Si uno compara, por ejemplo, una obra como El nacimiento de Venus, del francés Alexandre Cabanel (1823-1889), con otra como Sensualidad, del alemán Franz von Stuck (1863-1928), llega a la conclusión de que se halla frente a dos criaturas incompatibles. En el primer caso, una mujer desnuda yace sobre un risco en medio del mar; parece desperezarse de un largo sueño que custodian unos rollizos angelotes de piel rosada. Es un cuadro mitológico con un toque realista, donde se respetan los cánones de la belleza y los valores de la pureza. En el segundo caso, una hembra desnuda y de una carnalidad perturbadora se exhibe con una gigantesca pitón entre las piernas. Aunque también posee una dimensión alegórica –Eva y la serpiente–, ésta queda difuminada ante el hecho de que la mujer se está insinuando, o al menos recreándose en el hallazgo de la propia sensualidad. Mujeres santas, mujeres pecadoras. Esta naturaleza bifronte del arquetipo femenino es muy propia de una época donde aún convivían a la fuerza el clasicismo y los primeros tiempos modernos. Es como si la mujer hubiera comenzado el siglo inspirando unas escenas de un decoro arcangélico y lo ter minara como heroína de unos lienzos sombríos, marcados por el decadentismo, el sexo y la muerte.

¿Qué estaba ocurriendo? Pues que en el campo de las artes se había inoculado el virus del impudor. El maestro Jacques Louis David (1748-1825), que pintó con suma delicadeza a las damas del Imperio napoleónico, se había convertido en Felicien Rops (1833-1898). Para llegar aquí, el arte había hecho un largo y tortuoso camino marcado por el escándalo, y ese escándalo había salpicado por igual la imagen de los artistas y la valoración de su obra. Aunque la tentación de escribir sobre ello es grande, trataremos de evitarla; tampoco vamos a extendernos en algo bastante obvio: en el siglo XIX la figura del artista se alzó arrogante contra la figura del burgués. Lo que nos interesa es destacar el hecho de que ese combate guarda relación con el pudor, o sea, con el modo tan distinto en que ambos arquetipos conciben su intimidad. Para desarrollarse con plenitud, el artista se ve obligado a prescindir a menudo de ella sacrificando de paso el sentido del recato; el desarrollo del ciudadano burgués, en cambio, pasa imperativamente por la protección de su esfera íntima. En realidad, sólo desde esa protección a ultranza puede convertirse en un caballero respetable dentro de la sociedad patriarcal. En el momento exacto en que vulnere las normas, es decir, en el instante en que se deje llevar por impulsos de tipo byroniano, lo perderá todo. Ahora bien, como el hombre es una criatura sujeta a sus demonios, muchos de aquellos caballeros burgueses se vieron obligados a llevar una vida secreta. El siglo XIX será así el primer gran siglo de la hipocresía; el primero también en que el ciudadano pagará públicamente por ciertos errores. El precio de la transgresión será más alto que nunca: al ostracismo de épocas precedentes, que los hubo terribles, va a unirse ahora el fabuloso poder de la prensa. Y con él el eco amplificador sobre el «pecado» y la mirada deformante e inquisitoria sobre el «pecador».

