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LOS ÚLTIMOS HIJOS

DE PRÍAMO









D93







OBRA GANADORA DEL

I CERTAMEN

«MARTÍN FIERRO»

DE DENUNCIA SOCIAL









Ismael Ahamdanech Zarco

LOS ÚLTIMOS HIJOS

DE PRÍAMO












D93


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© Ismael Ahamdanech Zarco (2019)

© Bunker Books S.L.

Cardenal Cisneros, 39 – 2º

15007 A Coruña

info@distrito93.com

www.distrito93.com

ISBN: 978-84-17895-99-0

Depósito legal: CO 509-2020

Diseño de cubierta: © Distrito 93/Kendra Springer

Ilustración de cubierta: © Daniel Martínez Isabel

Diseño y maquetación: Distrito93













A M. y M.

Todo lo que hago es por y para vosotros

Era la hora. No podía seguir pensando, no podía dilatar más en el tiempo una decisión que ya estaba tomada. Y, sin embargo, era más fácil pensarlo que hacerlo. Lo comprobó al abrir la ventana de su habitación, al notar la lluvia fina en la cara, al sentir el aire frío del invierno que le hizo presagiar el frío más punzante y definitivo que le aguardaba después del salto. Contempló la vida de la ciudad. Las calles mojadas, las señoras que empujaban carritos de la compra, los jubilados que paseaban despacio con el paraguas en la mano. Eso lo serenó apenas un instante, hasta que se fijó en los dos tipos que destacaban por su aspecto de matones y que avanzaban hacia el portal. Creyó reconocerlos y la serenidad desapareció y volvió a pensar que debía hacerlo si no quería que ellos lo hicieran por él.

Sacó de nuevo la cabeza por la ventana y volvió a notar que le faltaba la determinación necesaria.

Dio un paso atrás y se sentó sobre la cama. En el lado derecho, el suyo durante casi cuarenta años. Acarició con su mano el lecho vacío tratando de recordar la silueta de su mujer, de encontrar su forma en el colchón. «Tú lo entiendes, ¿verdad?», susurró mirando a la parte de la cama sin deshacer y se quedó quieto un momento, como si esperase una respuesta que no llegó. Se acercó otra vez al ventanal abierto. Se aupó un instante y miró hacia abajo. Solo un esfuerzo más y todo habría acabado. Intentó encaramarse sobre el poyete con las manos. Un dolor agudo en las palmas por la presión de su peso contra los raíles de la ventana lo hizo detenerse.

Se notó torpe. Podía sacar medio cuerpo por el alféizar y dejarse caer, pero encontró la solución burda, ridícula. Caminó hacia la cocina para coger una de las banquetas. Así sería más fácil. Subirse en ella, poner las rodillas sobre los raíles, tomar un poco de impulso. Tal vez llegar a ponerse de pie, encogido para no dar con la cabeza en el dintel, con cuidado de no romper los salientes de plaqueta del vierteaguas. Y saltar. Cerrar los ojos y saltar. O dejarlos abiertos. Temía el golpe contra el suelo. Lo imaginaba como un impacto seco, seguido por el restallido de todos los huesos y el sabor a sangre llenándole la boca. No debía durar mucho. Unas décimas, un segundo todo lo más. Pero lo temía.

Al cruzar el salón vio la foto en el mueble mural. Ana y Lola. Al fondo, el Mediterráneo. Luminoso y vivo, alegre. Como Ana. Como Lola. Como él entonces, detrás de la cámara, sonriendo mientras intentaba comprender el mecanismo del aparato. Yo no entiendo esto, hija. Pero si es muy fácil, papá. Nos enfocas, mira, nos ves aquí por esta pantalla, y cuando estemos bien encuadradas, aprietas este botón. No te preocupes si sale mal, puedes hacer todas las que quieras. Es digital, no hay problema. Clic. Ana y Lola, alegres, vivas y luminosas como el mar que había detrás. Como él mismo entonces, aunque fuese solo por un momento. Por el ventanal del salón pudo ver que los dos tipos se habían parado frente al portal. Fumaban, encogidos sobre sí mismos para sortear la lluvia fina que empezaba a caer con más fuerza, y se movían inquietos como si esperasen algún tipo de señal. Federico tuvo sed. Cogió un vaso, bebió agua y lo dejó sobre la encimera sin fregarlo.

En la habitación hacía frío. El viento helado de la sierra jugaba con los visillos, abombándolos antes de colarse en la estancia. Dejó la banqueta frente a la ventana y volvió a sentarse sobre la cama. La duda. Eso es lo que más había temido. Más que el golpe seco contra el suelo, los huesos quebrándose al chocar contra el pavimento, el sabor a sangre en la garganta. La duda para empezar y, sobre todo, para acabar. Pero ya era la hora. No quedaba nada más, ni antes ni después. Solo las caras de reproche o de conmiseración o de falsa solidaridad de todos los que seguirían levantándose la mañana siguiente como si no hubiera pasado nada. Palmadas mentirosas en la espalda, explicaciones entrecortadas con palabras que no sabría encontrar, hombres y mujeres maquillados y serios que debatirían sobre las razones de su desesperación. Fantoches jugando con su drama como polichinelas que lloran y ríen al dictado de un guion canallesco. Números, solo números. Audiencias y shares y anunciantes que pagan en función de la gente que ve sus anuncios. Gente que ve esos anuncios en las pausas de los programas que satisfacen los instintos más bajos de seres humanos que ya solo lo son a medias. Dinero. Clin, clin. Caja con su miseria y con su drama. El hombre es un lobo para el hombre.

