Es propiedad de:

© 2017 Amazing Books S.L.

www.amazingbooks.es

 

Editor: Javier Ábrego Bonafonte

 

Centro de Arte y Tecnología

Avenida Ciudad de Soria, N º8

50003 Zaragoza - España

 

Primera edición: Junio 2017

 

ISBN: 978-84-947025-5-6

 

Reservados todos los derechos.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra solicite autorización en el teléfono +34 976 077 006, o escribiendo al e-mail
info@amazingbooks.es

 

Amazing Books SL, queda exonerado de toda responsabilidad ante cualquier reclamación de terceros que pueda suscitarse en cuanto a la autoría y originalidad de dicho material.

Así como de las opiniones, casos científicos, y contenidos, que son intrínsecamente atribuibles al autor, autora, o autores.

 

DE LA EDAD FELIZ

 

Jorge Milia

 

 

 

 

Jorge Milia, nació en Santa Fe de la Vera Cruz, República Argentina, el 1º de enero de 1949. Se educó en el Colegio de la Inmaculada Concepción de esa ciudad, en el cual participa como coautor en la edición de “Cuentos Originales”, libro que prologara J. L. Borges. Posteriormente realizó publicaciones en el diario “El Litoral” de la misma ciudad, y en otros medios del interior del país. Es a la vez, periodista, corresponsal militar y corresponsal acreditado ante la ONU para zonas de mantenimiento de paz. A partir de su establecimiento en Salta ha formado parte de “El Cronista de Salta”, ha sido Director Periodístico de “Vanguardia del Norte”, revista de la Vª Brigada Mecanizada del Ejército Argentino y colaborador de la Gaceta Católica Salteña. El Instituto Iberoamericano de Berlín (Ibero-Amerikanisches Institut Preussischer Kulturbesitz) lo invitó a presentar su libro “Mar de tiempo” en la Jornada de Lectura de la Nueva Poesía Argentina de ese instituto, el 24 de septiembre de 2002. En la actualidad es director y editorialista de Diario “Castellanos”, de Rafaela, provincia de Santa Fe, Argentina. Escribe una columna en L’Osservatore Romano.

 

Audiencia del Papa en su residencia de Santa Marta (Ciudad del Vaticano)

 

La foto corresponde al 22 de septiembre de 2013.

Me encuentro con “el amigo que consiguió trabajo en el Vaticano”, como le dije a un colega. Una emoción intensa. Una mezcla de alegría y ansiedad, porque uno no puede olvidar las palabras de aquel místico italiano Don Primo Mazzolari que hablaba de “la soledad del Pontífice”. Mi primera visita fue, un encuentro gratificante y alegre. Como siempre, entre bromas y risas.

Yo, reclamándole por su promesa incumplida al ir al Cónclave: “cuando vuelva, te llamo” él por la carta de doce páginas que le envié dos meses después de su elección, sobre la cual decía no estar seguro si era posible mi“excomunión”. Más allá de toda una situación singular, impensada, esa de haber pasado a ser amigo de un Papa. Yo no fui educado para ello y supongo que mis abuelos maternos, de haber podido saber, más de medio siglo atrás, que su nieto iba a tutear a un Papa habrían dejado de rezar por mí considerándome definitivamente perdido.

El reencuentro con el amigo que ahora es Papa. Sobre nuestra relación antes, ¿En qué ha cambiado? Es difícil decirlo, porque todos cambiamos día a día. Para él lo que ha cambiado son las dimensiones, por ejemplo. Esta por el mundo, que es una parroquia un poco grande. Pero lo bueno, es que él sigue siendo párroco.

¿En qué ha cambiado nuestra relación? Es difícil decirlo, porque todos cambiamos día a día. Para él lo que ha cambiado son las dimensiones. Ser Papa es como ser el párroco del mundo… que como parroquia es un poco grande. Para mí lo que ha cambiado es ser amigo de un Papa. Pero lo bueno, es que él sigue siendo párroco y sigue siendo amigo.

 

 

 

 

Carta manuscrita del papa Francisco, comunicando el viaje de Jorge Milia para
realizar el camino de Santiago desde Portugal.