No es casual que el epicentro de este proceso se detecte en mitad del siglo XIX. El sueño napoleónico de una gran Europa se ha desvanecido y los vientos revolucionarios soplan nuevamente en las calles de París. Es la revolución de 1848. Tras la algarabía las aguas vuelven a su cauce, pero algo ha cambiado. Entre otras certezas, la sociedad burguesa comienza a ser consciente de la amenaza que supone el «impudor» del artista. La imagen del escritor Flaubert, declarando ante un tribunal «Madame Bovary soy yo», proclama el derecho del creador a denunciar los hábitos ocultos de la comunidad. Al otro lado del Canal, los jóvenes pintores de la Hermandad Prerrafaelita también despiertan la animadversión de la pacata sociedad victoriana. En este caso los motivos son otros: la representación excesivamente humana de algunas escenas bíblicas. Más que un asunto de adulterios provincianos, el motivo de rechazo aquí tiene un cariz religioso. El escándalo proviene del «impudor» de unos pintores que se han atrevido a representar con demasiada fidelidad a grandes personajes del Cristianismo. El cuadro La sombra de la muerte, de Holman Hunt, por ejemplo, donde un Cristo casi hiperrealista recibe con el torso desnudo la última luz de la tarde, constituyó un atentado contra el pudor en el territorio más sagrado. Otro célebre caso fue El Cristo en casa de sus padres, de John Everett Millais. Aunque el cuadro nos parezca hoy una estampa propia de un recordatorio de primera comunión, provocó una crítica muy desfavorable de los paladines de la opinión pública. El mismísimo Dickens, que aplicaba su lente sobre los escandalosos bajos fondos de Inglaterra, llegó a decir que era una obra «vil, odiosa, insultante y repulsiva». Actualmente se expone en la Tate Gallery. Todo esto se producía, insistimos, a mediados del siglo XIX, a medida que la sociedad industrial nacida en las factorías de Manchester iba extendiendo sus dominios. E implantando su manera hegemónica de vivir.

Pero si algún artista plástico ilustra esa época de cambio es Éduard Manet (1832-1883). Ya en su juventud este precursor del impresionismo decidió revisar los códigos artísticos de su tiempo, lo que le llevó a transgredir las convenciones pictóricas acerca del cuerpo femenino. En su legendario estudio El desnudo, el inglés Kenneth Clark analizó con detenimiento el impacto de la obra de Manet dentro de la historia del arte, que abarca desde la Antigüedad griega hasta el modernismo europeo. Pero antes de entrar en materia, quizá deberíamos exponer un concepto de Clark que ya es canónico. Según él, hay que distinguir entre el «desnudo» y el «cuerpo sin ropa». El desnudo sería algo así como un cuerpo vestido por el arte, es decir, pasado por el filtro estético; el cuerpo sin ropa, en cambio, representaría la figura humana desnuda antes de su transformación ideal. Esta división tan categórica deja en verdad algunos flancos abiertos. Pero podemos comprenderla si analizamos las Majas de Goya. Tanto La Maja vestida como La Maja desnuda vienen a ser dos desnudos, ya que la modelo no termina de «quitarse la ropa» por voluntad del pintor. Goya, ante todo, quiere hacer arte. En ningún momento desea pintar el cuerpo de su musa fuera de las representaciones culturales. Este detalle ha cambiado radicalmente en nuestro tiempo: hoy conocemos las diferencias. Alguien tan alejado de Clark como el escritor John Berger reconoce en su obra Modos de ver que mientras el desnudo siempre está sujeto a las convenciones artísticas, «estar sin ropa es ser uno mismo». O sea, equivale a mostrarse sin disfraces, sentirse libre de los códigos que imperan en la sociedad patriarcal. Para el «desnudo», pues, el pudor sería un elemento constituyente y hasta indispensable. Para el «cuerpo sin ropa», por el contrario, el pudor es algo prescindible y a menudo supone un lastre. Mientras el pudor esté presente, el cuerpo sin ropa no puede existir.