Y la mirada de Lola. No la temía: le aterraba. Lola mirándolo con un gesto de indiferencia, sin asomo de pena o de orgullo. Una mirada desdeñosa, como la última vez que la vio. Sin luz ni sonrisa ni alegría. Desafecta, como si nunca se hubieran conocido, como si sus caminos solo hubieran estado entrelazados por una mala jugada del destino. Nadie elige dónde nace ni quién le da los primeros besos.

Sacó la foto que llevaba en la cartera, junto a la tarjeta del Día, y la dejó sobre la manta. Aixa. De pie, mirando a la cámara orgullosa, la cara seria y el pelo negro azabache y los ojos, dos tizones encendidos, enormes, inasibles. Alta, delgada, fibrosa. Los brazos bien torneados, con unos músculos leves que le imprimían fuerza sin llegar a afearlos. El escote amplio, perlado por unas gotas de sudor, anunciando unos pechos firmes. Firmes y misteriosos, como la misma Aixa. Pensó en ella. A pesar de todo, pensó en ella. Estaría bien. Ya no era su problema. Quizá nunca lo había sido. O sí. ¿Cómo puede un hombre desentenderse de las miserias que pasan a su lado? ¿Cómo puede mirar esos ojos y no encenderse de deseo?

Los dos tipos con pinta de matones habían desaparecido. Ya debían de haber entrado en el portal, posiblemente estarían llegando al rellano. Creyó oír que llamaban a la puerta. Se subió a la banqueta. No sentía frío. Había dejado de sentir nada. El vacío que lo aguardaba le había llenado las entrañas. Se había fundido en él, ya había sentido restallar los huesos, ya notaba el sabor de la sangre en la boca. Puso los pies con cuidado en el alféizar. Se agarró a una de las hojas de la ventana, tembloroso. Miró de nuevo a la cama, buscó la silueta de su mujer, la huella en el colchón que había terminado de desaparecer. Como todo lo que había sido. Los golpes en la puerta retumbaron en el cuarto. Cerró los ojos, se agarró a la ventana, volvió a dudar. Y comenzó a sentir que flotaba en medio de un vértigo abismal.






1

Abstraída de todo lo que la rodeaba, los gritos de la calle, el trajín de algunos funcionarios del juzgado, la mirada impaciente de los policías, Lola miraba la fotografía que ocupaba la parte central del mueble mural. Se había agachado un poco, las manos sobre el saliente de madera, y escudriñaba la foto sin marco como si quisiera encontrar algún secreto. Tal vez un rastro de dolor en la cara de su madre, cualquier señal que delatara que la sonrisa de Ana era mentirosa porque ya sabía lo que le pasaba. Tal vez una mueca en el pliegue de la comisura de los labios, o en la forma de las arrugas que le surcaban la frente que trasluciese la pena por lo que venía, por lo que ya había llegado y por todo lo que se empezaba a ir.

Lanzó una mirada furtiva al reloj y volvió a fijarla en la foto. No había nada. Ningún rastro. Solo una cara radiante, la luz del Mediterráneo, el brazo en torno a sus hombros y la expresión de orgullo porque su hija los hubiese invitado a un hotel de cinco estrellas y al viaje en AVE. Recordó las palabras de su madre:

—Muchas gracias, hija, esto te habrá costado un dineral.

—No te preocupes, mamá, no ha sido tanto. Tú te mereces eso y más. El año que viene, si puedo sacar unos días, nos vamos a ir a Paris. Verás cuánto te va a gustar.

—Ya sabes que tu padre no quiere coger el avión, Lola, dice que le da miedo.

—Pues si no quiere, que no venga, es su problema. Mejor, así estamos tú y yo solas, más a gusto. Bastante hemos tenido que aguantarlo ya.

—Lola, por favor.

—No, mamá, ni por favor ni nada.

—Cada uno es como es.

—A mí eso no me vale, mamá. Yo también soy como soy. Y tú.

—Bueno, déjalo estar, por favor te lo pido.

Lola se dirigió a un policía local que merodeaba por el salón y lo ojeaba todo y trataba de parecer activo mientras no hacía nada.

—¿Le importa que me lleve esta foto?

—Eso debe preguntárselo a la jueza, señorita —le respondió seco, casi grosero.

Estaba muy guapa su madre. En dos días había cogido algo de color en la cara. El contraste de la piel atezada con el pelo castaño recogido en un moño, al estilo años setenta, y con los ojos de color miel claro, le favorecía. Parecía más joven. Podría haber pasado incluso por una de las mujeres de cincuenta años de los compañeros de Lola: mujeres que conocían todos los tratamientos de belleza, que habían usado todas las cremas que anunciaban modelos jóvenes para mostrar los efectos rejuvenecedores de ungüentos carísimos en sus caras lisas y tersas a años luz de la senectud. Podría haber pasado por una de esas mujeres que nunca han tenido que dejarse la vista remedando ropa vieja ni las uñas fregando.