 

Prólogo

 

Cuarenta años después

La conmemoración del 40 aniversario de egresados reunió a este grupo de hombres, la mayoría de ellos ya abuelos. Y se dio el reencuentro, se dio el espacio y el tiempo para el recuerdo, la conmemoración y el gratuito celebrar la vida; esa celebración que se escapa a todo control o reduccionismo y hace otear el camino vivido desde el horizonte sapiencial de la madurez. Durante su encuentro estos hombres han recordado... Su recuerdo no fue una simple sumatoria de anécdotas y datos ni tampoco la actitud proustiana del circular retorno sobre la vida. Su recuerdo resultó acontecimiento: un hito en el andar de sus vidas. Todos ellos senderearon en direcciones diversas, todos tenían bagaje que compartir; cada uno trajo sonrisas y lágrimas, heridas y triunfos. Y allí, en esa realidad del encuentro, se animaron a mirar atrás y al gozo de la celebración.

A todos ellos los conocí a los 16 ó 17 años. Fueron mis alumnos en literatura y psicología en 4º y 5º año de bachillerato. Muchachos vivaces y creativos. Como ejercicio literario les pedía que escribieran cuentos; me impresionó su capacidad narrativa. De los cuentos escritos seleccioné algunos y los escuchó Borges. Él también quedó impactado y alentó la publicación; además quiso prologarla. ¿Podemos decir que eran geniecitos? No me atrevería a tanto; sí estoy seguro de que eran normales.

Los quise mucho. No me fueron ni me son indiferentes. Pasó el tiempo y no me olvidé de ellos. Algunos ya están con Dios: el primero, Felipe Adjad, “el turco” como le decíamos. Todos han hecho camino en la vida y hoy se permitieron remansar su corazón en el encuentro amical del cuarenta aniversario. Jorge Milia, premio Nobel a la bohemia original, ha compilado estos retratos. Son historias verdaderas. Leyéndolas podremos comprender muchas cosas de estos hombres originales, tan originales como los cuentos que escribieron. Leyéndolos nos daremos cuenta también, como dice Jorge, que “cuando decíamos con orgullo `Nosotros somos de la Inmaculada´, no hablábamos de una casa con prosapia e historia, nos estábamos refiriendo a Ella”. La Virgen tenía mucho que ver en sus vidas.

Al prologar esta publicación quiero, en primer lugar, agradecer a Dios haber compartido con ellos dos años de mi vida. Agradecerles a ellos todo el bien que me hicieron, de manera especial obligarme y enseñarme a ser más hermano y más padre. Quiero también expresar mi deseo de que sus vidas hagan historia más allá de la historia personal de cada uno. Que hagan historia como grupo inspirando a tantos jóvenes en el camino creativo a seguir; quisiera que la lectura de estos pedacitos de vida sea semilla fecunda para quienes las lean.

Jorge Mario Bergoglio S.I.

Buenos Aires 1º de mayo de 2006

Fiesta de San José obrero

 

Nota del Editor: En 2006 monseñor Jorge Mario Bergoglio S.I., hoy Papa Francisco, era el Cardenal Primado de la República Argentina.

 

Introducción

 

Cuando cumplimos 25 años de bachilleres, alguien tuvo la idea de incluir un souvenir, un recuerdo de la fecha de ese encuentro en Santa Fe. Una campana de bronce para cada uno con la fecha grabada. A mi vuelta a Salta casi la olvido y debí ponerla en el último momento en un bolso. Colocado éste en la bandeja del equipaje de mano del bus, durante la noche interminable comencé a escuchar su tañido en cada curva o bache del camino. Se me ocurrió que, en ese momento, muchas campanas como la mía iban marcando una nueva partida, alejándose unas de otras como aquel remoto día de nuestro egreso. Quizá a la campana, que se despedía tañido a tañido como no queriendo irse, debamos estas páginas desordenadas que me tienen como relator y protagonista.

Multitud de recuerdos poblaron aquella noche y descubrí que a muchos de ellos les faltaban piezas, pero generaban otros que creía olvidados. Poco tiempo después, escribí el primero de estos relatos anárquicos. Cuando me quise acordar ya eran más de diez y se me ocurrió que sería bueno que, no digo todos pero al menos algunos, hicieran lo mismo. No fue posible, no me dieron la oportunidad. Yo seguí esporádicamente juntando nostalgias. Más cerca, en el tiempo, y sobre la base de la facilidad de la comunicación electrónica, tuve noticias de varios compañeros que recibían mis relatos y contribuyeron con alguna línea, o desempolvando algún recuerdo. Con dos de ellos, Julio Dela Torre y José Cibils es con quienes mayor correspondencia he mantenido. Cibils ha remediado casi todos estos escritos. Recuerdos de hechos sucedidos en Santa Fe, entre cuarenta y cuarenta y cinco años atrás, escritos en Salta, glosados en Venezuela, corregidos en Berlín e impresos finalmente en Salta. Sólo la época veloz que nos toca vivir permite creerlo.