¿Y qué pinta Manet en todo esto? Muy simple. En su célebre cuadro Olympia (1865) el artista aborda el desnudo, jugueteando sin saberlo con ambas realidades. Según Clark, el retrato de esta joven prostituta desnuda nos lleva a una conclusión: «Es una imagen para ser contemplada por el hombre, en la cual la Mujer es construida como objeto del deseo de otro». Aceptando que el deseo puede operar como motor de las obras de arte, debemos añadir que esta mujer ya no es exactamente un desnudo canónico. Aunque Manet piense en términos artísticos, la representación de su modelo va más allá. De algún modo ya está sin ropa, atentando así contra las normas del pudor. De creer a la historiadora feminista Lynda Nead, el cuerpo representado en el lienzo rechaza los signos convencionales de la sexualidad femenina. No es extraño que Olympia desatara un gran escándalo en la Francia de la época. Los críticos no compartían en absoluto ese modo tan desenfadado de abordar el tema del desnudo de mujer. ¿Dónde quedaban las sutilezas de los viejos maestros? ¿Qué habría dicho el gran David? ¿Qué pensaba Ingres? Según Nead, los críticos «interpretaron el cuadro como un síntoma de suciedad y enfermedad, un signo más propio de la clase obrera y del sexo convertido descaradamente en moneda de cambio». Volvemos al principio. Olympia demostró que el estar sin ropa refleja una realidad material, es una marca de la clase social, mientras que la desnudez trasciende las connotaciones históricas y sociológicas, y viene a ser una especie de disfraz de la cultura.

De creer al escritor K. J. Huysmans (1848-1907), «El mayor logro de Manet es haber pintado a la ramera». Conviene recordar ahora que en la Francia del Segundo Imperio muchas prostitutas habían alcanzado un notable rango social. Incluso el nombre de «Olympia» era bastante frecuente entre las nuevas cortesanas. Muchos moralistas clamaban escandalizados contra ese tipo de meretriz desenvuelta, rica y segura, que aplacaba los ardores de una burguesía triunfante pero convencional e hipócrita. Instaladas en sus residencias de los Champs Elysées, estas mujeres inspiraron una frondosa nomenclatura del amor: cocotte, lionne, joueuse, amazone, mangeuse d’hommes, horizontale, demi-mondaine, prima-donna… Aquello era un secreto a voces. Al pintar el tema, Manet no sólo criticaba el desnudo académico de inspiración clásica sino que mostraba al público la cara oculta de la luna. Por las mismas fechas el escritor Alexandre Dumas (1802-1870) sentenció: «Estamos en el camino de una prostitución universal». En efecto. El binomio París-Prostitución se convierte pronto en lugar común, y el cuadro de Monet avala esta impresión general de pudoricidio. Pero más allá del escándalo, Monet despojó a la figura femenina de toda máscara imaginaria o histórica y de todo sentimentalismo. Como ha señalado la estudiosa Erika Bornay, hay en los ojos de la «Olimpia» de Monet una mirada amplia e imperturbable. Todavía hoy esta cortesana parece decirnos con su impertinente seguridad que su joven cuerpo le pertenece. Y que ese cuerpo no sólo es bello sino, además, felizmente ajeno a los pudores hipócritas de la burguesía que tan violentamente reaccionó contra él.

Otro de los artistas que vulneraron el código del pudor fue Gustave Courbet (1819-1877). Como en el caso de Manet, su obra ofrece varios focos de atención, pero nos limitaremos a aquellos que desprenden un perfume de mujer. Hay que agradecer a Courbet que comenzara a tratar el desnudo femenino de una forma valiente, relajada y dinámica. Desde la Revolución Francesa hasta el final del Imperio napoleónico, el cuerpo masculino había dominado el arte figurativo. El arte neoclásico de David utilizó a menudo musculosos desnudos varoniles, de contornos muy marcados, para ilustrar temas de la Antigüedad. Pero a partir del Segundo Imperio algunos artistas franceses desplazaron su atención hacia el cuerpo femenino. Era un cuerpo amplio, lleno, maternal, que se oponía a la fibra masculina de siempre. Dado que no era fácil encontrar a las modelos adecuadas, Courbet comenzó a trabajar entonces con estudios de desnudos fotográficos. En el incipiente universo de la fotografía, artistas como Auguste Belloc (1800-1867) o Julien Vallou de Villeneuve (1795-1866) se dedicaron a fotografiar mujeres desnudas para uso de pintores más o menos consagrados. Este material servía asimismo como una forma de pornografía que era adquirida por personas ajenas al arte, quienes la empleaban con fines voyeuristas. El doble propósito –combinar arte y erotismo– se consolidó, pues, en el Segundo Imperio. Bajo el pretexto de arte, tanto la pintura como la fotografía comenzaron a aproximar las imágenes de mujeres desnudas a las fantasías sexuales del varón.