Porque era guapa. Y siguió siendo guapa cuando enfermó. Quizá en ese momento aún no lo sabía. Quizá fue a la vuelta de aquellas vacaciones, cuatro días en Málaga para conocer la feria y ver el mar por última vez en su vida, cuando tuvo los primeros síntomas. Algún mareo. Un malestar general.

—Cosas de la edad, hija —le dijo cuando sintió el vahído que le hizo dejar de ordenar los cacharros y agarrarse a la encimera para no caer.

Era una mañana soleada de noviembre, la segunda o tercera vez que había podido ir a visitarla desde las vacaciones en Málaga. Fuera hacía ya algo de frío, pero el sol que entraba a borbotones por el ventanal caldeaba la cocina. En los meses de otoño e invierno era donde mejor se estaba. El resto de la casa era más oscura y fría, pero en la cocina los rayos que se filtraban por los cristales templaban el ambiente y convertían la estancia en un invernadero donde crecía una primavera artificial.

—¿Seguro? ¿Has ido al médico, mamá? ¿Quieres que vaya contigo?

—No, el lunes voy sin falta. No es nada, solo que estoy un poco cansada. Si es que ya tengo sesenta años, hija, cómo pasa el tiempo.

Ana sonrió y Lola se quedó más tranquila. Desde que tenía conciencia la sonrisa de su madre, amplia y sin grietas, la inundaba por completo, como el sol inundaba la cocina en las mañanas de invierno. Era una sonrisa redentora que la llenaba de tranquilidad. No importaba cuál fuera el miedo, la pena o el frío: aquella sonrisa le hacía sentir una calidez temprana, casi como si le creciera dentro una infancia artificial.

—París tiene que ser bonito, ¿verdad?

—Sí, mamá, es precioso.

—A mí me hubiese encantado ir cuando nos casamos tu padre y yo. Era mi sueño, ir a París de luna de miel. —Ana estaba sentada en la mesa de la cocina, frente a su hija.

—¿Estás mejor, mamá? ¿Se te ha pasado?

—Sí, no te preocupes. Es solo cansancio. Pero en aquella época, figúrate, no nos llegaba ni para ir a Barcelona.

—Lo que más me gusta son los cafés —continuó Lola—, la vida que hay en las calles. Más incluso que los monumentos. Sentarte en una terraza por la mañana y tomar un café con un croissant mientras ves a la gente pasar de un lado para otro. Todo el mundo bien vestido, tan elegante. Sobre todo las mujeres, mamá, ya verás qué guapas y qué bien visten. —Ana abrió los ojos y la contempló risueña—. Y después, ¿por qué no habéis ido? —le preguntó su hija.

—Ya sabes, tu padre. No le gusta mucho salir, sobre todo si tiene que coger el avión.

—Siempre tiene una excusa para joder.

—Lola, no hables así, por favor. Y déjalo. Él tiene sus razones. Y siempre nos ha querido. A su forma, pero nos ha querido.

—Menuda forma de querernos.

—Además, hace ya tiempo que no bebe. Ni una gota.

—Bastante ha bebido.

Lola se paró junto a la jueza.

—No sé si necesita algo más de mí —preguntó tratando de mostrar firmeza.

—No, puede usted marcharse. —El tono de voz de la funcionaria era aséptico. Se notaba que a pesar de su juventud tenía experiencia en casos como el de Lola y había aprendido a tratarlos de una forma estrictamente profesional, sin dejarse invadir por ningún tipo de sentimiento—. Mañana la llamarán del juzgado, necesito hacerle unas preguntas.

—De acuerdo, que me llamen. Pero, de todos modos, ya he hablado con un policía y le he contado todo lo que sé. Desde hace más de un año mi padre y yo apenas hablábamos, no creo que pueda serles de mucha ayuda. Y no querría perder mucho tiempo, estoy bastante ocupada en el trabajo.

—No se preocupe, es una mera formalidad, no le quitaremos mucho tiempo. La verdad es que no creo que haga falta abrir una investigación; está todo muy claro. Pero tampoco se pueden cerrar las cosas en falso: hay un muerto. —La jueza creyó necesario extenderse algo más en sus explicaciones—. Me gustaría hablar con las personas cercanas al fallecido, recabar alguna información para conocer bien las causas. Es lo menos que se puede hacer ante un caso como este.

—Claro, por supuesto, entiendo —asintió Lola—. ¿Y sabe cuándo me podré llevar a mi padre? Quisiera abreviar los trámites y acabar con este asunto.

—Tal vez pasado mañana. Antes debemos hacerle la autopsia. Ya me ha comentado el inspector Rosales que le ha dicho que su padre no bebía ni estaba tomando ninguna medicación. Pero quiero estar segura de que no tomó alcohol o alguna otra sustancia esta mañana. También la avisarán del juzgado cuando pueda hacerse cargo del cuerpo.

—Está bien. ¿Le importa si me llevo esto? —Lola le enseñó la foto que había cogido del mueble. La jueza la miró un momento antes de contestar.

—No, llévesela, no creo que sea relevante para el caso. De todos modos, el piso estará precintado unos días. Después podrá disponer de él como le parezca.