Es difícil para mí, decir algo sobre el texto. En algunos casos hay más de diez años de diferencia entre relatos. Pero, sin duda, ha sido una experiencia gratificante. He reído muchísimo, como si lo hecho fuese ajeno y, en ocasiones, se me ha escapado más de una furtiva lágrima.

Alguno preguntará, ¿por qué este esfuerzo? Y la verdad es que no tengo una respuesta. Ni siquiera la he buscado. Creo que ha sido la pertinaz insistencia de Jorge Mario Bergoglio S.I., nuestro profesor de Literatura y su idea de que estas historias le podrán hacer bien a alguien. Mi única esperanza es que estos recuerdos puedan generar otros y - en algún momento - permitan reencontrar a quienes los leen, por un instante, a aquél adolescente que fue cada uno.

Ahora una nueva edición hace cruzar el Atlántico a este libro, en sentido inverso al que cruzara la sangre de muchos de sus personajes, incluso la de su autor, traída por sus antepasados. Un hecho inesperado es la explicación de este fenómeno, no su valor literario. Un profesor de aquellos adolescentes fue el Papa Francisco. Que él lo haya prologado once años atrás, que varias páginas lo nombren y lo tengan como centro de algunas historias es lo que lo ha transformado en un elemento raro, exótico, que mucha gente busca porque quiere saber más de Francisco.

Ser amigo de un Papa es algo difícil de explicar, suena a título nobiliario, pero también es una carga pública. Personalmente no lo he comprendido en su totalidad. Sin embargo, con el tiempo lo he tomado de otra forma. Pretendo que, al hablar de él como mi profesor, como aquel joven docente que ponía toda su pasión en enseñar, pueda darlo a conocer un poco más a la gente que lo ama y quiere saber qué hizo a través de su vida ese Papa que los cardenales fueron a buscar al fin del mundo.

Espero que estas historias sean gratas al lector y le permitan conocer también a aquel Jorge Mario Bergoglio S.J. que hoy conocen como Francisco.

Jorge Milia

 

 

 

DE LA EDAD FELIZ

 

 

Colegio

Iniciar el bachillerato hubiera merecido más consideración de mi parte, pero los cambios que se avecinaban me producían espanto. De ser por mí, habría pagado por otro año más de escuela primaria. Pero el tiempo no pregunta. Me habían puesto los ansiados pantalones largos y todo se presentaba como un camino sin retorno. Esto podrá sonar a Perogrullo, pero algo tendría de Peter Pan que me pedía disfrutar más tiempo de la vida escolar y de la infancia provinciana sin mayores sobresaltos, como avizorando un futuro de características complejas.

Había realizado mi educación primaria en la Escuela Nº 3 “Bernardino Rivadavia”, un viejo edificio de dos plantas con altura para cuatro que aún se conserva frente a la plaza España de la ciudad de Santa Fe. Pero mi Jardín de Infantes había tenido lugar en el Colegio del Calvario, un colegio de monjas. ¡Ja! tonteria de confesión. Pero, que nadie se engañe ni venga a decir que Milia salió del clóset en esta época de destape, de revelaciones escabrosas. Aquello no fue más que una prueba piloto que las monjas no repitieron. Un Jardín de infantes mixto. Según algunos detractores, por culpa mía. La verdad es que, años después, me hubiera gustado volver a la compañía de muchas de aquellas chicas del lejano Jardín, sobre todo cuando nos cambiábamos en los vestuarios del Ateneo, nuestra sección de deportes en La Inmaculada… Pero esa es otra historia. Volviendo a “la Rivadavia”, no sé si era lo mejor, pero creo que me brindó cierta amplitud de criterio basada en esa virtud de pluralidad que tenía la escuela pública. Alumnos católicos, judíos o evangélicos; chicos del centro, como yo, o de Barranquitas o de Alto Verde que cruzaban en canoa el riacho Santa Fe para llegar a la escuela. Hijos de profesionales, comerciantes, simples empleados o de un “botero”, un Caronte urbano que ,a base de músculo, llevaba gente de una a otra orilla del río. “Iguales ante la ley y bajo el farol de la esquina”, tal diría el poeta César Fernández Moreno. En cierto modo, éramos una representación de “Corazón”, del libro de De Amicis, que había estrujado nuestras almas con historias duras de una Italia decimonónica, y sobre el que ciertos comentarios sonaban familiares o personales, ya que muchos de aquellos compañeros eran la primera generación argentina de la familia. Es que en esa época -todavía y para mucha gente- ésta era una tierra de esperanza que recibía a cuantos “hombres y mujeres de buena voluntad quisieran habitar el suelo argentino”. Y esa escuela era también una representación del país, sencilla, en la pampa húmeda, llena de criollos y de gringos. Vaya aquí una aclaración al texto original, en la Argentina, gringos no son los norteamericanos, gringos son los italianos, así como para los argentinos todos los españoles son gallegos, todos los judíos son rusos, todos los árabes son turcos…