El tema del desnudo en Courbet estuvo presente en todas las etapas de su carrera. Entre 1840 y 1869 realizó alrededor de una cincuentena de óleos, y en casi todos reconocemos una característica: sus mujeres no están sujetas al hieratismo clásico, es decir, no son estatuas de carne y hueso ni aspiran a ninguna forma de inmortalidad. Si alguna vez estuvieron desnudas, ahora pertenecen al gremio de las sin ropa. Incluso desnudas, estas criaturas transmiten toda la fuerza de la vida, realizan acciones humanas, interaccionan con el universo. Esta independencia–nada habitual en la época– resulta bastante evidente. Se diría que cuando se desnudan, estas mujeres tampoco saben estarse quietas. Si Manet había representado a su Olympia (1863) como una prostituta elegante y contemplativa tendida en el lecho, Courbet las sumerge en el marasmo de la acción.

¿Y qué hacen las mujeres de Courbet? Recordemos algunos ejemplos. En Mujer con las medias blancas (1861) una joven desnuda y sentada en la hierba procede a quitarse la media derecha. Aunque el rostro queda un tanto difuso, podemos ver claramente el seno izquierdo y sobre todo la comisura de los muslos alzados que anuncia ya la puerta del placer. No hay, desde luego, recato alguno en esta mujer que ha tenido el suficiente arrojo para desnudarse al aire libre. No sabemos nada de ella, tampoco nada de lo que rodea a ese instante de suprema libertad. ¿Va a darse un baño? ¿Se prepara para un encuentro amoroso? No importa. La clave es que nos parece libre, mucho más libre que la mayoría de sus contemporáneas porque se ha liberado del pudor. Aunque Courbet contrajo en su día una fuerte deuda con la herencia clásica, aquí la ha saldado con creces. En su madurez ya no recurre tanto a temas mitológicos ni se recrea en imitar el canon. Prefiere las representaciones de modelos profesionales y de campesinas desnudas, generalmente tumbadas, dormidas, medio cubiertas por una sábana, o en mitad del paisaje. Tampoco desdeña los interiores. Es el caso de La mujer del papagayo (1866) y sobre todo El sueño (1866). En este último lienzo retoma un motivo que ya había tratado dos años antes en El despertar. En ambos el pintor representa el amor sáfico: dos mujeres tendidas en una cama con dosel se entregan a las delicias de la carne. La pintura responde tanto a una fantasía masculina como a una realidad femenina que ha permanecido oculta durante siglos. Son mujeres de una belleza insolente, casi salvaje, fundidas en un abrazo suave pero lleno de ardor. Una vez más no hay nada mitológico aquí. Todo es real e incluso abierto a algunas interpretaciones perversas.

Desde entonces los expertos han señalado el carácter provocador de muchos cuadros de Courbet. Pero acaso ninguno lo sea tanto como el totémico El origen del mundo (1866), cuya temática hizo imposible su exhibición en los salones parisinos. Pintado por encargo del diplomático turco Khalil-Bey, se trata de un pequeño lienzo de 46 x 55 cm que representa a una mujer desnuda, reclinada sobre las sábanas de un lecho, con las piernas abiertas. Aunque es cierto que en la historia de la pintura se había representado ya el pubis femenino, jamás se había hecho de una forma tan atrevida y casi palpable. La representación aquí es absolutamente explícita, y sus medios, pornográficos. Podemos ver un pezón erecto, se aprecia el color encendido de los labios vaginales: la modelo está excitada y anticipa el acto sexual. Hasta aquel momento el desnudo artístico se había presentado siempre bajo un velo púdico o sensual, pero Courbet dinamitó la tradición. De hecho es el primer desnudo de mujer centrado casi exclusivamente en el pubis, y quién sabe si el primero también con el voltaje necesario para despertar una respuesta sexual en el espectador.

