chorradita no tirar

Bibliografía

Auster, Paul, (1990), La invención de la soledad. Barcelona, Edhasa Ediciones.

aa.vv. (2009), Bhagavad-Gîtâ. Málaga, Editorial Sirio.

Durrell, Gerald, (1981), Mi familia y otros animales, Madrid, Alianza Editorial.

Levi, Primo, (2006), Si esto es un hombre, Barcelona, El Aleph.

Maffesoli, Michael, (2004), El nomadismo: vagabundeos iniciáticos. México D.F., Fondo de Cultura Económica.

Roth, Joseph, (2007) Job, trad. por Berta Vias Mahou, Barcelona, Acantilado, Cuaderns Crema.

Sadhu, Mouni, (2013) En días de gran paz, Málaga, Editorial Sirio.

Said, Edward w., (2002) Orientalismo. Madrid, Debate.

Schumann, Jazmín, (1999) El mundo de Sai Baba, Buenos Aires, Argentina: Libro Latino.

Tsé, Lao, (2009) Tao Te Ching, Málaga, Editorial Sirio.

Zweig, Stefan, (2002) Los ojos del hermano eterno, Barcelona, El Acantilado.

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En la India se abre el intenso instante de la dicha,

absorta en lo que cualquier senda brinda,

arrastrando el sopor de la nada.

Nada ocupa la mente,

disuelve el ego

y nos minimiza para encontrarnos

en un oscuro puerto lleno de color.

Todos amamos el silencio allí,

nos pide recordar lo que fuimos

y desandar caminos trillados,

polvorientos, sucios,

con los pies descalzos,

con un sudor renovado

que nos recuerda la conexión

que existe entre tú y yo.

Y no nos desalentamos,

no nos asustamos ante la visión de la miseria.

Llevamos con nosotros un rosario de misterio

que nos abre todas las puertas,

que nos lanza a la conquista,

Porque en la India se abre el intenso instante de dicha.

MARTA INÉS DÍAZ BLANQUE

VIAJE A LA INDIA
portadilla

A mi madre, Marta, por su sabiduría.

Este libro está dedicado a todas esas almas viajeras que se arriesgan y deciden salir de su zona de confort porque saben que en la incertidumbre del vivir reside el mayor aprendizaje de todos.

Solo te pido, lector, que en silencio observes. Observa para llegar a conocer.

chorradita no tirar

Introducción

No es cuestión de azar. Es una elección. Elige qué camino decides emprender. Decide qué quieres ver. ¡Hay tantas cosas a nuestro alrededor! El ser humano no es capaz de ver todo lo que le rodea. Somos, por necesidad, selectivos. Al centrar nuestra atención en una parte del «todo», dejamos de verlo en su totalidad. Plenitud. Complétude. A menudo sentimos que la vida nos oprime. Sabemos que queremos cambiar, por supuesto a mejor. Pero, realmente, ¿cómo se logra? No hay modo alguno de saberlo. ¿Por qué? ¿Por qué no me das respuestas, amigo mío? Porque no las hay. No hay ninguna respuesta que sea lo suficientemente válida. Todo es relativo. Al afirmar que necesitamos un cambio, estamos diciendo que lo que ahora vivimos no es nuestra vida. Deseo algo distinto. Lo comprendo.

Somos nómadas. Siempre queremos viajar. Gozamos yendo de un lugar a otro. Ser nómada es saber que no perteneces a ningún lugar. ¿Acaso eso me da libertad? ¿Qué es la libertad? Huir. Corretear de aquí para allá. Movimiento. Como el zigzagueo de los pies de un bailarín. Se dice que a todo aquel que disfruta bailando le ha llegado la hora de migrar. Se mueve. Brinca. Necesita más libertad. Viajar. Ir hacia nuevos espacios, hacia lugares desconocidos. Pero de todo lo que se dice, ¿qué es verdad y qué es mentira? Quizá todo sean medias verdades. Yo solo sé que bailo y siento que debo viajar. Coincidencia o no, lo cierto es que soy un animal en movimiento. Un movimiento que te permite vivir sin apegos. Viajar es perder el miedo al cambio. Todo cambio, todo viaje, implica salir de nuestra zona de confort, ir más allá de lo conocido. Pero nosotros, animales de costumbres, queremos pertenecer a algún lugar. Necesitamos sentir que este es nuestro hogar. Yo soy de aquí, y tú de aquella tierra de más allá. El imperativo del territorio. Mi territorio. Mi geografía.