Una época que de una forma u otra estaba tocando a su fin, en la que llevábamos a cabo ritos ya olvidados como llenar boletines de ahorro y lograr nuestra primera Libreta de la Caja Nacional de Ahorro Postal, usar escarapela los días patrios y cantar “Aurora” con cada bandera que se izaba.

Terminado y despedido el ciclo primario, nada podíamos festejar, ya que los exámenes de ingreso se avecinaban. Las opciones eran múltiples. El Colegio Nacional, el Comercial, la Escuela Industrial, el Colegio Jobson, “la Inmaculada Concepción” y el Liceo Militar General Belgrano. Existía la posibilidad de la Escuela Normal Superior, pero entre nosotros casi no había adherentes, ya que casi ningún varón tenía interés en ser maestro normal. Esta Escuela nos interesaba sólo por su mayoritaria población femenina. Existían también otros colegios, pero de menor prestigio, o al menos de menor “marketing” si nos atenemos a términos actuales.

Para la Inmaculada era el único, a finales de 1960, que venía de “la Rivadavia”. Dos años antes, Hugo Rodríguez Sañudo, compañero desde primero superior, con quien compartimos numerosos cumpleaños, primeras comuniones y tropelías infantiles, se había ido a La Inmaculada. La posibilidad se debía al hecho de que el colegio tenía también 5º y 6º grados primarios. Allí la principal afluencia estaba dada por quienes venían del “Colegio San José para varoncitos”...

Dice mi amigo José Cibils: “De ahí vine yo, con certificado de varoncito, sin dar examen de ingreso, en compañía de muchos más”. Esta expresión está relacionada con una extraña moda de los años 50 en los que merced a la bonanza económica de ciertos sectores sociales y al sentido de oportunidad de muchos vendedores de humo, algunos sin apellido suficiente para camuflarse como descendientes de “fijosdalgo”, cambiaban algunos pesos por sospechosos pergaminos que les atribuían a algún cercano ascendiente un título nobiliario que por prudencia o temor a reacciones antimonárquicas limitaban a marqueses, duques o barones

La referida institución era regentada por unas monjas en la calle Buenos Aires, entre San Gerónimo y 9 de julio. Su nombre, podía ser algo tierno para madres bisoñas, pero no tuvo en cuenta el futuro y hoy puede uno encontrar en Internet un Currículum vitæ de un egresado que lo incluye como “colegio San José para varones”, no ya varoncitos. Cambiando la v por la b, tendríamos un instituto para formar la aristocracia. A este respecto, hay una anécdota de Eduardo Peralta Ramos S.J. a quien un día un alumno de una promoción posterior a la nuestra le dijo:

-Mi papá es barón.

-El mío también es varón, gracias a Dios y suerte para mi madre... -respondió el cura.

Lo mío no era una decisión propia. “Vos vas a ir a la Inmaculada”, me dijeron. No hubo discusión. Tanto me preocupaba el cambio, fuera cual fuese, que prefería algo impuesto para el caso de que todo anduviese mal. Además, “la Inmaculada” tenía mucho de tradición familiar, ya que por allí habían pasado mi padre y mis tíos paternos y todavía cursaba uno de mis hermanos. Ese enorme edificio y el Ateneo, de los que yo guardaba lejanos recuerdos infantiles, me producían miedo. A decir verdad, todo me ponía los pelos de punta. Lo mismo hubiera sido otro colegio, salvo por el hecho de estar acompañado por viejos compañeros de grado. Pero ya me iba dando cuenta de que eso era un “sálvese quien pueda”. De nada serviría decir a aquél lo conozco o ese otro es mi amigo.