En El origen del mundo no hay errores de interpretación. No es un desnudo: es un cuerpo sin ropa, y dicha ropa ha desaparecido del área genital para mostrarnos un coño soberbio. Ni siquiera las fotografías eróticas de August Belloc, por ejemplo, habían reflejado una textura carnal tan perfecta. Dada la naturaleza fidelísima del cuadro, cabe suponer que fue pintado del natural. Durante días, la modelo tuvo forzosamente que olvidarse del pudor. Aunque la identidad de esta mujer ha dado pie a varias hipótesis (una amante, una prostituta, una dama de buena posición) nadie puede dudar de que fue poseída por un profundo instinto pudoricida. Uno de los motivos de asombro sigue siendo la brutalidad con la que Courbet cercenó a esta hembra tan liberada. Como sabemos, el cuadro se centra en el torso, pero hay que añadir que carece de brazos, piernas y cabeza. Está amputada y decapitada. En este interés por el closeup, por el encuadre parcial, se reconoce a un remoto antepasado del gusto pornográfico de nuestro tiempo.

¿Qué más queda por decir? Pues que El origen del mundo inició una senda de audacia que ensanchó notablemente la vieja idea del desnudo femenino. Pero, lejos quizá del ánimo de Courbet, también dio el pistoletazo de salida al ocaso del pudor. Aquellas tardes secretas en su estudio, observando con extrema atención el otro sexo, fijando los detalles más sensuales, relamiéndose, le hicieron creer que la vulva era el origen del universo. Luego muchos otros pintores imitaron ese cambio de paradigma. El desnudo comenzó a dar paso al cuerpo sin ropa, a la plasmación de unas mujeres reales llenas de erotismo y carnalidad. Según sus contemporáneos, «Courbet es un productor de carne». Tenían razón. Actualmente un cuadro como El origen del mundo llevaría otro título menos solemne, más erótico. Se llamaría «La llave del placer». Y de la representación reiterada de ese motivo, de sus excesos, trata este libro que ha empezado en el siglo XIX. Un período ya muy lejano donde hemos ido a buscar los orígenes (Byron, Sand, Manet, Courbet) de la epidemia.

Algunas damas muy serias

 

 

 

 

A los ojos del nostálgico, el pasado se aparece como un tiempo mejor y más dulce, incluso tendemos a imaginarlo como el paraíso perdido. Pero si pudiéramos viajar ahora al siglo XIX, quizá se enfriaría todo nuestro entusiasmo. Probablemente no seríamos demasiado felices en un mundo de costumbres tan férreas, una sociedad marcada por la intolerancia y las inhibiciones, la hipocresía y las mentiras. En realidad, el mundo de ayer no habría sido el escenario más recomendable para desarrollar nuestros dones. Gran parte de la Humanidad llevaba entonces una existencia bastante desdichada. Una proporción altísima de hombres, mujeres y niños se debatían aún en el umbral de la pobreza, de manera que ese escenario soñado se nos habría hecho inhóspito e intolerable. Especialmente para Eva. Si pensamos en todas aquellas escritoras, las hermanas Brönte, por ejemplo, que debían firmar sus novelas con seudónimo masculino comprenderemos hasta qué punto las desigualdades ensombrecen esa estampa ideal. En aquel tiempo se daba una extraña paradoja: las mujeres podían aplicar una lente finísima sobre el paisaje del alma y eran capaces de iluminar los rincones misteriosos del corazón humano, pero luego no podían proclamar la autoría de sus hallazgos. Entre otros motivos, el siglo XIX nos habría decepcionado sobre todo por esto, por el silencio de hierro que pesaba sobre unas mujeres que ya podían ser fotografiadas, es decir, que físicamente eran muy reales, pero cuyo silencio e invisibilidad las arrojaba al limbo donde habían vivido sus antepasadas. Por ello, no es raro que el siglo XIX fuera también el siglo auroral del feminismo y el primer siglo en que el hombre comenzó a ver amenazado su poder.