Y todo se me derrumba, porque yo soy geógrafa. O eso dicen. Me licencié en una ciencia que me retiene. Geografía, territorio, falta de libertad. ¿Acaso ya no podré nunca más viajar? Probablemente. Sin embargo, yo quiero volar. Quiero pertenecer a una tierra sin nombre. Quiero que mi lugar sea también el tuyo. Que no haya dueños. Pero siempre los hay. Y todo se vuelve complejo. Unos afirman que el arraigo a un lugar es necesario, porque sin él andaríamos perdidos. Otros dicen lo contrario, y hablan de la libertad del desarraigo.

Una de las ramas de la tradición zen afirma que la «no pertenencia a un lugar» es la condición esencial de la realización personal en la plenitud del Todo. ¿Acaso será cierto? Plenitud. Complétude. De nuevo, palabras que se repiten. Yo las repito. Palabras; no realidades. Aproximaciones; no verdades. Me aferro a algo que no tiene consistencia. Creo un mundo con imágenes que he tomado prestadas de libros y manuales. Aspiro a estar en otro lugar. Deseo viajar, pero decido antes parar. Me detengo. Me siento y medito. Me pregunto si soy capaz de percibir algo distinto a lo que he estado viendo hasta ahora. De niña aprendí a ver un mundo determinado, y ahora quiero ver uno distinto. Pero no sé si podré. No sé si seré capaz de despojarme de mis creencias. Al fin y al cabo, soy –«Yo soy»– mis propias experiencias. Me construyo a través de mi pasado. En parte es cierto. Pero, de nuevo, medias verdades. Porque siento, como algo que se contradice dentro de mí, que también (o solamente) soy este segundo de existencia. Soy ahora. No sé si fui ayer, ni sé si seré mañana.

Recuerdo haberle leído esta introducción a la femme que me acompañó en mi aventura. ¿Qué es esto? Esto es un libro sobre un viaje que hice por el sur de la India. Un viaje, y en sí una experiencia geográfica. Como geógrafa, me gusta viajar. Pero también es una reflexión filosófica y sociológica. Es, sencillamente, observar aquello que te rodea, una forma, como cualquier otra, de vivir en este mundo. Y, esa femme –para la ocasión, mi querida madre–, me insinuó que estaba siendo demasiado pesimista. Querida, me dijo, da un mensaje de esperanza. Y le contesté que quizá no había leído con atención porque entre tanta tristeza y derrotismo se esconde un verdadero mensaje de superación. Motivación. Vivir con ilusión. Así vivo, aunque, como todos, también me siento triste. Me animo y me desanimo. Me alegro y me entristezco. Eso soy. ¿Acaso no es algo que compartimos todos?

No me atrevo a dar un mensaje de esperanza: vivirás en un mundo mejor, eres capaz de cualquier cosa y así, siguiendo mis pasos, lo conseguirás; yo te marco el camino, lo señalizo... Pero cómo puedo decirte por dónde andar, si ni siquiera yo sé cómo definir mi propio caminar. La esperanza que te doy es aquella que se encuentra en la aceptación. Aceptar. Aceptar el devenir. Pero no esperando a que ocurra un milagro, sino sabiendo que ese milagro eres tú mismo. Los milagros no vienen a ti. Eso implicaría que se encuentran fuera de ti. Tú eres el milagro. Todos nosotros somos esos milagros a los que tú llamas coincidencias. Yo los llamo experiencias. Vivir es milagroso. No hay nada que te oprima. Nuestros ojos nos engañan. Nos hacen ver un mundo lleno de dolor. Como consecuencia de ello, nos sentimos asustados. Estamos viendo a través de unos ojos engañosos. Sin embargo, cada ser humano es un mundo. Y mi compañera, la femme, me hace ver que los libros los escriben los lectores. A ratos escribe una tal Celia Quílez, de quien se dice que es escritora y geógrafa. Pero en otras ocasiones la que escribe no es ella. Es un todo. Un todo que se ve reflejado en cada uno de los lectores que toma un ejemplar y lo lee. El libro lo has construido tú. A mí solo, para empezar, me gustaría que te sentaras y pacientemente leyeras lo siguiente:

Oriente se estudia a través de los libros y los manuscritos. Incluso la relación entre los orientalistas y Oriente es textual. […] Cuando un orientalista [ya sea un académico o un hombre de a pie] viajaba al país en el que estaba especializado, lo hacía llevando consigo sentencias abstractas e inmutables sobre la «civilización» que había estudiado; pocas veces se interesaban los orientalistas por algo que no fuera probar la validez de sus «verdades» mohosas y aplicarlas, sin mucho éxito, a los indígenas […]. A fin de cuentas, el gran poder y el enorme ámbito del orientalismo construyó […] «el sueño colectivo de Europa con respecto a Oriente».[1]