—Gracias.

—Hasta mañana.

Lola debería haberse dado cuenta antes. ¿Pero cómo? Ana era hermética para sus cosas. Nunca se quejaba. De nada. Ni cuando cogía un resfriado, ni cuando ella era todavía una niña y las discusiones con su marido eran estridentes, ni cuando dejaron de serlo y la casa entera se convirtió en una especie de nave industrial; un espacio hueco en el que hacer lo necesario para sobrevivir: comer, dormir, lavar la ropa, ver la televisión. Todo sin alma ni calor ni primaveras que no fueran artificiales. Ana nunca se quejó. Pero Lola debería haberse dado cuenta. Habría bastado, quizá, con visitarla más a menudo, con llamarla todos los días, con estar menos pendiente de su trabajo y más de ella. No era tan mayor. Sesenta años. Ahora las mujeres viven hasta los ochenta o los noventa sin ningún problema, activas y radiantes, quedan con las amigas a tomar café, salen de paseo, andan para mantenerse en forma y van al gimnasio, o a la piscina, o hacen yoga o thai-chi y van con sus maridos a conocer mundo con los viajes del Imserso.

—¿Qué te dijo el médico, mamá?

—Nada, que tome unas vitaminas. Cansancio. A mi edad, ya se sabe.

—Pues suenas muy apagada, ¿quieres que vaya a verte este sábado?

—No te preocupes, no es nada. Si puedes venir bien, y si no, tranquila, ya sé que estás muy liada.

—Lo intentaré, aunque no creo que pueda. A ver si la semana que viene, porque además tenemos que preparar el viaje a París, ¿has hablado con papá?

—Lo tengo casi convencido.

—No te esfuerces mucho, si no quiere venir que no venga.

—Ay, siempre estáis igual, vaya dos.

Sentada junto al cabecero de la cama, tenía que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas que la pena y el sentimiento de culpa empujaban hacia sus ojos.

—No sé si me va a dar tiempo a ir a París, hija. —Ana trató de sonreír, pero solo consiguió descomponer su cara en una mueca de dolor.

—Sí, mamá, ya verás como sí. En cuanto salgas de aquí, hacemos las maletas y nos vamos.

Fue solo ese momento, pero concentró todos los que ahora sentía haber perdido entre reuniones, tipos de interés, esquemas de inversión de alto rendimiento y baja imposición. Cerca de lo que deseaba y lejos de quien la quería. Hasta entonces no había sentido ganas de llorar. Ni siquiera cuando, en las noches frías de enero, el viento soplaba y sentía la lluvia fina golpear el cristal de la ventana del salón de su apartamento en el barrio de Salamanca y un escalofrío le recordaba que no faltaba mucho tiempo para que se quedase mucho más sola, casi del todo. Tragó saliva, apretó los dientes y cogió la mano de su madre, fría y trémula.

—¿Tan pronto? ¿No será mejor esperar hasta marzo o abril? París tiene que ser más bonito en primavera, hija, y para sentarnos en esas terrazas que te gustan tanto será mejor que no haga tanto frío.

—Pues esperamos, mamá, tú no te preocupes. Lo importante es que salgas de aquí y nos vayamos a casa —Lola trataba de ocultar el miedo y la tristeza que asomaban en su voz—. Verás qué bonito es París —le dijo mientras le recogía el cabello lacio que le caía por la frente y la acariciaba. Su madre nunca había estado tan delgada. La enfermedad se la había comido y en su cara los huesos se marcaban y las quijadas parecían querer superar la barrera que era el exiguo trozo de carne que aún las rodeaba.

—¿Sabes?, ya he convencido a tu padre. Antes de venir al hospital me dijo que sí, que se viene con nosotras a París. ¿Qué te parece, Lola? ¿Ves como al final entra en razón?

—A buenas horas.

—Bueno, más vale tarde que nunca, ¿no? No me gusta que te lleves así con tu padre. Él habrá tenido sus cosas, pero siempre nos ha querido. Y a ti más que a nadie.

—Pues lo podría haber demostrado de otra forma.

—Déjalo, Lola, para él las cosas no fueron fáciles. Es un poco tosco, ¿cómo no iba a serlo con todo lo que pasó? Tienes que intentar llevarte mejor con él, por favor te lo pido. Sobre todo si a mí me pasa algo, ¿qué va a hacer el pobre solo? Tienes que cuidarlo, Lola

—Vale, mamá, y no digas tonterías, a ti no te va a pasar nada. —Ana tosió sin fuerzas y dejó caer su cabeza entre los almohadones de la cama. Solo el pelo castaño desentonaba con la blancura de las almohadas, de las sábanas, de su cara—. Tengo sueño, Lola, me voy a dormir un rato. Dile a tu padre que se baje a comer a casa y que suba luego.

—Sí, mamá, yo me encargo. Tú descansa.

Lola salió rápidamente del piso, sin querer mirar a los policías que continuaban con el registro de la casa, que hurgaban en los rincones de la intimidad de su padre de un modo impersonal. Profesionales que estudiaban el escenario de una tragedia que podía haber partido una vida pero que para ellos no era más que un número sin cara ni alma. Otro día más en la oficina, otra desgracia que se podría haber evitado, o tal vez no, quién puede saberlo; ellos solo recogían las pruebas y se olvidaban de lo demás, porque nadie puede cargar en su conciencia todo lo malo que pasa en el mundo.