La Inmaculada era un ámbito desconocido en el que mi antiguo amigo Hugo Rodríguez Sañudo, por lo que sabía en ese momento, era el único referente. Pero dos años de separación y el hecho de que él ya conociera los códigos del colegio, lo hacían casi un extraño. Me parecía esto como un salto al vacío en el que el trapecio que debía alcanzar no se veía, y la red faltaba.

Llegué al día del examen con mis nervios acumulados y me di cuenta de que todo el mundo estaba tan perdido como yo. Allí lo encontré a Luis María San Juan, (a) “el Hongo”, un verdadero amigo de la infancia con quien en el verano nos nadábamos todo el río. Los demás, NN. Después, a esperar el resultado. Finalmente, una semana después, me informaron que había aprobado.

Después de eso, vendría el ritual de uniformes. Como tercero de tres, estaba acostumbrado a heredar ropa. Afortunadamente, mi hermano Matraca estaba en 5º y yo en 1º, razón por la que conseguí un traje nuevo como para que durase hasta 3º. En cuarto y quinto me reencontraría con el de él. Es que en esa época nada era descartable, ni la ropa.

Así llegó el primer día de clases: El 18 de marzo de 1961, con la solemne inauguración del curso lectivo. Algo similar habría sucedido trescientos cincuenta y dos años atrás en Cayastá, emplazamiento de Santa Fe “La Vieja”, primera ubicación de la ciudad, o noventa y nueve, en el mismo lugar en que estábamos, cuando los jesuitas volvieron del destierro. Era el primer día de cinco años en un colegio que prometía a una juventud llena de auroras, con fuego en la mente y Fe en el corazón, nada menos que un amor que nunca muere. Al menos eso dice su Himno. Y era verdad. De lo contrario, estas páginas no hubiesen sido escritas.

 

 

Buenos días, alumno

Era la entrada. Se abría la puerta y el grupo tempranero arremetía con sus divisiones. Como siempre, el conjunto protegía. El momento justo en que zapatos sin lustrar, corbatas mal anudadas, sin hacerlo, o directamente ausentes, podían pasar desapercibidos en la tropa compacta que entraba. Después, la requisa visual de “Dick” O’Farrell S.I., “Tomate” Hardoy S.I. o Luis Tottera S.I., según los diferentes años del 61 al 65, separaría a los réprobos de la compostura indumentaria para que volvieran a su casa a buscar la corbata olvidada, lustrar los zapatos o lo que fuera menester.

El hecho de tener el guardapolvo en el colegio permitía que cada uno tratase de adquirir un “look” más informal, bordeando a veces con las disposiciones. Una vez adentro, el guardapolvo nos preservaba, no sólo del polvo de tiza sino del control. En teoría, si uno hubiese tenido el cuello de la camisa y la correspondiente corbata, podría estar desnudo bajo esta cubierta todopoderosa. Sólo lo delatarían las piernas peludas.

Como en todas partes se tejen leyendas urbanas, una de ellas hablaba de un hereje infantil que cierta vez en la sección primaria, donde había mayoría de pantalones cortos, se los había sacado y dado un giro completo por los diferentes patios, con su guardapolvo, saludando a cuanta autoridad había cruzado, en igual condición que un gaitero escocés con su kilt.

En mi caso, no había mucho de qué cuidarme, porque tenía la revisión previa en mi propia casa y mi madre era más severa y detallista que los jesuitas. De todas maneras, me llamó la atención cuando una mañana, en primer año, un poco retrasado, casi al límite del cuarto de falta, llegaba al colegio y vi a uno que salía avisando:

-“Watusi” está en la entrada controlando-. “Watusi” era otro de los apodos de Ricardo O’Farrell S.I. El sobrenombre se debía a una película del mismo nombre y la relación de su figura asimilada a la de los guerreros africanos, aunque su piel tuviera la blancura propia de los irlandeses

El que venía a mi lado -uno de cuarto o quinto año- se sacó el cinturón, que era de un tejido elástico, hizo un nudo como si fuera la mejor corbata y se puso al frente. Algo totalmente desagradable.