Tantos rodeos para llegar, por fin, a esto. ¿Ahora comprendes por qué es una cuestión de elección y no de azar? Decidimos ver a través de nuestros ojos una realidad determinada. Se ha hablado mucho de Oriente. El orientalista Edward Said centró su estudio en el mundo árabe. Pero sus palabras tanto nos sirven para este como para el de allá, indio. Para los occidentales, Oriente es el idealismo de un mundo exótico lleno de riqueza y belleza, espiritualidad y misticismo. De la India se dice que es el lugar del mundo que más aprendices de yoga congrega. Que en cada esquina puede encontrarse un centro donde practicar esta disciplina. Probablemente así sea. Recuerdo algo curioso: estaba en Fort Kochi –un pequeño puerto de pescadores al suroeste del país–, impaciente por que diera comienzo mi primera clase de Yoga en la India. Inspiraba y espiraba de forma relajada. Estaba intentando encontrar la espiritualidad que a menudo siento en occidente, «mi hogar». Pero, para mi sorpresa, me encontré con algo totalmente distinto. Aquel yogui no hacía más que forzar su cuerpo para que este se plegara hasta lograr posturas inverosímiles. Agresividad. Rapidez. Fuerza. Brutalidad. ¿Y la mística de Oriente? Su cuerpo crujía. Ese era su yoga. Yo había construido en mi mente una imagen idealizada de Oriente. Sin embargo, la India es un lugar como cualquier otro, a pesar de que algunos se empeñan en considerarla mística.

No es una cuestión de azar. Se trata de una elección. Vemos aquello que queremos ver y cuando nos topamos con algo que se contradice con nuestra realidad, nos enfadamos y decimos: «Aquí hay gato encerrado». Desesperados, miramos hacia otro lado. ¡Esto no es la India! ¿Dónde están aquellos colores? ¿Dónde están aquellos santones que deambulan por las calles? ¡Y el muy descarado me pide dinero! Le doy cinco rupias, y me mira con desprecio. ¿Más? Diez rupias, y no se hable más. O me digo: «Dale comida, que la agradecerá más que el dinero». Ve la comida, la mira con asco y me dice que son las sobras de alguien y que él quiere algo más decente para comer: «¡Dame dinero, que ya me las arreglo por mi cuenta para obtener comida!».

Ese es el motivo por el que afirmo que es una cuestión de elección. ¿Acaso has visto alguna vez con los ojos del alma? Abro los ojos, me topo con una imagen, y mi respuesta inmediata es juzgar. Analizo. Trato de darle sentido a lo que veo. Puede ser paradójico: digo que elegimos ver aquello que vemos, pero me doy encontronazos con una realidad que no se ajusta a lo que creí que era cierto. ¡Ajá! Precisamente ahí se esconde el «humor» de la vida. El universo es irónico. Juguetón. Te zarandea de aquí para allá. Por eso han nacido críticos como el palestino Edward Said.

Nos dijeron que la India era maravillosa por la espiritualidad que se respira en el ambiente. Un lugar especial. Si vas allí, seguro que te iluminas. Yo sé de uno que vive en Detroit que se iluminó. Y de otro que en Barcelona también se iluminó, y nunca pisó la India. ¡Qué ironía! Sé de muchos que van a ese país y que jamás se iluminan. Aseguran estar iluminados, pero cuando alguien cercano a ellos les pide ayuda, lo apartan porque están centrados en su tarea. Son unos iluminados, y por eso lo mundano no va con ellos. Sin embargo, si prestamos atención a las enseñanzas, vemos que antes de la iluminación uno debe cortar leña y llevar agua, y aunque nos sorprenda, tras la iluminación también debemos seguir cortando leña y llevando agua. Iluminarse es seguir haciendo lo mismo, continuar con nuestra vida cotidiana, pero con una actitud distinta.

A pesar de todo no puedo juzgar a los que dicen ser quienes no son, porque esos mismos soy yo. Comparto algo con ellos. Actué como ellos. Dejé de lavar los platos. ¡No tengo tiempo para esto, estoy meditando! Hasta que me di cuenta de que aquella actitud no me llevaba a ninguna parte. Ahora, de nuevo, lavo los platos, aunque algo más a gusto que antes. Trato de prestarle atención a aquello que hago. Te pido, lector, que vivas aquí y ahora. No huyas. Vive aquí, haciendo lo que siempre has hecho pero de un modo distinto. Camina, corre, salta, trota como un potrillo, baila..., vive con pies ligeros. No te sientas angustiado. Toma entre tus manos toda aquella fealdad que te rodea –no trates de esconderla en el sótano de tu casa, porque al final este se pudre y la casa se desmorona– y conviértela en algo distinto. Toma decisiones. Decide que quieres viajar, que este trabajo ya no te satisface y que esta relación no te lleva a ningún lado. Pon punto final. Acabado. Fin. Empieza de nuevo. Pero no te sorprendas si eso nuevo no es aquello con lo que soñaste.