Las otras tres puertas del rellano estaban cerradas, pero Lola pudo intuir detrás de ellas que varios ojos se clavaban en su cuerpo a través de las mirillas. Una de ellas se abrió cuando Lola cruzó el umbral del piso de sus padres.

—Lola, ¿cómo estás? —la anciana que le preguntaba tenía la cara macilenta. Bajo una bata roja guateada, raída y con lamparones, se adivinaba un mandil de tela. Hablaba con un lejano acento andaluz.

—Para todo lo que ha pasado, bien, señora Engracia. ¿Y usted?

—Tirando, hija, tirando. Qué pena, de verdad, qué pena. —La señora Engracia sacó un pañuelo de uno de los bolsillos de la bata para enjugarse las lágrimas—. Perdóname, es que no puedo evitarlo. ¿Necesitas algo?

—No. ¿Cómo sigue el señor Eusebio?

—Cada día peor. Ya casi no me puedo hacer con él. Ay, Lola, cuánto estamos pasando.

—Ya lo sé.

—La Policía me ha preguntado, pero yo no sabía nada. Si tu padre me lo hubiera dicho… Yo no tengo mucho dinero, ya lo sabes tú, pero algo podría haberle ayudado.

—No se preocupe. Yo tampoco sabía nada.

—¿Cuándo va a ser el entierro?

—Creo que lo voy incinerar.

—Bueno, como veas. ¿Le vas a decir al menos una misa? A mucha gente del barrio le gustaría ir.

—No lo sé, aún no lo he decidido. Ya le diré cuando sepa algo. Ahora tengo que marcharme, pasaré a verla en unos días.

—Adiós, hija, cuídate.

Bajó las escaleras, pensativa. Levantó la vista de los escalones solo para apoyarse en la barandilla. Era un portal oscuro y sucio. Las ventanas de los descansillos daban a un patio interior en el que la luz entraba de un modo tenue aun en los días de más sol. En uno lluvioso y gris como el que hacía, apenas si se colaba con miedo entre la ropa tendida en las cuerdas que iban de un muro a otro. En la penumbra del interior era necesario encender la luz en cada una de las plantas para subir o bajar las escaleras sin miedo a tropezar. Pero eso no mejoraba demasiado el aspecto del edificio. La poca claridad que desprendían las bombillas alcanzaba para ver los piquetes que había en las esquinas de algunos peldaños, los desconchones de las barandillas, la suciedad que se acumulaba en las paredes, pintadas de color crema, pero surcadas aquí y allá por relejes negros y arañazos causados por el mover de muebles.

No siempre había sido así. Lola conservaba la lucidez suficiente para distinguir entre el efecto subjetivo que su estado de ánimo tenía sobre su percepción de la realidad y la observación, puramente objetiva, del declive de la casa de sus padres, del portal, de todo el barrio en el que había crecido. A pesar de todo, de la distancia y de la vida, solo necesitaba un pequeño esfuerzo, cerrar los ojos y dejarse llevar, para regresar al tiempo en el que el barrio de sus padres era nuevo y limpio, cuando todavía irradiaba vitalidad y el futuro era una promesa de cielos azules y noches cálidas a la luz de las estrellas. Era fácil acordarse de las tardes jugando a la comba con sus amigas en el parque que había frente a su portal; de las vecinas que bajaban a tomar el fresco en ese mismo parque en las noches de mayo a septiembre; de las conversaciones entre su madre y la señora Engracia mientras tomaban un café, sentadas en la cocina, arrulladas por el sol que entraba por las cristaleras, recordando nombres, efemérides, tradiciones. Cualquier cosa que las devolviese siquiera por un momento al pueblo del que habían salido. Era imposible olvidar la animación que llenaba el barrio entero, sus calles, sus aceras, hasta el más oculto de sus rincones; los niños que inundaban toda la manzana de jovialidad y de luz con sus juegos infantiles y sus gritos.

Frente a la entrada del portal se habían concentrado unos pocos curiosos, atraídos por las sirenas de los coches de policía. Había también tres o cuatro cámaras de televisión y algunos periodistas cubriendo un suceso que ya era noticia y lo sería más el día siguiente, que llenaría unas cuantas páginas de periódicos y algunos minutos de los telediarios antes de caer en el olvido como caen todas las desgracias ajenas con el tiempo. Apretó el paso. No quería que nadie la reconociese. Solo cuando estuvo fuera del tumulto, segura de que nadie había reparado en ella, se detuvo un instante para coger aire antes de seguir caminando con prisa hacia el coche, montarse en él y salir por la raqueta hacia la avenida que llevaba a la autovía de Madrid.