Aunque el feminismo surgió como un movimiento de carácter internacional, sus efectos tardaron en reflejarse en el mundo del arte. Este desfase guarda una estrecha relación con el pudor. Recordemos que desde mediados de siglo un grupo de activistas valientes habían reclamado los derechos de la mujer. Ya en 1848 se produjo la aprobación de la Declaración de Séneca Falls en la Convención Nacional Estadounidense, que tuvo lugar en Nueva York. De no haber sido por aquellas tatarabuelas que buscaban difundir los valores democráticos y liberales, el sufragismo norteamericano no se habría puesto en movimiento. También los feminismos de signo socialista contribuyeron a la causa. Pero ni las luchadoras sufragistas americanas ni las socialistas europeas pretendieron sacudir los cimientos del pudor. El derecho a la propia intimidad era tan sagrado que cualquier cambio en este sentido era innegociable. No estaba en juego. A lo sumo, las primeras feministas reclamaban el sincero respeto del hombre, es decir, que su intimidad no fuera invadida ni mancillada por nadie. Para ellas, este campo de batalla era más que suficiente.

Pero ya hemos dicho que un exceso de pudor está reñido con la verdadera libertad del artista. Por tanto, el tributo que tuvieron que pagar las creadoras de la época se cobró en términos de audacia expresiva. Como recuerda la historiadora María Teresa Alario, son escasas las obras de mujeres decimonónicas que aspiran a transmitir un mensaje fiel al feminismo. Y esto se palpa principalmente en el campo de la plástica. Incluso en el caso de la pintora victoriana Emily Osborn (1828-1925), el peso del patriarcado es demasiado evidente, de modo que su pintura se pliega a los gustos burgueses del momento. Con todo, nos legó un cuadro para la posteridad. Se trata de Nameless and Friendless («Sin fama ni amistades», 1857), un óleo sobre tela donde una joven viuda trata de vender un cuadro suyo para sobrevivir. A diferencia de los artistas varones, quienes se mostraban orgullosos de su condición, esta mujer es una criatura tímida, desvalida, que se acerca al tasador en actitud vergonzante. Está claro que es una víctima: sabe de las dificultades que le esperan para abrirse camino, pero también es una víctima del pudor, es decir, de la vergüenza que siente al tener que exhibir su pequeño tesoro. Para esta mujer, como para tantas otras, enseñar algo íntimo (y el arte lo es) equivale a desnudarse ante un extraño. El mismo hecho de aspirar a una vida creativa, con un hijo cogido del brazo, le provoca una gran contrariedad. Percibe que los burgueses sentados en la sala la juzgan y condenan en silencio.