-Alumno Fulano, ¿ha tenido usted algún desengaño amoroso, una muy mala nota, una pérdida total de la esperanza? -preguntó Watusi.

-No, Padre, ¿por qué? -contestó el aludido.

-Porque me parece que está yendo a ahorcarse a una rama del lapacho. Por lo general, eso pretende quien se ata un cinturón al cuello. ¿O acaso tiene los conceptos trastocados y sostiene sus pantalones con una corbata? Me parece que va a tener que volver a buscar lo que se olvidó. -Y así lo despachó. Yo casi no podía creer que eso sucediera, a menos que uno tuviese una visión de rayos X digna de Superman. Y quedé asombrado y sonriente. También había para mí:

-Don Jorge Raúl Federico Milia Carrara, si no se apura tendrá un cuarto de falta. La puntualidad también es condición de un alumno morigerado, digno de este Colegio.

Yo no entendía cómo alguien podía saber los nombres de más de setecientos alumnos, incluidos sus apellidos maternos.

“Tomate” Hardoy S.J. no le iba a la zaga. Sus anotaciones sobre reincidentes en desaliño o llegadas tardes también eran temidas. Él tenía una ubicación distinta, más adentro del Patio de los Naranjos, pues de allí podía detectar a quienes intentaban eludir su control entrando por la iglesia.

Tottera era más campechano. Con una sonrisa cansada sabía golpear de otra manera:

-Escúcheme, ¿de qué se ha disfrazado? Si a la salida pretende encontrarse con “alguien”, es mejor que no dé lástima -o, tal como me dijo a mí-:Milia, si en lugar de poner los dedos en el enchufe usa un peine, su presentación ganará mucho... Siempre dijo que mi peinado (o la ausencia del mismo) era como si me hubiese electrocutado.

 

 

Los Uniformes

Los uniformes siempre han suscitado opiniones diversas, básicamente porque -dicen- fomentan la desigualdad. Algo falso y verdadero a la vez. Personalmente, creo que ser es ser diferente. No imagino un mundo de hormigas.

Uniforme etimológicamente es “una forma”, es decir, dar una sola forma a un conjunto. Esto, que en cierto modo iguala a quien pertenece al grupo, los desiguala o diferencia del resto. Por lo tanto, el uniforme es igualador y diferenciador al mismo tiempo. De ahí lo de las “palomitas blancas” de las escuelas públicas, para que nadie sepa si debajo hay una buena ropa o harapos.

Si se trata de teorizar, a los de afuera les revienta que los de adentro estén uniformados, pues lo consideran una forma de segregación; a los de adentro les revienta estar uniformados porque los de afuera los discriminan. Pero, en el fondo, el uniforme no es otra cosa que una codificación igualadora “inter pares”.

Un uniforme deja poco lugar a la imaginación. Podrán existir diferencias entre quienes lo usan, pero en general, sólo la mayor o menor pulcritud, el aliño o la gracia en el vestir, pueden establecer alguna diferencia. Entonces se crea un cierto nivel de igualdad. El mayor o menor poder adquisitivo, el buen gusto o la manifestación personal a través de vestimentas tradicionales no existen, al menos, en la línea que separa el pullover que nos tejió la abuela de un jersey de Versace.

Ese era el sentido de los uniformes y la explicación que me dieron. Algo que, aparte de lo estrictamente militar, también entra en el campo religioso, sea la doctrina que sea, y que alcanzaba también los claustros universitarios de otras latitudes, bajo la toga estudiantil que las distintas casas de estudio imponían a sus profesores y alumnos.

Nunca se sabe a quién se le ocurrió, pero, en un momento dado, comenzó la teoría de que el uniforme era una forma de coartar la libertad del individuo y rollos por el estilo. Con lo que finalmente se consiguió, en ciertos casos, su abolición, lo que generó inmediatamente otros sistemas de uniformidades y desigualdades. No tener los medios económicos suficientes importaba no estar a la moda y esto, casi siempre, iba en detrimento del individuo, cuyas capacidades y dones quedaban supeditados a su “torpe aliño indumentario”, al decir de Antonio Machado.

Nosotros teníamos nuestro uniforme y no se podría decir que era totalmente sencillo.