Aceleró. Pasó los dos primeros semáforos en ámbar. Quiso hacerlo con el tercero, pero cambió a rojo justo antes de que llegase a su altura. Lola frenó. Bruscamente, igual que se le subieron a la cabeza las tres últimas horas y todas las que quedaban por venir: las noticias, su apellido en los periódicos, las preguntas de los compañeros y las explicaciones que le costaría encontrar o, quizá, la negación de su padre y de su pasado. De su sangre y de todo lo que había sido y trataba de olvidar. Antes de que le diese tiempo a ver que el semáforo se había puesto verde, el coche que la seguía, un Seat León amarillo, tocó el claxon. Arrancó rápido y, aun así, el Seat la adelantó haciendo sonar el motor, casi quemando rueda. El conductor, un chaval de veinte años con pinta de tener prisa por llegar a ninguna parte, se giró hacia ella y la miró con desdén. Lola le devolvió una mirada de desprecio. El mismo desprecio que tenía por todo lo que allí había. Desprecio por su barrio, lleno de gente que malvivía entre el paro y trabajos mal pagados, que hacía cuentas para llegar a fin de mes y que no eran más que sombras con una vida gris sin esperanzas ni sueños ni arranque para ganárselos como había hecho ella. Desprecio por aquella ciudad que parecía un pueblo y que la agobiaba, calles estrechas y caras conocidas, dos o tres cines, tres o cuatro centros comerciales, sin teatros ni buenos restaurantes, un día tras otro el mismo plan, tan aburrido que acaba por matar las ansias de tener algo mejor. Desprecio por su padre y todos los que eran como él y no sabían enfrentarse a la realidad y moldearla a su medida y acababan engullidos por ella con una mirada estúpida que va de la televisión a los muros de una casa de ochenta metros cuadrados y se pierde en la oscuridad de un patio interior o en la ventanilla de un Seat León amarillo que es lo máximo a lo que pueden aspirar.

La rabia y el desprecio y la tristeza indefinible que sentía comenzaron a atenuarse según avanzaba por la Nacional II. Al llegar a Avenida de América y enfilar por Serrano ya casi habían desaparecido. Solo quedaba un vago rastro de melancolía. Sentirse anónima en medio de la marabunta de gente que iba y venía, de los coches que pasaban a toda velocidad casi sin reparar en los semáforos o en los pasos de cebra, le hizo bien. Le gustaba aquel caos del que emanaba un orden indescifrable, como un puzle de millones de piezas esparcidas por una gran habitación que parecen dejadas sin orden pero que tienen un sentido para los ojos que saben interpretarlo.

Aparcó frente al edificio de Ortega y Gasset. Al verla acercarse, el portero acudió servicial para abrirle los altos portalones del edificio.

—Buenos días, señorita Dolores.

—Hola, Germán.

—Tiene correo. Un mensajero ha dejado este sobre para usted.

—Gracias.

Tuvo que leer dos veces el remite para estar segura de que no se equivocaba: «Federico Borrell García. Calle Alamillos, 7, 5º A. Alcalá de Henares». Subió a casa y pensó en tirar el sobre a la basura, pero al final, casi por dejadez, lo amontonó con las cartas comerciales que acumulaba para abrir un día de estos, quizá mañana. O pasado. Lo último que quería era saber nada de su padre.






2

Federico se despertó poco antes de las ocho de la mañana. Antes nunca lo hacía tan tarde. Ni siquiera cuando lo echaron de Roca y se pasaba las mañanas y las tardes buscando hobbies con los que matar el tiempo para que los días no se le hicieran eternos; él, que desde los ocho años había estado trabajando y se sentía inútil si no hacía algo, si estaba más de media hora sentado sin ninguna ocupación.

Pero desde que Ana había muerto dormía más. Incluso para levantarse a esa hora tenía que ponerse el despertador, y aun así algunas veces se sorprendía remoloneando en la cama, abrazado a las sábanas con la mirada fija en el techo y la mente en blanco mientras dejaba pasar los minutos hasta que se incorporaba, se vestía, caminaba despacio hacia la cocina y ponía a hervir el agua en la pequeña cafetera que había comprado para que no le sobrara café y poder tomarlo siempre recién hecho.

Dos. Uno por la mañana, con leche y un trozo de pan tostado con aceite, y otro a media tarde, solo, después de levantarse de una siesta que se imponía para que el día se le hiciera más corto. Apenas conseguía tener los ojos cerrados más de diez minutos. Después, daba vueltas en la cama, se incorporaba para fumar un cigarro, volvía a tumbarse ya sin ni siquiera intentar cerrar los ojos, escuchando las agujas del reloj correr con una parsimonia desesperante. El resto del día era un monótono dejar pasar las horas, tan iguales unas a otras, con la esperanza de que el fin de semana, este sí, Lola se acercara a hacerle una visita.

—¡Federico, es Eusebio, le ha dado algo! —la señora Engracia seguía tocando el timbre incluso después de que la puerta se hubiera abierto.

—Voy, voy, Engracia.

Eusebio estaba sentado en el sofá, frente a la televisión. Con la boca abierta y la mirada vidriosa, ligeramente inclinado hacia la derecha, golpeándose con insistencia la cabeza con la mano izquierda, las piernas bajo las faldas de una mesa camilla.

—No sé qué le pasa —la señora Engracia hablaba entre lloros, sin atreverse a llegar hasta su marido. Se frotaba las manos, enfundadas en unos guantes rosas de látex, con fuerza a la altura del vientre—. Estaba fregando la cocina y cuando he venido a verlo me lo he encontrado así. No me responde.

—Venga, Engracia, coge el bolso que vamos a llevarlo al hospital ahora mismo.