Así pues, podemos afirmar que los temas que ya alimentaban el debate social en el xix rara vez fueron tratados desde una óptica feminista. Las pésimas condiciones de trabajo en la nueva sociedad industrial, las duras servidumbres domésticas o la prostitución no ofrecieron un repertorio iconográfico relevante. Del mismo modo que disponemos de muchas representaciones hechas por pintores varones de «mujeres caídas», apenas tenemos noticia de un cuadro, sólo uno, donde una mujer se atreviera a mostrar con crudeza su propia condición. Dicho cuadro se titulaba El despojo humano (1854), de Anna Marie Howitt, y fue expuesto en la Royal Academy antes de desaparecer sin dejar rastro. Con ello no pretendemos sugerir que las mujeres no aportaron nada de valor, sino más bien que tuvieron que desarrollar su ingenio para desenvolverse en territorio hostil. Es el caso de una serie de artistas europeas, como la francesa Rosa Bonheur (1822-1899), que se especializó con éxito en la pintura de animales. Ya en la infancia, esta mujer algo especial se había ganado fama de salvaje –«yo era el más muchacho de todos», solía decir–, y con el tiempo se encargó de ensanchar tal reputación. Al igual que George Sand, vestía como un caballero y fumaba gruesos habanos. Según la leyenda, Bonheur tuvo que solicitar a la Prefectura de París la autorización de ser equiparada al hombre –en concreto en el uso de pantalones– con el fin de acudir libremente a las ferias de animales donde hallaba motivos para sus cuadros. El caso de Bonheur, además, tiene algo de milagroso. En un tiempo marcado por convenciones de hierro, fue capaz de vivir como una lesbiana moderna. Tuvo una larga relación amorosa con la pintora Nathalie Micas, su mejor amiga de la adolescencia, y a la muerte de ésta vivió varios años con la pintora norteamericana Anna Klumpke. Si alguna mujer de la época ha hecho bueno el adagio wildeano según el cual todo está en el nombre, esta dama demostró las razones por las que su apellido en francés equivale a «felicidad». Expuso su obra en los principales salones, conoció a la reina Victoria y al mismísimo Buffalo Bill, y fue la primera mujer artista en recibir la Legión de Honor. Sin embargo no podemos rastrear grandes inquietudes de género en su obra pictórica. Al contrario. Los críticos franceses la acusaron de ser demasiado masculina, y ciertamente su tratamiento del tema animal desprende una fuerza muy alejada del lirismo a veces melifluo de las pintoras del xix.

Con la llegada del impresionismo algunas pintoras proclamaron su rebeldía frente a la situación de la artista en la sociedad burguesa. Pero esta rebeldía, como en los casos anteriores, no se plasmó directamente en el terreno estético. Antes bien se tradujo en lamentos privados que rara vez vieron la luz. La pintora Berthe Morisot (1841-1995), por ejemplo, expresó la situación en este pasaje: «No creo que haya habido nunca un hombre que haya tratado a la mujer como su igual. Y eso es todo lo que pediría, porque sé que valgo tanto como ellos». Cierto. Ella misma, sin ir más lejos, fue una creadora muy estimable. Pero la realidad es que para encontrar a mujeres que tuvieran una reputación acorde con su talento había que buscar en los escenarios. Me refiero a actrices como Ellen Terry, Lily Langtry y por supuesto Sarah Bernhardt. Ahora bien, el mundo del espectáculo era un universo bastante particular, entre otras razones porque la coexistencia y paridad entre los dos sexos era allí imprescindible. Sin mujeres no había show. La literatura y la pintura, en cambio, podían desarrollarse plácidamente sin presencia femenina. Dickens, Monet, Tolstoi, Flaubert, Renoir… En la sociedad decimonónica las artistas femeninas eran algo así como un lujo superfluo. ¿Por qué abrirles las puertas? Sin embargo, algunas de ellas contribuyeron con el tiempo a cambiar la historia del Arte. Aunque su legado no sea tan popular, hoy se halla incorporado plenamente a la vida cotidiana. Pensemos, por ejemplo, en algo tan sutil como la mirada.