Constaba de un traje de sarga azul marino, camisa blanca, medias y zapatos negros y corbata azul marino de ordinario y celeste para las ocasiones especiales, como el 9 de mayo (fiesta de la Virgen de los Milagros en Santa Fe) y el 9 de julio. Para las clases teníamos un guardapolvo beige (color ciervo, según las especificaciones), cinturón de cuero marrón con hebilla de bronce. La corbata era obligatoria, como así también los zapatos de cuero y medias (¡Ni soñar con ir en zapatillas!).

El uniforme de gimnasia era un short blanco, zapatillas y medias blancas y la camiseta del colegio, blanca de mangas cortas con cuello y puños celestes, que a la izquierda llevaba bordadas en celeste las iniciales C. I. Los de Grandes Aparatos -ahora ese término creo que ha desaparecido y por lo tanto es justo aclarar que no eran los mejor dotados, sino los que hacían piruetas sobre el potro o en las paralelas-llevaban camiseta, pantalones largos, medias y zapatillas blancas.

La Banda y los brigadieres de Gimnasia llevaban chaqueta azul y pantalones blancos, más un birrete azul con un pompón colgante blanco.

Uno podía odiar su uniforme con mayor o menor intensidad, pero éste también era parte del colegio. Nos igualaba y diferenciaba. Aunque en ciertas situaciones nos pareciera insoportable, tenía un poco aquello de las desgracias, que parecen más soportables cuando son colectivas. Así, sentarse en la mesa de un bar a mirar las chicas y tomar una gaseosa tras una misa o procesión, no era problemático ya que el uniforme era común a todos. Uno se aflojaba la corbata o se la sacaba y la guardaba en el bolsillo. Se desprendía uno, dos o tres botones de la camisa, tomando un aire negligé al estilo James Dean o Yves Montand, pero nunca jamás dejar todos los botones prendidos, porque eso era una payasada imperdonable. Detalles menores -o no tanto- eran, entre otros, que tuviéramos la mala costumbre de crecer y que año tras año, madres, tías o abuelas tuvieran que ponerse a la tarea de descoser y volver a coser guarniciones, dar vuelta los cuellos de las camisas y cosas así. Cuando estas cirugías de mantenimiento ya no daban resultado, la solución era de una magnitud mayor y nuestros padres deberían recurrir a las tienda locales, con el correspondiente gasto, donde era posible vestir a los monstruos que crecíamos día a día. “¿Pero tú, qué comes, nene?” Entonces uno aparecía con un atuendo que siempre tenía la misma exclamación en los demás: “El finado era más grande”. Porque previsoras, las madres, pedían uno o dos talles más que el que nos hubiera correspondido, “así te dura otro año”. Año que se convertía en dos o tres. La cosa iría cambiando con el paso del tiempo y en algún momento se revertiría mostrando algo más que los puños de las mangas de las camisas, ya que la chaqueta iba quedando pequeña y la crueldad general pediría que uno bajase los pantalones “a tomar agua”.

Pero lo que nosotros amábamos era nuestro guardapolvo. La coraza protectora contra el polvo de tiza, la tierra de los bancos y otras calamidades menores y el cinturón de cuero que con dos monedas permitía abrir las puertas a modo de “Llavín”, un adminículo que portaban profesores y curas, que suplía el picaporte para que nadie pudiese entrar a las aulas en los recreos. El viejo cinturón con que nos hacíamos sonar los lomos en las peleas. El mismo dibujado y escrito como si fueran tantras nepaleses que tenían que aventar algunos malos espíritus, esos que hacían que nos tomasen los temas que no habíamos estudiado y trataban hacernos reprobar.

Los guardapolvos llegaban los lunes por la mañana al colegio y volvían los sábados a medio día. Cuando en 1965 nos notificaron que ya no los usaríamos, ardimos en santa indignación. Alguno habrá pensado que no queríamos crecer. Nada de eso. La realidad era no tener que enfrentar el deterioro de la ropa en el día a día, y la incomodidad de mantener, aunque más no fuera, un mínimo grado de decoro, que -como decía nuestro Rector, Dick O’Farrell- hacía a la presencia de los alumnos morigerados del digno colegio.

 

 

Nosotros, los de la Inmaculada

...los algodones fueron repartidos entre los
numerosos fieles presentes, quienes los
solicitaban para atesorarlos como reliquias.

(De “El milagro de Santa Fe”).

“La Inmaculada” no era solo una denominación, su significado iba más allá de darle el nombre al colegio.