Engracia solo se quitó los guantes de látex cuando ya habían colocado a Eusebio en el asiento del acompañante y Federico había arrancado. Sentada en la parte de atrás, se llevó la mano al cuello para tentar su medallita de la Virgen del Rocío y reparó en que seguía con ellos puestos.

Mientras le hablaba, los dos sentados a la mesa de la cocina, Eusebio agarraba su vaso chato de vino rebajado con gaseosa como si fuera un tesoro.

—Deberías hacer algo, Federico, buscarte ocupaciones. Por ejemplo, te puedes venir a andar conmigo. Mira, cada mañana me voy a la plaza de Cervantes. Y por la tarde, después de la partida, hasta el hospital o, si no, al Hipercor. A veces hasta me animo y entro a ver qué hay allí, todo tan grande y tan hermoso y tan bien puesto que da gusto solo mirarlo. Aunque no vayas a comprar nada, porque desde luego no son precios para nosotros con la paga que nos ha quedado. Pero eso es lo de menos. Lo importante es que así te das un paseo y ves todas las cosas nuevas que sacan, que hay que ver, cada día sacan cacharros más nuevos y ropa más bonita. Quién tuviera veinte años otra vez para aprovecharse de tantas cosas como hay, que uno no sabe ni cómo pueden elegir entre tanto los jóvenes de ahora.

—Si tuviésemos veinte años estaríamos igual que antes, Eusebio, sin un duro y trabajando de sol a sol.

—Pues puede ser, no lo sé, lo mismo se nos había dado de otra manera. Pero mira, que lo que tienes que hacer es lo que te he dicho. Venirte a andar conmigo. Yo he hecho los cálculos y lo menos ando diez kilómetros todos los días. Y me sienta bien, ¿eh?, que me encuentro mucho mejor.

—No sé, Eusebio, a mí eso de andar tanto me parece una tontería. Si fueses a algún sitio…

—Ea, ¿y qué? ¿Acaso es mejor quedarte todo el día viendo la tele y sin hacer nada? Así te vas a consumir, Federico. Por lo menos podías acompañarme a echar la partida al centro social.

—Ahí no hay nada más que viejos.

—Mira el joven. Pues, ¿qué eres tú? Por lo menos echamos el rato y nos entretenemos.

—Yo no sé jugar al mus.

—Pues juegas al tute. O al dominó. Siempre hay gente para echar una. Y así estás acompañado.

La doctora, una chica joven, los hizo pasar a la sala en la que atendían las urgencias y les habló en voz baja, a unos pasos de la cama en la que yacía Eusebio yacía entubado.

—Ha sufrido una isquemia cerebral. Durante unos minutos no le ha llegado sangre al cerebro —explicó al ver las caras de Engracia y Federico—. Eso le ha provocado una disfunción: al no tener riego el cerebro ha quedado dañado.

—¿Y se va a recuperar?

—Es pronto para saberlo, tenemos que esperar unos días para ver cómo evoluciona. ¿Tenía algo, era fumador, o diabético?

—Tenía la tensión alta. Pero había dejado el café y apenas tomaba sal. Un poco nada más en las comidas. Y andaba mucho, todos los días.

—Bueno, veremos cómo sale. De momento permanece estabilizado. Lo vamos a dejar aquí, no hay camas libres. En cuanto podamos lo subimos a planta.

—Gracias, doctora, gracias por todo.

Las urgencias estaban atestadas. No quedaba ni un box libre para nuevos pacientes: algunos ya estaban en los pasillos que había entre compartimentos y máquinas. Engracia y Federico tuvieron que sortearlos para salir de allí y volver a la sala de espera a sentarse y dejar pasar las horas, una, dos, siete, hasta que los avisaron de que habían subido a Eusebio.

Eusebio paró de hablar un momento para darle un trago al vino con gaseosa, que degustó con fruición.

—Ya tengo a mi hija para hacerme compañía —le recordó Federico.

—Una visita cada semana no es compañía. Además, tienes que moverte. Somos amigos, ¿no?

—Hombre, después de casi cuarenta años…

—Pues déjame que te dé un consejo: ocúpate en algo. Te lo digo por tu bien. Sal a hacer cosas, lo que sea. Ahora hay muchas actividades para nosotros. Si no te gusta andar, apúntate a un gimnasio. O vete a la piscina. O ponte a estudiar. Mira, ahí tienes a la mujer del Evaristo, que va a un sitio allí en el Nuevo Alcalá donde dan clases para la gente mayor. Dice el Evaristo que lo mismo se apunta a la Universidad, y eso que no sabía casi ni leer. A la vejez, viruelas. Ahora, que hace bien, si le gusta y ahora puede, bastante hemos pasado, toda la vida trabajando, ¿o no? Pero el caso es que tú tienes que hacer algo, lo que sea. Estar sentado delante de la televisión todo el día no es plan. Si sigues así, cualquier día te da un patatús y te quedas en el sitio. Y lo mismo ni nos enteramos hasta que pasen unos días, como le pasó a uno de mi pueblo que vive ahí por donde Reyes Católicos. ¿No te lo he contado? Pues resulta que los vecinos llevaban varios días sin verlo y además notaban que salía un olor muy malo del piso. Llamaron a la Policía y cuando llegaron se lo encontraron ahí, sentado en el sofá, con la cabeza caída sobre el pecho. Ya estaba empezando a pudrirse… Lo menos llevaba una semana muerto.