Quiero viajar, y lo hago. Ahorro, si es necesario, y me compro un billete. Mi destino es la India. Voy buscando algo. No sé qué es. Trato de huir de mi realidad. Y cuando llego allí, me encuentro de frente con la adversidad. Un enfrentamiento cara a cara con mis miedos. Los tuteo. Me detengo. Y entonces me río por dentro. ¡Ahora lo entiendo! Me doy cuenta de que al salir de mi zona de confort he empezado a ver cosas que antes no podía ver. Cosas que estaban allí. Todo está allí. ¿Dónde? Ahí lo tienes, delante de ti. Solo que no lo veo; en mi zona de confort, en mi hogar y con mis viejas costumbres, veo lo de siempre. Si algo se tuerce en mi camino, culpo a los demás, al mundo entero si es necesario, de mi desgracia.

Y me digo que si estuviera en otro lugar todo iría mejor. Ojalá me pueda ir algún día de aquí y empezar una nueva vida. Algunos incluso aventuran que quieren ir al Polo Norte. Se envalentonan y, al final, se marchan. Al principio te sientes bien. Es como si de repente entraras en una nueva realidad. Todo es distinto. Todo te cautiva. ¡Es tan atractivo lo que veo! Pero, qué curioso, al cabo de poco tiempo empiezo a sentirme igual que como me sentía antaño. Me enfado, me angustio. Sin embargo, ahora no hay nadie a quien echarle la culpa. No puedo condenar a los demás. ¡Yo decidí marcharme! Solo me queda condenarme a mí misma, y no lo hago porque he sido lo suficientemente valiente para comprar el billete y viajar. Así que, ¿qué me queda? Caigo rápido y me golpeo con contundencia. Aquí está la respuesta. Solo me queda una: elegir.

Me doy cuenta de que todo está dentro. Y decido vivir mi propia vida. A mi manera. Así voy a vivir a partir de ahora. Elijo escribir esto que escribo. Decido contar esta historia. Me centro en narrar siguiendo cierta lógica en mis palabras. Pero cuando voy hilvanándolas me doy cuenta de que no soy objetiva. Soy un sujeto que escribe subjetivamente. Todos lo hacemos, aunque nos empeñemos en hacer ver que no es así. Escribo yo, la escritora, pero soy consciente de que a veces también parecen estar escribiendo otras personas, otras voces que deciden hablar por sí mismas. Me parece gracioso. Creo que me equivoco cuando digo que soy geógrafa. Más bien soy recolectora de voces. Eso soy. Y me acuerdo de las palabras del escritor portugués Fernando Pessoa, porque como él, yo decido no tener pseudónimos. Yo soy un heterónimo. En cada línea soy un personaje distinto. Recurro a caminos trillados, pero también ando por nuevos senderos. Soy un todo múltiple. Soy transversal.

En este libro narro un viaje por la India. Parece sencillo. Pero el viaje en sí no es más que una excusa. Palabras y más palabras, que me sirven para ahondar en cuestiones más profundas. Como si de una de aquellas muñecas rusas se tratara, hay un cuento superficial y bajo este, muchos más. De la muñeca más grande llegamos, poco a poco, a la más pequeña. Paso a paso. Lector, ¡qué reto se te presenta...! ¡No es cierto! Ninguno. Bien, solo se trata de leer desde el inconsciente. Hay un consciente al que le encanta que le cuenten historias –«pasé por allí, visité tal lugar»–, y así se entretiene. El inconsciente sabe, sin embargo, que no son más que cuentos ficticios. Aunque parezca real, sabe que no lo es. Es una realidad a medias. Sabe que se topa con algo real cuando descubre incoherencia. Leer a dos escalas. Recuerda: los libros los escriben aquellos que los leen. Y yo, como heterónimo, me reconstruyo.

Hace un tiempo leí que la paciencia es la clave de la felicidad. Yo pensaba que lo era la alegría. Paciencia me recuerda a serenidad, calma y aceptación. Es un tipo de felicidad muy profunda. No se trata de sentirte bien porque todo vaya bien. Es redundante. Y lo redundante no dice nada. No profundiza. Y la verdadera felicidad es profunda. Por eso trato de no asustarme cuando veo cosas incoherentes a mi alrededor. La vida es eso. Disparidades. En ese preciso momento apareces tú (nosotros) para unirlo todo y crear coherencia. Está en tus manos encontrarle sentido a lo que ves. ¿Puedes sentirte libre?

¡Qué bien me siento! Y me levanto con un «sí» cada mañana. De nuevo, es una cuestión de elección.

[1]. (Said, (2002): 84.

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