Una de las aportaciones esenciales se produjo aquí. Durante siglos la mujer había tenido que hacer frente a la mirada masculina antes de bajar la cabeza. Es más, muchas de ellas fueron condenadas al ostracismo civil por haber mirado de una determinada forma que la sociedad patriarcal consideraba retadora o impúdica. Pero a finales del siglo XIX comenzó a variar ligeramente el modo de mirar y de ser miradas. Si uno piensa en los cuadros de Mary Cassatt (1844-1926), descubre una evidencia llamativa y a la vez preocupante: nuestras hijas ya no miran así. Esta pintora impresionista norteamericana, amiga de Degas, dejó una obra que reflejaba la vida pública y privada de las mujeres de su tiempo. En su mayoría eran damas de clase media acomodada, que acudían al teatro y pasaban las vacaciones en el campo. Pero a diferencia de sus colegas masculinos, Cassatt puso el acento en el sistema de miradas, y como ha estudiado la historiadora feminista Griselda Pollock, a partir de esas miradas podemos reconocer la asimetría en las relaciones de género. Las mujeres que Cassatt representa en los espacios públicos son plenamente conscientes de que están siendo observadas y reaccionan de dos modos diversos: reciben esas miradas con incomodidad, o bien se muestran seguras de sí mismas e incluso pasan al contraataque mirando con aplomo. La mejor prueba de lo primero es El palco (1882), una obra maestra que capta a dos adolescentes en su primera salida al teatro. Pese a sus rasgos personales, ambas comparten una actitud tímida que expresa su percepción de que también ellas forman parte del espectáculo social. Como escribe la historiadora María Teresa Alario, el empleo de un gran espejo en el cuadro sirve para hacernos partícipes de la sensación que tienen ellas de ser el centro de todas las miradas. «La reacción de las dos muchachas es una mezcla de timidez y miedo, incluso, ante el reto de responder con la mayor dignidad al papel social que se les ha asignado. »

En otros cuadros la heroína no se muestra tan frágil. Cassatt nos dejó varias pinturas donde las mujeres –jóvenes o maduras– empleaban los gemelos para observar al auditorio. Es el caso de En la ópera , al mirar, se convierte en sujeto activo de la mirada. Sin embargo, un personaje masculino situado al fondo la mira con descaro, de tal manera que la mujer sigue siendo objeto de la mirada del hombre. La única diferencia, y no precisamente menor, reside en que la mujer ya no baja la vista azorada ni tampoco se escuda en el saludo obsequioso que exige el rito social. Ella sigue a lo suyo. Aunque sea a través de un instrumento óptico, es capaz de mirar, de reconocer, de aprehender por sí misma. El deseo de disponer de una mirada propia se convierte de nuevo en una arma de resistencia femenina. Y también de movilidad. Hay que recordar que, a diferencia de en nuestra época, las mujeres de entonces no podían transitar libremente por los ámbitos en los que vivían o les rodeaban. Esta condena humillante dejó numerosos testimonios íntimos, que sólo se conocieron después. Pero ninguno tan apasionado y sincero como el de una deliciosa contemporánea de Cassatt, la pintora rusa Marie Bashkirtseff (1858-1884), que expresó sus frustraciones en este pasaje de su célebre Diario:

 

Lo que anhelo es la libertad de pasear sola por ahí, entrar y salir, sentarme en las Tullerías, y sobre todo sentir el placer de pararme a mirar las tiendas de arte, entrar en las iglesias y los museos, caminar por las calles de noche. Esto es lo que busco, y ésta es la libertad sin la que no se puede llegar a ser un verdadero artista… ¡Maldita sea! Esto es lo que me hace rechinar los dientes de rabia cuando pienso que soy una mujer.

 

Nuestro afecto por Marie Bashkirtseff nos llevaría a dedicarle un poema. Pero nos quedamos con el ardor frustrado de sus palabras, sus emociones, también con esos actos que estaban vedados a las mujeres si no se sometían al varón. Pasear, moverse, respirar, mirar… La pintura de Cassatt, como la voz de Bashkirtseff, contribuyeron a ampliar en clave femenina los confines del jardín de Eva. Reflejan la otra mirada sobre el mundo que algunas mujeres comenzaron a ofrecer a través de su arte en el siglo XIX. Sin esa dama de negro que barre el escenario con sus gemelos, la miren o no, y sin ese grito de Bashkirtseff, quien reclamaba el derecho a salir sola de noche, es difícil entender el presente y el futuro. Imposible también asomarse a la webcam sin pudor, vestirse para matar, o salir en la nave Nostromo a la conquista de las estrellas.