—Tampoco me queda mucho que hacer aquí.

—Vamos, hombre, no digas eso ni en broma. Siempre hay algo que hacer. Menudo… Si estamos en la flor de la vida. Como dicen en la tele, somos jóvenes de más de sesenta y cinco años. Y te advierto que tienen razón, por lo menos en lo que a mí me toca. Yo cada día estoy mejor, con esto de andar y hacer algo de ejercicio. Y, además, anda que no hay cosas que hacer ahora para nosotros. Ay, si nuestros padres levantaran la cabeza y vieran cómo ha cambiado esto y todo lo que se perdieron los pobres.

—Eusebio, desde que murió Ana no tengo ganas de nada, qué quieres que te diga.

—Lo que pasa es que tú tienes que salir más, Federico, hacer algo que te mantenga ocupado y que haga que no le des tantas vueltas a la cabeza. Que es lo que a ti te pasa, que le das muchas vueltas y así no vas a ningún lado. Mira, vamos a hacer una cosa. Me ha llamado el director de la Caja para hablarme de unos depósitos donde poner los ahorros. ¿Tienes algún dinero ahorrado?

—Sí, no mucho, pero algo tengo.

—Pues nada, te vienes conmigo y hablamos con él. Si te interesa bien, y si no, por lo menos sales de casa y echamos la mañana. Eso es lo que te hace falta, salir de casa, hacer cosas.

—¿Pero tú tienes mucho?

—Yo qué voy a tener, cuatro perras mal contadas. Pero como hemos estado en esa sucursal toda la vida se conoce que nos tienen aprecio. El director me ha dicho que son unas condiciones excelentes. Y tampoco perdemos nada por ir a ver qué nos dice. Ricos no nos vamos a hacer, pero oye, si nos dan algo más por lo poco que hemos podido juntar, a nadie le amarga un dulce.

Una enfermera fuerte y con cara regordeta y simpática corrió la cortinilla de plástico azul y recogió la cuña.

—¿Cómo vamos, guapo? —le preguntó con cariño al volver del baño.

Eusebio contestó con un murmullo inaudible: «bbbb, mmmm».

—Tienes que hablar más alto, que si no tu mujer no te va a oír —volvió a decirle.

Se giró hacia Engracia y le guiñó un ojo y se despidió mientras se dirigía a la puerta, donde se cruzó con la doctora.

—Esta tarde mismo se pueden ir para casa —les dijo, hablándoles a los dos a pesar de que solo Engracia podía entenderla—. Ahora mismo voy a firmar el alta.

—¿Tan pronto, doctora? Pero si todavía no puede ni levantarse.

—Ya lleva aquí más de dos semanas y de momento no hay nada más que podamos hacer por él. Estará mejor en su casa. Además, estamos hasta arriba, no podemos tener la cama ocupada si el paciente puede estar en su casa.

—¿Y qué voy a hacer para darle la comida?

—No se preocupe, con la sonda nasogástrica no habrá ningún problema. Se la van a dejar puesta y, por si acaso se la quita, la enfermera va a pasar ahora después a enseñarle cómo ponerla.

—¿Pero puede quitársela? Ay, Señor, ¿y qué hago yo entonces?

—Es muy fácil de poner, ya lo verá. No tiene ninguna complicación.

—¿Y no es posible que se quede unos días más, por ver si va mejorando y por lo menos puede comer sin la cosa esa de la nariz?

—Lo siento, señora, hay otros casos más urgentes y necesitamos la cama. En casa estará bien.

—Gracias, doctora.

Engracia la vio salir andando rápidamente sobre sus zuecos blancos sin volver la vista atrás.

—El director está reunido, esperen un momento —les dijo una chica de unos veintipocos años. Eusebio y Federico se quedaron junto a la puerta, de pie, con las manos en los bolsillos.

—Don Emilio, vengo con un vecino, ¿le importa? —le preguntó Eusebio cuando el director los invitó a pasar.

—No, claro que no. No hay ningún problema, todo lo contrario. Muchas gracias por venir. Pase, pase usted también. Soy Emilio Otar, el director de la sucursal. Encantado de conocerle.

Federico le estrechó la mano. Era un hombre bajito, moreno, con grandes gafas de cristales progresivos que ocultaban unos ojillos pequeños y vivaces.

—Siéntense, por favor.

Nunca había estado en la oficina del director de una sucursal; todo lo más, sentado en una de las mesas del hall el día que fue a poner el dinero en un plazo fijo. Esta no le impresionó. Era pequeña, con dos o tres plantas mustias, una mesa funcional pero no demasiado bonita, sobre la que el director tenía varios papeles, y un par de sillas, con un respaldo abombado de plástico verde, que pretendían ser de diseño pero que solo conseguían ser incómodas. No resistía la comparación con el despacho de su hija que había visto en un par de fotos que ella le había enseñado: amplio, con una gran mesa para ella y otra para las visitas, y ventanales desde los que se veían, según Lola, casi todo Madrid por un lado y la sierra por el otro.